La extraña relación entre Palestina y Velázquez y el poder persuasivo
Seguro que todos ustedes conocen Las Lanzas o La rendición de Breda, uno de los cuadros más relevantes de la historia del arte, obra de Diego Velázquez, el pintor sevillano del siglo XVII. En el mismo se muestra la capitulación tras el asedio de la ciudad fortaleza de Breda en 1625, en el que los tercios españoles del ejército de Flandes derrotaron al ejército de los Países Bajos. En la escena vemos, al fondo, el paisaje hasta el horizonte, cubierto de penachos de humo que brotan de una tierra anegada por las tropas españolas, acción que evitó que la ciudad pudiera recibir suministros y refuerzos. A la izquierda las tropas derrotadas, a la derecha las victoriosas, con sus lanzas enhiestas ocupando el tercio superior de la pintura. Justino de Nassau, el gobernador de la ciudad, le entrega las llaves con gesto sumiso al general Spínola, que las recibe, con actitud magnánima, mientras pone la mano en el hombro del vencido.
No es exagerado afirmar que Las lanzas, además de ser una obra maestra de la pintura, es un ejemplo pretérito de crónica periodística. Realizado una década después del sitio a Breda, recoge el momento exacto de la capitulación como si de una fotografía se tratase: entre el papel fotográfico de Yalta y el óleo sobre lienzo de Velázquez parece haber sólo una diferencia de tres siglos pero la misma intención, contar cómo sucedió un acontecimiento relevante de importancia internacional. La escena, según las crónicas de la época, fue real, ya que Spínola, al mando de los tercios españoles, un genio militar de la época que consiguió rendir a la inexpugnable Breda, dio la orden de que los vencidos fueran respetados y tratados con dignidad. Podemos entenderlo como el viejo honor del guerrero, o poniéndonos menos literarios como un hábil ejercicio diplomático: las batallas se ganan dos veces, la primera en lo militar, la segunda no humillando al derrotado para que la ocupación posterior resulte más llevadera.
Pero, además de crónica, La rendición de Breda es un ejercicio de comunicación política sin paliativos. Lo primero porque el cuadro le fue encargado a Veláquez por la corona española para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, la estancia donde Felipe IV recibía a los embajadores y las autoridades extranjeras en visita diplomática. Aquella ciudad, Madrid, aquel palacio, aquella estancia eran el centro del poder mundial del imperio más grande y poderoso en el siglo XVI, aquel donde nunca se ponía el sol. La intención era mostrar tanto el poder militar duro, representado en las lanzas, idea que al parecer el Conde Duque de Olivares sugirió a Velázquez, como la diplomacia, indulgencia e inteligencia de esas autoridades: podemos negociar y escucharos, también destruiros, la elección es vuestra. La pintura, que hoy cuelga en las paredes del museo del Prado, tiene unas imponentes dimensiones de tres por tres metros y medio: si en nuestros tiempos paraliza al turista, en el momento de su realización debió cortar la respiración a los embajadores.
Esto, y no otra cosa, es el soft power, que más que traducido en castellano como poder blando, debería entenderse como poder persuasivo, es decir, aquel que no necesita de la acción directa, de la fuerza militar o de la sanción económica para obtener sus objetivos. Parte de este poder persuasivo requiere de herramientas de comunicación para darlo a conocer: si el Imperio Español tenía a sus pintores, los Estados Unidos de América contaron en el siglo XX con algunos de sus cineastas y quizá en el siglo XXI empiecen a importar los creadores de contenido digital, una propaganda destinada más a enturbiar el juicio, al desprestigio del enemigo, que al engrandecimiento de las virtudes propias.
Para describir lo que sucede estos días en Israel, Palestina y los territorios ocupados, para contar lo que ha sucedido en Colombia, para narrar lo que pasa en el Sahara ocupado por Marruecos, por poner tres ejemplos de actualidad, más que La rendición de Breda tendríamos que acudir al Guernica, de Pablo Picasso, obra con la que el pintor malagueño dejó constancia de los bombardeos nazis sobre la localidad vasca en la Guerra Civil Española. La brutalidad del Guernica, formal y narrativa, contrasta con la quietud periodística de Las Lanzas, donde incluso algunos de los soldados miran al "objetivo" del pintor como si se hubieran visto sorprendidos por la cámara. El cuadro de Picasso no nos cuenta el antes ni el después, nos narra el durante, la mutilación, el horror y el fuego del momento justo en que estallan las bombas. Si Velázquez retrata el fin de una batalla entre ejércitos de capacidades bélicas semejantes –el sitio de Breda se extendió casi un año–, Picasso nos cuenta la brutalidad de una población civil sorprendida por el entonces novedoso blitz, el bombardeo de la Luftwaffe sobre ciudades: no hay confrontación, no hay lucha posible, porque no hay contendientes, que siempre son equivalentes, sino agresores que aprovechan su superioridad bélica para machacar a sus enemigos.
Algo muy parecido a lo que sucede con las acciones del ejército Israelí que machaca Gaza desde el aire, algo muy parecido a lo que los colonos y civiles para-militarizados israelíes hacen con los civiles palestinos, independientemente de su nacionalidad. Algo que hemos visto en Colombia y lo que la policía, el ejército y, de nuevo, los paramilitares han hecho contra su población civil. Algo que vemos a menudo en las actuaciones de los uniformados marroquíes contra los saharauis. No, que los subyugados se intenten defender con unos medios de escasa o nula relevancia bélica no da a estos conflictos categoría de enfrentamiento, sino de agresión que es respondida a la desesperada por civiles, en el caso de Colombia, o por tropas irregulares sirviendo apenas a semi-estados como en el caso del Sahara y Palestina. Trazar un punto equidistante es tan o más propagandístico que tomar partido descarado por el ejército colombiano, marroquí o el Tzahal. Pedir la paz, así en abstracto, es tanto como dar más armas a los agresores pero pedir que las expongan en un museo. Quizá que Colombia, Israel y Marruecos sean tres aliados incondicionales de Estados Unidos nos explica por qué eso llamado comunidad internacional, tan presta a sancionar a otros países o gobiernos, se muestra impotente e incapaz ante las matanzas.
No, ni Israel, ni Marruecos ni Colombia saben manejar el poder persuasivo por la sencilla razón de que no les hace falta. Ya están los principales medios de comunicación internacionales para hacerles el trabajo. Por eso empezamos este artículo con Las lanzas y no con el Guernica, porque ahí se halla la clave para que si en 2003 la mayoría de poblaciones occidentales se levantaron contra la Guerra de Irak, por ejemplo, desde entonces la brutalidad de los conflictos internacionales se haya recrudecido sin que a nadie parezca importarle: aquella guerra la ganó el Pentágono en el plano militar, pero la perdió la administración Bush en el mediático. Y de aquello se sacaron una serie de conclusiones para que el descontento de los ciudadanos no se volviera a repetir.
Velázquez fue más o menos fiel a lo sucedido en Breda, pero la elección del momento del magnánimo armisticio no fue, como hemos visto, casual. Hoy todo es más tosco y desvergonzado, mucho menos artístico, sin duda, pero más efectivo. Hoy se puede pedir la paz y no nombrar siquiera a Palestina, como algunas celebridades hacen para no perder su cuota de producto pero temerosos por las represalias del lobby sionista. Hoy muchos periodistas sacan imágenes de los bombardeos israelíes o de su ejército, sin mostrar los muertos, agredidos y desplazados, para pasar a enseñarnos unos rudimentarios cohetes Qassam o las imágenes de archivo de unos milicianos islamistas dando vivas enfervorecidas a Dios. Diferentes tribunales internacionales, la propia ONU, agencias independientes, han condenado a Israel en las últimas décadas por apartheid, crímenes de lesa Humanidad y genocidio contra la infancia palestina así como crímenes de guerra. Pero en los informativos y en las redes sólo vemos como Spínola se acerca afable a recibir las llaves entregadas por Justino de Nassau.
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