El pasado día 9 de octubre, Friedrich L. Sell, un economista alemán, publicó una columna de opinión en un periódico suizo, en la que se interrogaba si España era un Estado fallido. Aprovechando el fin de semana, los principales diarios conservadores españoles dieron pábulo al artículo, buscando un efecto bola de nieve en redes sociales debido a la exageradísima apreciación del economista. Este desmesurado interés por situar lo que no es más que una opinión apocalíptica al nivel de un hecho comprobado nos resume cuál es el fondo real del problema: no, España no es un Estado fallido, quien es absolutamente fallida es su derecha, su derecha política, mediática y judicial.
Sell es un declarado neoliberal y como tal debe de estar preocupado porque la pandemia nos ha demostrado algo de una forma cristalina: el neoliberalismo es caos e incapacidad. De hecho, en todos los países, los servicios públicos son los que están enfrentando una durísima batalla contra la enfermedad y la crisis económica derivada: sin ellos la mayoría de la población lo estaría pasando mucho peor de lo que ya lo pasa. Prensa económica del estilo del diario Suizo clamaba en febrero que el coronavirus sería el Chernóbil de China. Lo cierto es que nueve meses después, el poderoso sector público del país asiático ha sido capaz de mantener el virus a raya como ningún otro Estado ha conseguido.
Si hay algo en lo que Sell insiste en su columna es que el FMI debe intervenir las cuentas españolas para que el dinero del fondo de reconstrucción de la UE no sea gestionado por el Gobierno. Sell sabe que eso no es posible, sencillamente porque la UE ya llegó a un acuerdo en su cumbre de julio, tras unas arduas negociaciones, donde el grupo encabezado por España e Italia consiguió que ese dinero no estuviera sujeto a recortes previos, como así lo estuvieron los rescates de la anterior crisis financiera en 2012, sino a programas concretos presentados por los Gobiernos de cada socio europeo. Parece que los neoliberales añoran el totalitarismo de mercado que arrasó la soberanía nacional la década pasada.
El problema para este economista es el mismo que para la oposición de derechas: no soportan al Gobierno democráticamente elegido por los españoles, una coalición entre el PSOE y Unidas Podemos que podríamos encuadrar en la socialdemocracia y que se puso en funcionamiento en enero de este mismo año, es decir, apenas tres meses antes de que se desatara la pandemia en toda su dureza. El Gobierno español ha implementado el llamado escudo social que, aunque con enormes dificultades, consiguió amortiguar despidos mediante el pago de los sueldos de los trabajadores de las empresas cerradas por el confinamiento sanitario. Una intervención pública que a nivel continental, por cifras, no tiene parangón desde el comienzo de la reconstrucción de posguerra.
Es cierto que España arrastra una serie de problemas de índole estructural desde hace una década, justo los que crearon los recortes impuestos por la UE, y una crisis de régimen político que se derivó del descontento popular con esas medidas. La aparición de nuevos partidos como Podemos lo que hizo fue reflejar esa tensión y poner una nueva al descubierto: en España, para sus sectores reaccionarios, el voto de sus ciudadanos no cuenta. Así lo hizo saber el partido ultraderechista Vox que llegó a calificar de ilegítimo al Gobierno en el debate de investidura. Fueron muchos y poderosos resortes los que se pusieron en marcha para evitar un Gobierno de coalición de la izquierda, algo que no sucedía desde la II República en los años 30 del pasado siglo.
En las semanas más duras de la pandemia, entre marzo y abril, toda la derecha emprendió una brutal campaña para intentar la ruptura de esa coalición o la dimisión del Ejecutivo: pero no lo consiguieron. Entre mayo y junio intentaron poner en marcha un ciclo de protestas callejeras y con el apoyo de mandos de la Guardia Civil, un cuerpo militarizado de policía, parte de la judicatura y la inestimable colaboración de su aparato mediático, intentaron encausar el Gobierno judicialmente por lo que consideraron una gestión negligente de la crisis sanitaria: volvieron a fracasar. Seguro que a los lectores latinoamericanos les suena de algo este modus operandi: guerra jurídica, lío en la calle y mentiras en la televisión.
De hecho, la campaña de la oposición de derechas está llegando tan lejos que están utilizando la figura del rey Felipe VI en su beneficio, intentado crear la narrativa de que existe algún tipo de conspiración secreta por parte del Gobierno contra la monarquía. Nada más lejos de la realidad. Lo que sucede es que la Casa Real pasa por uno de sus momentos más bajos de popularidad, salpicada por un posible caso de evasión tributaria con Juan Carlos I como protagonista, ya que creó unas fundaciones en paraísos fiscales de las que Felipe VI fue beneficiario hasta abril de 2019. Este nuevo escándalo señaló a la monarquía el 15 de marzo, justo el día que el país declaró el estado de alarma debido al coronavirus. Obviamente a la ciudadanía le causó estupor y rechazo que su jefe del Estado fallara así al país en aquellos durísimos momentos. El problema, otro más, para el rey Felipe VI, es que la actitud de la derecha le está haciendo perder su imagen de imparcialidad: según una encuesta publicada este fin de semana, el 40% de la población prefiere una república.
Desde septiembre el huracán político se ha centrado en la Comunidad de Madrid, gobernada por una coalición de derechas constituida por el jefe de la oposición nacional, Partido Popular, más un pequeño partido de centro-liberal, pero que cuenta con el apoyo de los ultras. Su presidenta, Isabel Díaz Ayuso, que fracasó estrepitosamente en el control de la pandemia, transferido desde el Gobierno central tras el fin del estado de alarma en junio, ha preferido alimentar la hoguera de la crispación antes de colaborar con el ministerio de Sanidad para atajar el repunte de la enfermedad, que llegó a tener las cifras de contagio más altas de toda Europa. Madrid, desde hace 25 años en poder de la derecha, ha sido el experimento neoliberal más grande del continente. Pese a que sus servicios públicos y sanitarios hacen todo lo que pueden, el modelo de gestión derechista que los privatizó y recortó, se ha demostrado caótico e ineficiente, como una bicicleta a la que alguien quitó los pedales confiando en que el terreno siempre fuera cuesta abajo.
El Gobierno central, tras un mes intentando coordinarse con el autonómico, tras un mes de avisos, se ha visto obligado a intervenir confinando perimetralmente a la capital y a algunas grandes ciudades de su periferia, después de que Ayuso cerrara tan sólo algunos barrios y poblaciones de clase trabajadora. Esta misma semana conocíamos cómo el Partido Popular manipuló y filtró a su prensa afín unos informes del Departamento de Seguridad Nacional para encender, de nuevo, las acusaciones de gestión negligente de la pandemia. En Barcelona, los ultraderechistas de Vox se manifestaron el día 12 de Octubre, fiesta nacional, junto a grupúsculos nazis, en un bochornoso acto que acabó con vivas a Franco y Hitler. El líder del Partido Popular, Pablo Casado, se reunió con embajadores de la Unión Europea para intentar erosionar al Gobierno aun a riesgo de perjudicar a España. Ayuso, que pugna subrepticiamente con Casado por el liderazgo de la derecha, ha concedido una entrevista al Financial Times donde califica al Gobierno de coalición de autoritario, sin embargo, ayer mismo, nos enterábamos de que su administración regional estaba falseando a la baja las cifras de contagio de la enfermedad. Un auténtico despropósito, un suma y sigue de mentiras que están poniendo en peligro la salud de los madrileños y la del resto de españoles y de exageraciones para hundir la imagen internacional del país.
De hecho, la situación es tal que en las propias filas de los conservadores del Partido Popular hay descontento con la situación a la que Ayuso y Casado están llevando a la derecha española, que parece hoy más cercana a la de los países de Visegrado que a la de su entorno. El alto empresariado, aunque no es afín al Gobierno progresista, sabe que la situación de inestabilidad, que esta derecha radical está provocando, no es buena para los negocios. La confederación de empresarios, baste como ejemplo, ha llegado ya a varios acuerdos con los sindicatos y Yolanda Díaz, ministra de Trabajo de adscripción comunista, con total normalidad. Hasta el mundo del dinero, aquella parte al menos no condicionada por el adn franquista, parece estar cansada de la estrategia de desestabilización de la oposición derechista.
Sí, España es un país acuciado por múltiples problemas, algunos provocados directamente por la pandemia, otros provenientes de la crisis mal resuelta de la pasada década, como otros tantos países de su entorno. Pero desde luego está a años luz de ser un Estado fallido, le pese a quien le pese, incluidos algunos políticos, jueces y dueños mediáticos, tan patriotas otras veces pero tan raudos a manchar el prestigio nacional con tal de tumbar a un Gobierno progresista que no es de su agrado. La cuestión de fondo es que el Gobierno de coalición encabezó, junto a italianos y portugueses, con cierto apoyo de Francia e incluso de la canciller alemana Merkel, el acuerdo para revertir años de políticas austericidas: el coronavirus ha trastocado muchas inercias que parecían intocables hace tan sólo un año. Y eso, que otra forma de hacer política sea posible, es lo que preocupa a una derecha cuya última experiencia de Gobierno, la de Mariano Rajoy, acabó bajo el oprobio de la corrupción.
No digan Estado fallido, hablen de una derecha con un liderazgo débil y errático, tutelada por los ultras, que carece por completo de la más mínima visión de Estado. No digan Estado fallido, hablen de jueces y dueños del poder económico y mediático que piensan que su opinión vale más que el voto de 47 millones de personas. No digan Estado fallido, hablen de esos millones de españoles que fueron un ejemplo mundial de comportamiento cívico en la primera ola de la pandemia. Quizá así estén hablando del país real, y no de ese otro, más cercano a las catacumbas del franquismo, al que a algunos les gustaría volver.