La lección de 'Parque Jurásico' sobre las contradicciones y por qué importa cada vez más en la política de la puerilidad
Parque Jurásico, la aventura entre dinosaurios que Spielberg estrenó en 1993, nos evoca una extraña calidez de época, como si en aquel inicio de década, en aquel final de siglo, a muchos adolescentes se nos hubiera puesto al alcance de la mano el futuro. No cabía más tecnología en una película que, paradójicamente, estaba protagonizada por el pasado prehistórico. Tecnología genética, informática e incluso comunicacional: qué afinada mercadotecnia para un proyecto empresarial de ficción que resultó de uso real para el proyecto cinematográfico. Si buscan, aún hoy, casi treinta años después, hay gente construyendo gafas de visión nocturna con el logo del parque o decorando sus todoterrenos con la marca InGen.
Si existió un momento de especial efervescencia tecnófila esos fueron los años noventa, donde internet y la oveja Dolly parecían anticiparnos un futuro inmediato tan esperanzador como carente de conflictos. Sin embargo, la propia Parque Jurásico encerraba una clara advertencia: la tecnología no evita que las atracciones de tu parque se coman a la gente. Podemos leer el conflicto como la fuerza incontenible de la naturaleza –la vida siempre se abre camino– o como la irrefrenable fuerza del caos. También como algo más prosaico: la malas decisiones por mucho que sean camufladas con mercadotecnia acaban dando malos resultados.
Y esas malas decisiones no fueron más que la ceguera del filántropo impulsor de la idea, John Hammond, al no tener en cuenta que el capitalismo siempre se abre camino, en este caso a través del codicioso informático Dennis Nedry. Si tu competencia no tiene tus recursos te los roba, una versión expeditiva, aunque ilegal, de los principios del mercado. No se trata de que el parque de atracciones con dinosaurios tuviera defectos de funcionamiento y diseño, que ante la coincidencia de un huracán y varios fallos catastróficos la cosa se fuera de madre, se trata de que ese diseño nunca tuvo en cuenta que aquello no era un proyecto filantrópico, ecologista o científico, sino puramente empresarial y, por tanto, expuesto al mercado.
Las malas decisiones, aquellas que pretenden desligar lo que sucede de la base que da pie a que suceda, se repiten constantemente en la política contemporánea. Lo peor, además, es que nadie las explica porque los encargados de hacerlo, los políticos, han desarrollado de tal forma su mercadotecnia que por lo general no afrontan sus malas decisiones. Pero hay algo más. Los ciudadanos, maleducados tras años de afinadas maniobras de comunicación, no quieren ni oír hablar de que casi todas las decisiones implican riesgos y comportan fallos, es más, que aunque estén perfectamente elaboradas ni están destinadas a ser beneficiosas para todos ni están exentas de contradicciones. A los políticos al menos les podemos fiscalizar mediante el voto, a los grandes empresarios, que tienen aún más poder, ni eso.
Los ciudadanos occidentales han sido educados en la gran mentira de que podemos aspirar a vivir en sociedades de contradicción cero, donde las decisiones nunca tienen consecuencias, donde se puede aspirar a todos los beneficios pero a ninguna pérdida. Todos sabemos que eso no es posible, gobernados y gobernantes, accionistas y ejecutivos, espectadores y prescriptores, pero todos fingimos que no nos damos cuenta porque queremos pensar que con una buena campaña de comunicación el problema desaparece. Tanto como poner maquillaje sobre la herida y pretender seguir haciendo una vida normal.
En España, en estos últimos meses, se han dado algunos ejemplos clamorosos al respecto. La ampliación del aeropuerto de Barcelona, una inversión de 1700 millones de euros para ampliar la operatividad de las pistas, fue suspendida tras las protestas ecologistas al afectar a una zona de especial relevancia natural. Las tensiones soberanistas entre el Gobierno autonómico y central también jugaron un destacado papel pero, lo cierto, es que el conflicto se vehiculó a través del ecologismo. ¿Tenían razón los ecologistas? Probablemente. Como razón los que aducían que la ampliación beneficiaría a la economía y que, tras proyectarse la ampliación del aeropuerto madrileño, Barcelona perdería cuota de vuelos. No se trata aquí de dilucidar la contradicción, sí de afirmar, como hizo el periodista Enric Juliana, que los aviones en Madrid no volaban con agua de rosas.
España es un país fuertemente antinuclear y tiene previsto desmantelar todas sus centrales en 2030. A pesar de que se ha conseguido un avance sustancial en energías renovables, que llegan ya a constituir la mitad del mix energético, lo nuclear constituye aún un 20% del total, junto con el gas, otro 20%, que debe ser importado casi en su totalidad de Argelia. Fuertes desavenencias entre Marruecos y Argelia han provocado que se cierre uno de los gasoductos, teniendo que recurrirse parcialmente al transporte por barco, algo que encarece aún más el producto. Sumemos los incrementos a las tasas de CO2. ¿Puede permitirse España cerrar todas sus plantas nucleares? ¿Puede hacerlo cuando Francia ha anunciado la reactivación de su programa? Una vez más no es motivo de este artículo dilucidar el conflicto, sino insistir que esta decisión traerá consecuencias que deben enfrentarse también desde el punto de vista económico, laboral y estratégico.
La sociedad pública Navantia, encargada de la construcción naval civil y militar, ha entregado su quinta corbeta a Arabia Saudí. Sus astilleros se sitúan en la bahía de Cádiz, zona que ha vivido una fuerte y exitosa protesta laboral por parte de los trabajadores de las empresas subcontratadas por sus bajos salarios. En todo caso una zona con altos niveles de paro que sufrió especialmente las reconversiones industriales. ¿Es Arabia Saudí un país en el que los derechos humanos son papel mojado para las minorías religiosas, sexuales y las mujeres? Sin duda. Pero si las protestas de hace unos años hubieran conseguido rescindir el contrato con los saudíes, la situación laboral en la bahía de Cádiz sería aún más preocupante. Una nueva contradicción entre lo que muchos deseaban, con razones más que lícitas, y las consecuencias de emancipar las razones de una realidad para la que tampoco hay planes de cambio. ¿Se podían haber buscado otros compradores teniendo en cuenta los vetos de EEUU y la posición de España en la esfera internacional?
La propia Unión Europea se ve envuelta en un constante conflicto migratorio que procede originariamente de zonas que sufren o han sufrido conflictos armados como Irak, Siria o Libia. Algunos de sus países miembros, la propia Alianza Atlántica, paralela y cada vez más contradictoria con la Unión, participaron en esos conflictos contra los Gobiernos que mantenían la estabilidad en Medio Oriente, acusados a su vez de no respetar los derechos humanos, unos que han sido conculcados sin remisión una vez que han empezado las guerras. Quien tomó aquellas decisiones de intervención directa o apoyo encubierto, ¿tuvo en cuenta las consecuencias posteriores aunque fuera egoístamente, más allá de las propias vidas de los ciudadanos de oriente medio, es decir, el aumento del terrorismo, las crisis migratorias y el efecto que estos fenómenos iban a tener en el ascenso de la ultraderecha? Como se podía hacer nadie pensó en si se debía llevar a cabo.
Algunos ejemplos que se repiten constantemente y que tienen, de una u otra forma, nexos comunes en los problemas realmente existentes como la energía y la necesaria transición verde, que afectan a su vez a la estabilidad de relaciones internacionales o de las nacionales, con campos en entredicho como el empleo, la seguridad y la disparidad económica territorial. Problemas interrelacionados que requieren de soluciones con sus pros y sus contras pero que, y aquí viene lo esencial, no son abordables desde una óptica única y entendiendo que raramente van a tener una solución totalmente satisfactoria. No es abandonarse al fatalismo de lo real, es asumir que sin entender la cruda complejidad de nuestro mundo es imposible trazar planes para mejorarlo, más allá de campañas de comunicación que oculten aquello que nos desagrada.
Se toman decisiones sin contar con esta complejidad y obviando que el mercado va a tener un efecto, a menudo indeseable, que descompensará los objetivos declarados de los fines reales. Después, cuando suceda el conflicto, una parte de la opinión pública, minoritaria e hiperinformada, los tratará también desde una óptica reducida. Su solución, al final, no dependerá de encontrar una salida realmente equilibrada entre principios y posibilidades, sino de cuál de las campañas de comunicación sea más exitosa para llegar al resto de la ciudadanía, que tomará partido sin conocer demasiado bien lo que está en juego por la naturaleza fragmentaria de la información.
El problema es que nadie con una cierta capacidad de decisión les va a contar esta perversa dinámica, entre otras cosas porque si lo hiciera ustedes dejarían de votarle y de confiar en él. Queremos comer sin engordar, amar sin contrapartidas y experimentar aventuras sin riesgo. Queremos líderes infalibles pero a la vez cercanos. Queremos vivir en sociedades cada vez más prósperas y seguras sin tener en cuenta ni las malas decisiones ni las contradicciones que las decisiones disponibles permiten. Queremos un mundo justo y democrático asumiendo que los derechos acaban en nuestras fronteras. Queremos que nos traten como adultos pero entendemos las relación entre causas y consecuencias como niños. Queremos dinosaurios simpáticos y sin dientes. Y todo, ya es hora de decirlo, no puede ser.
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