Hoy miércoles 21 de octubre, Vox ha protagonizado la quinta moción de censura de la democracia española. El interpelado es el Gobierno de coalición progresista. El candidato a presidente que el partido ultra propone es su líder, Santiago Abascal. En su votación de mañana jueves todo indica que la moción será rechazada, ya que Vox tan sólo cuenta con sus 52 votos afirmativos cuando necesitaría al menos 176 escaños. Pero esta no es la cuestión de fondo de lo que se dirime en estas dos jornadas en el Parlamento: Vox está preparando su asalto a la Moncloa a medio plazo y esta es su cabeza de playa.
Esta no es una moción de censura convencional, ni siquiera por presentarla aún sabiendo que se va a perder. Así ocurrió con la que protagonizó Felipe González contra Adolfo Suárez en 1980, cuyo objetivo era desgastar al ya tocado líder de UCD y presentar frente a la opinión pública al secretario general del PSOE como una opción perfectamente posible para dirigir el país. Tampoco como la presentada por Unidas Podemos en 2017, contra un Rajoy que había sido colocado en la presidencia tras las maniobras espectrales del golpe de Ferraz, achicharrado por la corrupción, cuya pretensión era obligar al PSOE a situarse ante una posible coalición y una sentencia desfavorable en el caso Gürtel, como así sucedió un par de años después. Aunque ambas mociones se perdieron en términos aritméticos, ambas se ganaron en términos políticos.
Vox no está hablando hoy al Congreso, ni siquiera al Partido Popular, al que pretende superar en la dirección de la derecha española. Vox le está hablando a nuestro presente lleno de incertidumbre y a nuestro futuro inmediato lleno de escasez. Y habla ocupando el epígrafe del que se sitúa al margen, fuera de todo, cuando todo, el ecosistema político e institucional, está siendo vinculado a la incapacidad para sobreponerse a la pandemia y a sus consecuencias económicas. La reacción de la opinión pública progresista ha sido la de tildar al discurso de Abascal de demencial, en un exceso de confianza y autosatisfacción, cuando lo cierto es que esta situación contiene un grave peligro potencial inherente: el predicador milenarista parece un loco siempre y cuando no nos encontremos en un momento milenarista.
Que un partido de ultraderecha sea protagonista de nuestro momento político tiene un culpable inmediato: el Partido Popular bajo la dirección de Pablo Casado. Pero también uno a largo plazo: José María Aznar, el tutor del actual líder del PP. Casado heredó un partido declinante podrido hasta el tuétano por la corrupción, pero al menos con unas señas de identidad reconocibles: conservadurismo moral, neoliberalismo económico y una institucionalidad cosmética que les valió tanto para tejer sus redes clientelares, como para encarnar una posición ideológica sosegada. Rajoy fue una hoja afilada y radical que segó gran parte de nuestros servicios públicos, pero que mantenía el papel de hombre razonable en cualquier situación: la política no son sólo hechos y discursos, también inercias, las que se dejan en quien te vota.
Casado, ya encabezando un partido que tenía orbitando a su alrededor a la derecha aspiracional de Ciudadanos y a un Vox extra-parlamentario, decidió empezar a juguetear con el populismo de derechas. No sólo al modo en que lo habían hecho Rita Barberá o Esperanza Aguirre, cada una a su modo, en el sentido de presentarse a sí mismas como personajes cercanos más que como líderes de un partido, sino en uno mucho más trumpista. De hecho, si Casado se impuso a Soraya Saénz de Santamaría, además de por las cuitas internas que esta tenía con María Dolores de Cospedal, fue por presentarse como un candidato desacomplejado, políticamente incorrecto y outsider respecto a la relativa contención que había representado Rajoy. Los asistentes a aquel congreso sabían que tenían que votar a Sáenz de Santamaría, pero su corazón les pidió hacerlo por aquel joven que en el fondo les decía: no pasa nada porque deis salida a vuestro larvado espíritu reaccionario.
Casado ha convertido al PP en un partido limpiaparabrisas que pretende acaparar a toda la derecha, no como había hecho siempre, siendo su casa común, es decir, sentando unas reglas mínimas a las que las diferentes corrientes se tenían que plegar (sobres mediante). Sino cambiando el letrero y las reglas de esa casa según toque cada día y, a veces, cada hora. Un día Casado se acuesta de centro liberal y al día siguiente se levanta mintiendo sobre la inmigración, un día pide de comer institucionalidad pero elige un postre para calificar a sus adversarios de ilegítimos. Haber convertido al PP en un partido errático no sólo ha favorecido a Vox electoralmente, sino que ha dado normalidad al discurso y a las maneras ultras: más inercias, las de sus diputados y senadores que compiten ya por ver quién dice la barbaridad más chirriante.
El acontecimiento que dio posibilidad de existencia a Vox fue el otoño rojigualdo, la respuesta nacionalista reaccionaria que sucedió a la intentona independentista catalana. No hay nada más poderoso que el sentimiento de comunidad y, aquel 15m facha, hizo encontrarse en la calle a mucha gente que llevaba años rumiando su rencor en soledad viendo las tertulias de los canales ultras. Pero, además del momento, de la posibilidad, había una masa social latente esperando ese pistoletazo de salida, que se dio mediante esta orgía de nacionalismos enfrentados, pero que podía haber surgido por cualquier otra situación: un atentando yihadista, un conflicto internacional o, mismamente, la configuración del actual Gobierno de coalición.
Y es en la creación de esa masa social proto-ultra en la que Aznar, el sector que representa, entra en escena. El expresidente nunca superó su derrota en 2004, pero sobre todo nunca asumió que en su segunda legislatura, con mayoría absoluta, fuera incapaz de sacar adelante ninguna de las medidas estrella que tenía pensada por la fuerte contestación social: a la reforma universitaria, a la reforma laboral, al desastre del Prestige o a la Guerra de Irak. La lectura que estos sectores afines a Aznar hicieron fue correcta: aunque el PP ganara por mayoría absoluta, siempre con una fuerte abstención, el sentido común español era netamente progresista. Hasta que no se variara ese equilibrio la derecha tan sólo gobernaría un país de prestado.
Comenzó entonces un proceso de restauración reaccionaria mediante las cadenas ultras, el TDT-Party, los radiopredicadores, el revisionismo histórico, ocupar los lineales de las librerías con todo tipo de obras auto-justificatorias. Y, sobre todo, la vuelta de un nacionalismo español excluyente que tuvo como coartada los múltiples éxitos deportivos. Se empezó gritando "a por ellos" a la selección de fútbol y se acabó con ese mismo grito despidiendo en las comisarías a los uniformados enviados a Cataluña. El deseo de Aznar era llevar aún más a la derecha al país y a su partido, pero lo que al final consiguió fue crear el fermento donde una escisión de su organización, tutelada y financiada por la internacional ultra, echó raíces. Esta ha sido una de las señas indelebles de José María Aznar: fracasar en todos sus objetivos pero acabar haciendo daño igualmente.
Lo cierto es que pese a que el PP pretende desligarse en la moción de Vox, los populares ya compiten con los ultras aceptando sus reglas de juego. Y el problema, más allá de los partidos, de las organizaciones concretas que acaben por liderar esta restauración reaccionaria, es que la parte conservadora de la sociedad española se rige cada vez más por un sentido común ultraderechista: uno que considera al adversario ilegítimo, uno que habla de ilegalizar partidos, uno que hace de la mentira su argamasa, uno que entiende a la totalidad del país restringiéndolo a su idea, expulsando del mismo a quien ellos decidan que no encaje.
La moción puede tener consecuencias negativas para Vox, sobre todo si es percibida por la ciudadanía como un capricho inconsecuente que pone palos en las ruedas en un momento tan complicado como este. Abascal no es un tipo carismático, ni buen orador y su partido despierta grandes miedos y desafecciones en una parte mayoritaria de la sociedad. Territorialmente es un partido minoritario en zonas decisivas, sólo creciendo a costa del desgaste de los populares. Además lastra las posibilidades electorales de la derecha al partir su voto en dos mitades, más el bocado que el voluble Ciudadanos siempre se reserva. Hoy, además, recibirá un chaparrón parlamentario, justo a la inversa de lo que sucedió en las mociones contra Suárez y Rajoy, donde fueron los presidentes los que tuvieron que encarar a toda la cámara. Todo esto es cierto, pero la izquierda, como ya hizo en la primera década de siglo, puede caer en el error de la autosatisfacción y el cálculo táctico.
La cuestión es que lo cierto hoy puede dejar de serlo en muy poco tiempo, o cómo quien aparece en nuestro presente como la opción que se queda fuera de lo aceptable, puede ser quien encabece el descontento popular a medio plazo si lo aceptable acaba siendo el objeto de la ira de una población agitada por el descontento. Una frase de Abascal, "quien nos va a salvar no va a ser Bruselas, sino Móstoles", resume este modus operandi, que pretende situar a los ultras no como un partido más del arco parlamentario, sino como unos rebeldes que están al margen de eso que, de forma consciente o no, muchos imbéciles denominan "clase política".
Por suerte, Vox nunca ha sabido jugar el papel destropopulista, al menos no tan bien como sus homólogos europeos. La ultraderecha española siempre ha tenido un fortísimo odio de clase hacia los trabajadores y, aunque pretendan ocultarlo mediante las apelaciones al "pueblo", más cerca del volk con misión histórica que de su acepción común, para cualquiera con olfato salta a la legua que son una colección de personajes de la cacería retratada en La Escopeta Nacional. El problema es que el miedo anula el olfato, la incertidumbre la razón y la ira los intereses de clase, en un momento, además, en que el propio concepto lleva años dejado de la mano de Dios por casi todos los que tenían que hacer de él su principal escarapela.
El único antídoto efectivo contra la ultraderecha, aquella representada en Vox, pero también en el PP de Casado que no le hace ascos a nada, es que el Gobierno tenga éxito, al menos relativo, en sus medidas sociales de transformación de la economía española. Cada impuesto a las clases altas que no se aprueba, cada cesión a los intereses del sistema financiero internacional, cada oportunidad perdida para salir de esta crisis diferentes a como entramos, es alimento para el árbol de la incertidumbre, uno del que pretenden comer los que hoy dan el primer paso para acabar con la democracia española.