Yolanda Díaz, para los lectores internacionales que no la sitúen, es la actual ministra de Trabajo y vicepresidenta segunda de España, en un Gobierno conformado por el Partido Socialista y Unidas Podemos, coalición con la que logró su escaño. Desde el inicio de la legislatura, enero de 2020, pero sobre todo tras la llegada de la pandemia, ha destacado como una de las ministras más relevantes del ejecutivo. La razón ha sido la puesta en práctica en su ministerio de una serie de políticas que han permitido que, pese al parón de la economía, la destrucción de empleo fuera pequeña. Los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) han sido, en esencia, la nacionalización de los sueldos de millones de trabajadores, hasta que las empresas donde estaban contratados se pudieran poner en marcha tras el confinamiento.
Pero no sólo ha sido esta medida la que ha otorgado a Díaz una creciente popularidad. Su pelea por la subida del salario mínimo, manteniendo una altas cotas de creación de empleo, ha sido otra de sus victorias. En este próximo mes está pendiente de legislarse una nueva regulación laboral que sustituya a la promulgada en 2012 por la derecha, que restaba peso a la negociación colectiva. Díaz se ha caracterizado también por un tono dialogante, que ha incluido a sindicatos y organizaciones empresariales en diferentes acuerdos. Su labor, no obstante, no ha estado exenta de choques dentro del Ejecutivo, sobre todo con la titular de Economía, Nadia Calviño, cuya orientación ideológica socioliberal le sitúa a la contra de estas políticas.
Fuera del Gobierno, la oposición de derechas ha encontrado en Díaz una dura adversaria, sobre todo tras situarse la ministra de Trabajo como posible líder de un proyecto para las próximas elecciones generales. Díaz no es una potencial candidata sólo porque Pablo Iglesias la nominara públicamente tras su renuncia en mayo, no sólo por su carácter afable que la hace tan diferente del clima de crispación de la derecha. Lo es sobre todo por una cuestión de época: el trabajo es un incuestionable vector de seguridad frente a una pandemia llena de indeterminación. De hecho, su sintonía con unos sindicatos al alza nos puede llevar a hablar de un nuevo proyecto laborista en España.
Sin embargo, Díaz no lo va a tener fácil. Su principal debilidad es que carece de un partido propio. Aunque formalmente está afiliada al Partido Comunista no es líder de ninguna organización. Su temprana nominación pública, mucho antes de que estuvieran definidas sus líneas organizativas y programáticas, le ha complicado su labor como ministra, ya que el PSOE no quiere engrandecerla demasiado dejando que su ministerio saque en solitario la nueva legislación laboral. Pero no sólo, sino que ha despertado un clima de ansiedad donde cualquier declaración y movimiento de la ministra se analiza por las diferentes familias del progresismo con lupa: nadie quiere quedarse fuera, todos quieren influir.
Desde septiembre, Díaz ha participado en tres actos políticos importantes. Primero en la fiesta del centenario del Partido Comunista, después cerrando el congreso del sindicato Comisiones Obreras para, por último, realizar un acto en Valencia con otras mujeres políticas. Esta última cita levantó suspicacias al no estar presentes ninguna de las ministras de Podemos, interpretándose como la escenificación de su alejamiento de un partido al que Díaz no quiere estar supeditada. Pero también como una maniobra táctica para atraer la simpatía de otros sectores que Díaz necesita incluir en su candidatura para evitar la división electoral. Maniobras palaciegas que, en el fondo, nos deberían importar relativamente poco por la siguiente razón: lo esencial de un tren no es quién viaja en él, sino la dirección que lleva.
Lo fundamental no es quien componga la candidatura de Díaz, cómo se llame o cómo se organice el acomodo de las diferentes familias, sino qué ideas defiende, cuáles son sus políticas rectoras, qué objetivos pretende y cómo quiere alcanzarlos, es decir, ideología dura. Lo importante es el contenido, no tanto cómo se quiere envolver para el regalo electoral. Y ahí Díaz, si no empieza a definirse pronto, puede encontrarse con problemas ya que los afectos, en esta época de nihilismo desencantado, pueden volverse rechazo. Díaz tiene que gustar a mucha gente, sobre todo a los que aún no ha convencido para obtener un buen resultado, pero no puede dejar de gustar a su base ideológica más cercana.
Que el tren lleve todos los viajeros posibles parece positivo, casi tanto como que existan unas reglas y un destino para su viaje. De ahí que el laborismo, expresión de las políticas que la han hecho popular, sea de interés para fijar tanto las reglas como la dirección. No se trata de volver a intentar colmar diferentes sensibilidades identitarias que, a la postre, pueden resultar incluso contradictorias, sino buscar unas políticas útiles, concretas y realizables, un reformismo realista, que agrupe a muchas personas diferentes bajo la bandera de la igualdad, es decir, el trabajo y sus derivaciones concretas de clase, como la vivienda, junto a unos servicios públicos que sean baluarte frente a la desesperanza y el sálvese quien pueda.
Una vez que el contenido y sus reglas estén claras será el momento de preocuparse por el envoltorio del regalo. En la política actual, que se dirime bajo la tiranía del fraccionamiento digital y mediático, es muy importante cómo contar lo que haces, aunque antes, insistimos, hay que hacerlo. Y en este sentido Díaz ya empieza siendo diferente a los proyectos progresistas de la anterior década como Podemos, que necesitaban definirse identitariamente al partir de la nada y fuera de las instituciones. Podemos convirtió la búsqueda de la transversalidad en una de esas señas identitarias, algo que todos los partidos pretenden pero que no les hace falta explicitar: gustar a mucha gente diferente, hacer que simpatice con tu proyecto.
En este sentido, el de definirse, Díaz realizó unas declaraciones este jueves 2 de diciembre en el programa de radio La Cafetera que despertaron cierta polémica al afirmar que:
"Yo trabajo para la sociedad en su conjunto, con las políticas que despliego para la mayoría social, yo no quiero estar a la izquierda del Partido Socialista, se la regalo, eso es algo muy pequeño y marginal. Yo creo que las políticas que despliego son transversales, las instituciones, la sanidad pública, no es de derechas ni de izquierdas, es de los ciudadanía, que paga impuestos [...] pero desde luego yo no trabajo desde la izquierda de la izquierda, nunca lo he hecho, en absoluto [...] creo que este presunto regalo que nos quisieron hacer, ‘usted quédese en la extrema izquierda’ no lo quiero, nunca he trabajado así, ni con los fetichismos ideológicos [...] ni con las etiquetas, que a veces complican la vida".
Estas declaraciones nos revelan un par de verdades evidentes, pero también un error potencial. Es obvio que el proyecto que encabece Díaz debe aspirar a gustar a mucha gente, ser transversal, y no sólo a sus votantes potenciales más a la izquierda. Es obvio que al PSOE le interesa que Díaz quede identificada sólo con la extrema izquierda, ya que eso le restaría votos. Es obvio, además, que las políticas que Díaz despliega no son de extrema izquierda, sino socialdemócratas, algo que hoy en día puede pasar por radical al haberse derechizado tanto el ecosistema político. Hasta aquí, todo es más que comprensible.
Lo sigue siendo cuando Díaz afirma que las instituciones, ejemplificando en la sanidad pública, son de todos los ciudadanos. Pero comete un error cuando dice que defender esa sanidad o el pago de impuestos no son ideas ni de derechas ni de izquierdas. Si algo ha demostrado la propia ministra de Trabajo es que sus políticas han resultado efectivas y útiles, demostrando además que la ortodoxia neoliberal es errónea. Por supuesto que Díaz no debe dejarse arrastrar a la izquierda museística, identitaria, de soflama encendida pero de poca utilidad real. Pero dudamos de la conveniencia y utilidad de sumarse al fetiche ideológico de definirse fuera de "la derecha o la izquierda". Su mayor valor es demostrar que las medidas de izquierda funcionan.
En la pasada década se atribuyó el éxito de Podemos a esta indefinición de eje ideológico. Sus propios líderes estaban encantados paseando sus piruetas retóricas por los platós de televisión, explicando de hecho su estrategia en público, como si la transversalidad se lograra pronunciando la propia palabra. Es cierto que en aquellos momentos Podemos tenía la necesidad de distanciarse de la izquierda tradicional, como no es menos cierto que su éxito provino, sobre todo, de encarnar lo nuevo contra lo viejo y ser una respuesta a la crisis de legitimidad del resto de partidos. Lo cierto es que todo el mundo sabía que Podemos era de izquierdas, por mucho que ellos lo negaran, no significando un problema para sus espectaculares primeros resultados. Aquella retórica sirvió tan sólo para que Ciudadanos, el partido derechista lanzado como respuesta a Podemos, la utilizara al identificarse como "nueva política" y decir que ellos no eran "ni rojos ni azules".
Eso fue lo que nunca se llegó a comprender en el momento, que la transversalidad, sólo como retórica vacía, como referencia constante a sí misma, era enormemente nociva y peligrosa porque abría las puertas también a la derecha populista en España. Fue el propio Íñigo Errejón el primero en decir que "entre Podemos y Marine Le Pen hay un hilo común", en el sentido de romper los ejes ideológicos para buscar la transversalidad. Lo que en la década pasada constituía una audacia con la que los expertos en comunicación se maravillaban, hoy, con los ultraderechistas de Vox como tercera fuerza parlamentaria, ha dejado de tener ninguna gracia.
Lo cierto es que hoy nadie tiene interés en lo que eres o lo que dices ser, sino en la utilidad de la política que vas a llevar a cabo. El año 2011 no es el año 2021, el eje de lo nuevo contra lo viejo ha sido sustituido por otro donde pelean estabilidad contra incertidumbre. Y ahí el proyecto laborista tiene muchas cartas que jugar. Como bien dice Yolanda Díaz sus políticas ya son en sí mismas transversales porque afectan para bien a muchas personas diferentes, lo que no es más que decir de manera amable que la clase social sigue siendo esencial para entender las prioridades de la política. Díaz no necesita hacer bandera de la izquierda más identitaria, pero lo que tampoco necesita es desnaturalizarse, distanciándose de ella misma, es decir, de lo que la ha hecho merecedora de concitar la atención de tantos. Y ahí, en su propia labor ministerial, es donde tiene los mimbres para tejer su proyecto: no sólo en la identidad o la comunicación.
No es cuestión de pensar como hablamos, sino de hablar como pensamos.