En la víspera de Nochebuena, tras largos meses de negociaciones, se ha anunciado un acuerdo para una nueva legislación laboral en España, que sustituya a la vigente desde la reforma del año 2012 impulsada por el Gobierno de Rajoy en los momentos más duros de la Gran Recesión. Haciendo memoria aquel fue un año de una conflictividad social durísima, con 26.000 millones de euros en recortes, el derrumbe de Bankia, el rescate condicionado de la UE y dos huelgas generales, que junto con centenares de protestas, contestaron desde la calle y el mundo del trabajo a la política austeritaria y regresiva del Gobierno de la derecha. Una década después se produce un importante cambio de rumbo.
Esta reforma es la primera pactada desde el año 2006 entre el Gobierno y los agentes sociales, incluyendo a los dos grandes sindicatos, CCOO y UGT y también a la CEOE, la organización de empresarios. La ya citada del 2012, junto a las del 2010 y 2002, dejaron fuera a los sindicatos. En esta ocasión, con el Gobierno de coalición progresista representado en la cartera de Trabajo por Yolanda Díaz, se esperaba que los empresarios no firmaran el acuerdo. No sólo porque fuera el primero en décadas notablemente favorable a la clase trabajadora, sino porque la derecha política ha presionado hasta el último momento para descabalgar a los empresarios.
De hecho, la patronal agrícola, automovilística y la madrileña y catalana se han abstenido en su votación interna aunque al final hayan triunfado las tesis posibilistas. La primera lectura es que es un triunfo político para el Gobierno, pero sobre todo un varapalo para el PP y Vox, que se quedan sin su principal argumento para desdeñar esta nueva legislación laboral: el discurso extremista que pretende ilegitimar a la izquierda se queda en fuera de juego con el calado de este acuerdo. Lo sustancial es que una vez que la CEOE ha sido consciente del cambio de rumbo ha tenido que decidir si quedarse al margen, no sólo de esta reforma sino de un proceso de cambio que puede echar raíces en esta década en Europa. Hay determinadas fotos en las que la historia penaliza duramente las ausencias.
Pero, ¿qué hay de sustancial en esta nueva legislación? Pues fundamentalmente la recuperación de la negociación colectiva mediante los sindicatos como pilar de las relaciones laborales, una que había quedado dañada desde la anterior reforma. Hasta el momento los convenios de empresa se imponían sobre los sectoriales, tirando siempre a la baja salarios y jornadas, elementos en los que ahora primará el acuerdo general. Además se recupera la ultractividad, es decir, que los convenios sigan siendo válidos aunque finalice su tiempo de vigencia. Por otro lado, se pone coto a la subcontratación precaria al obligar a que esta se rija por el convenio de la actividad desarrollada.
La importancia de recuperar para los convenios colectivos sectoriales la exclusividad del salario y la jornada es una mejora potencial de las condiciones de trabajo, ya que en los grandes acuerdos sectoriales los sindicatos tienen mayor capacidad de presión que asumiendo las batallas por separado, de empresa en empresa. No se verán obligados a negociar a la baja ni a partir de cero cuando el convenio finalice. Pero además de estas cuestiones, se recupera la idea de lo laboral como un bien colectivo, no como materia a libre disposición del empresariado para depreciarlo. En 2012 hubo la intencionalidad política de, tomando como coartada a la crisis, reducir el poder de los sindicatos y los trabajadores.
El otro gran pilar de esta nueva reforma es la lucha contra la temporalidad, un problema endémico del país donde las sucesivas nuevas leyes, que se solían basar tan sólo en incentivos fiscales para los empresarios, no han dado resultados. Se elimina el contrato por obra o servicio, considerando por norma general todos por tiempo indefinido. Excepto aquellos que se acojan a sustituciones o circunstancias de la producción, debiendo justificar la causa de su temporalidad y bajando su máxima duración de los cuatro años actuales a los seis meses prorrogables hasta doce mediante convenio. Los trabajadores temporales pasarán a ser fijos si no se cumplen las circunstancias que establece la ley.
Y es aquí donde entra en juego la inspección de Trabajo del ministerio, departamento que en los años que llevamos de legislatura, y con la antigua reforma, había conseguido transformar 345.000 puestos temporales en indefinidos, no sólo con la presencia física de inspectores, sino mediante técnicas de inteligencia artificial que vigilarán que los contratos se adecuen a lo establecido por la ley. En lo que queda de legislatura es posible que el vuelco sea aún mayor con la nueva reforma. La clave, como en el anterior apartado, es entender que además de los resultados se varía el modelo, de uno donde primaba la incertidumbre a uno donde se busca la estabilidad.
¿Cuál es el aspecto que ha quedado pendiente de esta reforma? Sin duda la vuelta a los 45 días de indemnización por año trabajado, actualmente en 33 para todos los contratos posteriores al 2012. La CEOE se cerró en banda desde el principio a variar esta cantidad, los sindicatos entendieron que en la actual situación pandémica, donde movilizaciones masivas son difíciles de llevar a cabo, iba a ser difícil arrancar este aspecto. Pero también, y sobre esto las lecturas más superficiales no han insistido, que el aumento del SMI y la mayor duración de los contratos encarecerán el despido evitando que sea la principal manera de abaratar costes. O cómo ceder para lograr acuerdos estables, pero a la vez avanzar en lo que pretendes de otras maneras.
Además, la otra medida que incluye la nueva legislación es el sistema Red, es decir, la adecuación de los exitosos ERTE a un futuro contexto sin pandemia, una herramienta que como ya se ha demostrado frena los despidos. Reducir casi dos años de negociación, con el factor de desestabilización del coronavirus, a un fracaso por este hecho, más allá, quedar atrapados en la trampa retórica de si esto es o no una derogación de la antigua reforma, es no entender ni el calado de la misma, ni en qué circunstancias se ha producido, ni en qué consiste una negociación con el poder económico del país. Pero sobre todo no entender el giro que supone respecto a la inercia neoliberal desde al menos las crisis industriales de los años 90. Confundir avances y retrocesos al no obtener tus posiciones de partida en una negociación sólo conduce al derrotismo.
Este acuerdo aún tiene que llevarse al Congreso para su aprobación. Y ahí, además de PSOE y UP, entrarán en juego los votos de PNV y Bildu, cercanos a los sindicatos ELA y LAB, así como los de ERC, de gran influencia en la UGT de Cataluña. Se espera que sus enmiendas sean al alza, estando, a pesar de las lógicas declaraciones distanciándose del acuerdo, avanzadas las negociaciones para incluir sus propuestas. La soledad de la derecha va a ser palpable, al tener que votar en contra una reforma que, además de contar con la firma del empresariado, está despertando una notable expectación. Los ultras, por su parte, como ya han ensayado en el conflicto de Cádiz, es probable que adopten un populismo obrerista que las posiciones derrotistas les pondrán en bandeja.
La cuestión fundamental no será el debate digital, cargado de trampas y elipsis, tampoco ni siquiera el debate parlamentario, mucho menos los comentarios en prensa al respecto. Todo eso será importante porque configura una primera impresión de la reforma en la que se cruzan todo tipo de intereses para minusvalorarla. La cuestión esencial de la nueva legislación laboral será si consigue cumplir sus dos objetivos prioritarios, mejorar las condiciones y otorgar certezas en el trabajo, algo que constituye una parte central en la vida de las personas. Si ahí funciona no sólo será un tanto para sus impulsores, será la constatación de que se abre una tendencia económica que contesta al neoliberalismo con hechos: demasiadas décadas reduciendo el interés general a los intereses de las grandes empresas.
Si los empresarios e incluso la parte socioliberal del PSOE han firmado este pacto es porque entienden que puede ser un bálsamo para la paz social. Si los sindicatos y UP lo avalan es porque se amplían las posibilidades reales de que los derechos se hagan efectivos, también porque abre el camino a mejoras sustanciales mediante la movilización. Si todos estos sectores lo han hecho suyo es porque la reforma era una pieza clave para recibir 15-000 millones de fondos Next Generation. En toda negociación, por definición, hay cesiones. En esta las que han arrancado los sindicatos decantan la balanza hacia los trabajadores por la potencialidad de las mejoras: se trata de ver dónde puedes llegar, pero también de la posición de donde partes.
Esta reforma es el producto de aquellos que la han negociado, con caras visibles cuyo capital político puede aumentar en la decidida apuesta. Pero, más allá, es el resultado de una década de lucha, de ciudadanos anónimos, de sindicalistas sobre los que pesó pena de cárcel. Esta reforma no es el mal menor, ni siquiera lo mejor que se podía conseguir, es una vuelta a aquello que nunca se debía haber abandonado: el trabajo como un bien estratégico nacional y un valor que pertenece a la sociedad, no sólo a quien puede pagarlo.