Del fracasado Nuevo Siglo Americano a la nueva filosofía de desarrollo China
Elogio sombrío, así definía el Washington Post la comparecencia de Joe Biden el pasado martes en la que daba por finalizada la ocupación de Afganistán. Una intervención en la que el presidente norteamericano intentó salvar desde la imagen internacional de su país, gravemente dañada tras la caótica retirada final, hasta su popularidad, severamente comprometida después de que medio mundo asistiera a la toma de Kabul por parte de los talibanes, los atentados de la rama en la región del Daesh y las jornadas de angustia donde miles de personas intentaban abandonar el país para salvar su vida.
La Administración Biden puede ser la responsable de la desordenada conclusión pero, lo cierto, es que heredó la misión de poner fin, uno negociado por Trump con los talibanes, a algo que inició George Bush hace 20 años. En lo inmediato a Estados Unidos aún le falta superar otro episodio de escenografía trágica, el del vigésimo aniversario del atentado del 11 de septiembre con su embajada en el país afgano ocupada por los talibanes. Si la nueva dictadura integrista hace primar sus intereses estratégicos sobre su sentimiento de venganza, sabrá dejar pasar la oportunidad de humillar a los norteamericanos. Será una buena ocasión para comprobar si los talibanes piensan en sus intereses a medio plazo.
Puede que Biden vaya a cargar con el peso de este final pero, en parte, esa es una de las funciones de su presidencia: por edad sería extraño que se presentara a un segundo mandato. Este hecho inusual, un presidente surgido como la sutura de Trump, de las crisis de la pasada década y de la pandemia, es el que da la oportunidad que este tipo de hipotecas puedan ser posibles. Podemos detenernos en la foto, pero dejaríamos escapar la película, si sólo nos centramos en Biden y la retirada caótica de Afganistán. Estos acontecimientos confirman el fracaso del Proyecto para un nuevo siglo americano, el PNAC o, más allá del think tank que lo impulsó, las políticas neoconservadoras iniciadas por la administración Bush, bajo el mando real de Dick Cheney, para mantener la hegemonía estadounidense en el mundo.
En estas dos primeras décadas de siglo XXI eran para Estados Unidos la arcadia con la que asegurar su posición dominante para otros cien años, ya que si unimos el Imperio Británico a la línea temporal, ideológica y cultural, el mundo permanece bajo la égida anglosajona desde el último cuarto del siglo XIX. En el año 2000 todo estaba de cara para los estadounidenses: la URSS ya no existía y Rusia era un rival débil, América Latina permanecía bajo el yugo neoliberal y China les valía como fábrica donde externalizar su producción rebajando costes. Tenían un apabullante dominio sobre el resto del mundo, militar y financiero, pero también tecnológico: eran los tiempos donde Internet y el Nasdaq dieron pie al tecnofetichismo y la economía californiana. ¿Qué era lo que podía fallar?
Dos décadas después, Rusia ha vuelto a recuperar su papel en la escena internacional, Latinoamérica ha vivido diferentes experiencias de Gobiernos de izquierda e, incluso la UE, aliado incondicional de EEUU, cuenta con una divisa propia y una institucionalidad sin la paralizante presencia del Reino Unido. Ninguna de las guerras en las que Estados Unidos se ha embarcado, directas, Afganistán e Irak, o indirectas, Siria y Libia, han servido para beneficiar los intereses que las impulsaron. La economía mundial se desplomó en 2008 por una crisis financiera originada en EEUU. Y el liderazgo tecnológico y comercial es ya compartido con China, el país que ha pasado de ser la fábrica del mundo a constituir uno de los ejes principales del futuro multilateral.
Mientras que Estados Unidos muestra un serio declive, externo pero también interno –antes de la caída de Kabul asistimos a la caída del Capitolio–, China muestra más que una curva ascendente, no exenta de problemas, algo mucho más importante: una dirección. No se trata tanto de comparar indicadores económicos entre las dos potencias, capacidad militar, influencia diplomática, vigor comercial, estabilidad interna o legitimidad institucional, puntos, todos ellos, donde la balanza empieza a decantarse por el lado chino, sino que mientras que Estados Unidos parece sin brújula, el país asiático hace gala de un plan que va mucho más allá de las ocupaciones militares y la especulación financiera. O cómo hemos pasado del fracasado PNAC a la nueva filosofía de desarrollo china.
Mientras que la mayoría de medios occidentales prestan una desmesurada atención hasta a la anécdota más insignificante de sus dirigentes, obviando por otro lado las cuestiones de fondo que impulsan sus políticas, casi todos pasan por alto el sustancial cambio que se pretende tenga lugar en China bajo el auge del mandato de Xi Jinping, el séptimo presidente de la República Popular. Un cambio que no afectará tan sólo al país asiático, sino que tendrá resonancia mundial. Esta nueva configuración, que comienza en lo concreto con el 14º plan quinquenal, 2021-2025, tiene por detrás unos principios rectores que Qiushi, la revista teórica del comité central del Partido Comunista de China, PCCh, ha recogido en su último número aparecido este verano.
Comprender la nueva etapa, filosofía y dinámica de desarrollo, así se titula el documento que recoge las palabras de Xi Jinping, uno que se reviste de un significado especial en el año del centenario del PCCh. Tras los hitos que se describen, el inicio de la revolución en 1949, que otorgó al país la soberanía perdida tras la época colonial, tras la reforma de 1978, que transformó su economía de lo agrario a lo industrial y tras el Plan integrado de las cinco esferas, en 2012, que ha constituido la china actual, "sociedad moderadamente próspera", toca, según el presidente, dar un giro social para alcanzar en 2035 la etapa que denomina "de modernización socialista" y en 2050 la consecución de "un país socialista moderno". Utilizando un proverbio chino, otra de las señas de Xi, la recuperación del pensamiento tradicional: "por vastos que sean el cielo y la tierra, la gente siempre debe ser lo primero".
Multitud de países tienen sus propias agencias de estrategia y prospectiva, la diferencia es que mientras que en Occidente estos documentos se quedan en una guía de lo que debería ser el futuro, habitualmente marcado por los poderes financieros, en China estos documentos constituyen doctrina a seguir por todo el aparato estatal y del PCCh. Estos cambios "centrados en las personas" tendrán como objetivo que "la tasa de crecimiento del PIB no sea el único barómetro del éxito". Contrariamente a lo que se piensa, en China las autoridades asumen las fuertes desigualdades sociales, así como la introducción de la economía capitalista dentro del sistema socialista, entendiendo que su camino requería primero de un desarrollo de las fuerzas productivas antes de dar el siguiente "gran salto adelante". Xi Jinping cita a Mao y a Deng Xiaoping, almas políticas contradictorias del comunismo chino y la evolución histórica del país, uno el padre revolucionario, otro el presidente reformista. Podemos leerlo desde nuestro presente como una conjugación a posteriori, seguramente lo sea, también como la constatación de un tercer camino, producto de los dos anteriores, para avanzar en el proyecto.
"El pueblo anhela una vida mejor, nuestro objetivo es ayudarles a lograrlo, y debemos seguir inquebrantablemente el principio de prosperidad común [...] no podemos permitir que la brecha entre ricos y pobres siga creciendo", dice Xi Jinping. Más allá de los principios socialistas igualitarios, algo que el documento no tiene reparos en afirmar, recordando la ideología marxista por el que se rige el PCCh, lo cierto es que los mandatarios chinos saben que una de las debilidades del país es tanto la desigualdad territorial como de clase, un potencial elemento desestabilizador: si en algo se basa el pensamiento tradicional chino es en buscar el equilibrio. De hecho, Xi Jinping cita a la URSS en una parte del documento como el primer país socialista exitoso pero que "colapsó porque el PCUS se separó del pueblo y se convirtió en un grupo de burócratas privilegiados", algo que debe leerse, más que como un simple apunte histórico, como una advertencia a sus camaradas en el presente.
El nuevo desarrollo hacia la prosperidad común no debe ser "un lema vacío, sino un hecho concreto", dice Xi, siendo aquí donde el documento pasa de los principios y la teoría a aterrizar en cuestiones prácticas. Llama la atención, por ejemplo, la constante apelación a la ecología, asumiendo el agotamiento de recursos y de modelo productivo: la salida se plantea mediante la innovación científica aplicada a la energía. Otra de las alertas, tras la pandemia, es asegurar las cadenas de suministro y alimentación, como punto principal para no desestabilizar un país de casi 1400 millones de personas incluso en las adversidades más inesperadas. El empleo, la salud pública y evitar grandes salidas y entradas de capital extranjero son otros de los aspectos considerados esenciales.
El coronavirus no tiene demasiada presencia en el documento, pero sí se nombra de manera específica al describir que la pandemia ha conducido a una "instrospección internacional", que ya existía antes de este acontecimiento como una "reacción contra la globalización y unos profundos ajustes a los patrones de circulación en la economía internacional", en clara referencia a la guerra comercial emprendida por Trump. Guerra que también está presente en los "cuellos de botella tecnológicos", escollo para lograr una soberanía técnica que pueda prescindir de componentes con procedencia de Japón o EEUU. La búsqueda de un "alto nivel de autosuficiencia", mediante una "reforma estructural de la oferta" y una "expansión de la demanda interna", pretende tanto servir de impulso al bienestar general como prevenir los daños provocados a su economía por posibles sanciones o cierres del mercado occidental.
En el documento firmado por Xi Jinping no se hace referencia a ningún cambio en el aspecto político, donde el partido único sigue siendo el garante según el presidente del devenir del país. En cuanto a las acusaciones de represión, llama la atención que el texto carezca por completo de un lenguaje punitivo o unas disposiciones respecto a la disidencia interna. Se insiste, en una referencia velada hacia la etnia uigur, en el respeto a las minorías, y no se cita el caso particular de Hong Kong explícitamente, más allá de un párrafo donde se asegura que se tomarán "medidas enérgicas contra las actividades delictivas que afecten a la vida y la propiedad para garantizar la estabilidad social".
La nueva filosofía de desarrollo china no sólo surge en un momento clave para el país, tras haber superado la pandemia que se originó en Wuhan, sino que se contrapone al declinar estadounidense y su fracasado Proyecto para un nuevo siglo americano, impulso neoconservador que sentó las bases para el trumpismo pero que, por otro lado, las administraciones demócratas de Obama y, de momento, Biden, no han sabido contrarrestar con un proyecto propio. ¿Provocará esta nueva senda china una reacción americana al estilo del New Deal o por el contrario enconará aún más las relaciones entre ambos países? El resto del mundo observa esta época de cambios, este cambio de época.
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