Sábado 9 de octubre de 2021, una manifestación de diez mil personas recorre Roma. La convocatoria no tiene como objetivo lograr un incremento de salarios o situarse frente a la subida de precios de los bienes básicos: es una protesta por la obligación de disponer de un certificado de vacunación contra la covid. Italia, uno de los países europeos más duramente golpeados en la primera ola de la pandemia, tiene a una parte de su población desconfiando no sólo de las vacunas, sino sumida en un movimiento conspiranoico que va desde la negación de la existencia del propio virus hasta las más estrambóticas teorías acerca de su naturaleza. Algo falla cuando lo demente se toma como una bandera de indignación. Pero hay más.
La convocatoria degenera rápidamente en incidentes y la mitad de la misma se dirige al palacio Chigi, la sede del Gobierno italiano, donde se producen los primeros enfrentamientos con la policía. También en la sede de la Confederación General Italiana del Trabajo, CGIL, que es asaltada por una turba con la excusa de que el sindicato, el mayor del país, apoya el certificado de vacunación. La razón última de este asalto, de la protesta en sí misma, hay que buscarla más allá del conflicto en torno a las vacunas. El partido fascista Forza Nuova es uno de los convocantes y sus dirigentes, Roberto Fiore y Giulliano Castellino, cabecillas del ataque al edificio sindical. Unos días después son detenidos junto a otras diez personas. La estupefacción se adueña de Italia y hasta la ultraderecha parlamentaria, representada en La Liga de Salvini y Fratelli d'Italia de Meloni, se ve obligada a condenar, con la boca pequeña, los violentos incidentes: planea la posibilidad de una ilegalización.
Hablar sobre ataques ultraderechistas a los sindicatos es un hecho que, por desgracia, era hasta hace poco parte de la historia del pasado siglo. En la década de 1920 las escuadras fascistas perpetraron violentas agresiones que llegaron a cobrarse la vida de varios centenares de socialistas, comunistas e incluso democristianos. ¿Qué es lo que ha pasado para que en Italia, como en el resto de Europa, los ultraderechistas vuelvan a ser una fuerza significativa tras un siglo? La respuesta, compleja y con matices propios en cada país, ya la habrán leído en otras ocasiones: el descrédito de los partidos tradicionales, la incertidumbre de la Gran Recesión del 2008, la utilización del conflicto migratorio, el terrorismo islamista y, ahora, la pandemia, una que ha contribuido a una inquietud ante el futuro que los ultras están sabiendo aprovechar.
La ultraderecha configura una identidad fuerte a través de un nacionalismo excluyente, articulado a la contra de grupos declarados como el enemigo. Pertenecer a esta identidad es fácil, tanto como lo que cuesta transformar el miedo en odio. Las herramientas digitales han dinamizado el proceso ya que en un contexto donde no se distingue lo cierto de lo falso es mucho más sencillo perpetrar la intoxicación. Cuando las posturas críticas empiezan a ser indistinguibles de la charlatanería con retórica rebelde, la involución toma ventaja. Hemos pasado de juguetear con conspiraciones en torno a la carrera espacial a cuestionarnos los consensos más nítidos que constituían Europa: el mecanismo es parecido, el resultado mucho más trágico. Uno de esos consensos era la democracia, otro el antifascismo, algo que en Italia ha pasado de ser orgullo nacional en la posguerra a un símbolo actualmente devaluado. La pandemia es tan sólo el último suceso para que el incauto acabe al lado de los ultras. Vendrán más convulsiones, empezando por la crisis energética.
Al igual que los grandes medios de comunicación tienen responsabilidad en el ascenso de lo falso como ecosistema, la derecha liberal ha sido la principal artífice del descrédito de la democracia, promoviendo una economía divorciada de la política, ausente de una mínima vertiente social. Que el actual presidente de Italia sea Mario Draghi no deja de ser una triste paradoja. Draghi fue el antiguo responsable para Europa de Goldman Sachs, también el antiguo gobernador del BCE, uno de los más acérrimos impulsores de la austeridad en la pasada crisis económica. Si los Gobiernos no pueden tomar decisiones en ámbitos económicos es difícil que la ciudadanía vea la democracia como algo útil. Si todo se deja a merced del mercado se priva a la acción política del resorte fundamental para introducir cambios profundos en la vida social. El problema es que en vez de cuestionar por qué la economía queda al margen del control democrático, se cuestiona a la democracia en sí misma.
La ultraderecha pone en el punto de mira principalmente a la inmigración como sujeto antagónico y, dependiendo de su grado de conservadurismo, al colectivo LGBT y las feministas. Sin embargo, aquellos ultras que poseen cierta sofisticación, complican la ecuación, utilizando las posturas retrógradas del islamismo en cuanto a las mujeres y los homosexuales en su beneficio, incluso añadiendo reclamaciones ambientalistas para resultar más atractivos. La ultraderecha se propone como una fortaleza donde "los buenos ciudadanos" quedan resguardados de una amenaza a un modo de vida europeo, sesgadamente tradicional, nunca cívico. Los ultras construyen un sujeto político al que representar exitosamente, que aspira a ser mayoría en algunos países, como la propia Italia o Francia, o ya lo es en otros como Polonia o Hungría. Cuando eres tú quien sitúas determinados conflictos en el centro del tablero político, eres tú quien propone las soluciones.
¿Qué queda fuera de toda esta estrategia? Los conflictos sociales de índole económica.
La ultraderecha los rehuye bajo la coartada de un anti-elitismo abstracto, una retórica confusa de aspiración rebelde: la lucha contra el globalismo. De hecho, esta difusa "lucha contra las élites" tiene una conexión directa con el antisemitismo de los años 30, al estar protagonizada, como aquella, por la creencia conspiranoica de que grupos secretos dominan el mundo desde las sombras: hasta el Papa es susceptible de ser el centro de sus ataques. Del sistema financiero, sus fondos de inversión especulativa y las empresas transnacionales no tienen nunca opinión. Es más fácil aparentar que ganas una batalla cuando peleas contra espectros creados a conveniencia.
Los sindicatos son, en toda Europa, la principal expresión del movimiento obrero organizado, los que sitúan el conflicto capital-trabajo en primera línea de la actualidad. En aquellos territorios donde aún hay una alta afiliación sindical, el voto a los ultras decrece. Esto nos debería indicar que el ejercicio de ciudadanía sólo se expresa desde lo común. Por tanto son los sindicatos los que destruyen, con su acción cotidiana, la estrategia y la coartada de la ultraderecha. Los principales problemas a los que se enfrenta la mayoría de la población tienen que ver con el trabajo, el costo de la vida, la vivienda, el transporte, la educación o la salud: la realidad capitalista ya es suficientemente dura sin necesidad de conspiraciones. Que la manifestación negacionista comandada por fascistas asaltara la sede de la CGIL fue un hecho terrible, pero también descriptivo: la ultraderecha teme a los sindicatos y su única manera de enfrentarlos es mediante la violencia directa.