En 1903 se estrenó Asalto y robo de un tren en Estados Unidos, un cortometraje mudo que resultó relevante por ser una de las primeras películas en utilizar diferentes técnicas de montaje para mostrar dos escenas de acción simultánea en diferentes ubicaciones. También por estar considerada como uno de los primeros trabajos en que se manifestaron dos géneros como el de acción y western tan propios de la cultura norteamericana. Acción como vía alternativa al drama clásico a la hora de resolver el conflicto, western como épica fundacional de la nación del individualismo. No es casual que el ferrocarril fuera el elemento elegido para vehicular la trama, símbolo de progreso industrial, de colonización explosiva, pero también de disputa feroz por acaparar los beneficios de la nueva era.
Catorce de enero de 2022, John Schreiber, un fotoperiodista de la CBS, publica en su cuenta de Twitter unos vídeos que toman una relevancia notable en apenas unas horas. En ellos se ve un tren de mercancías avanzando despacio, con gravedad de toneladas de carga, por unas vías enclaustradas en un entorno urbano. A su alrededor, hasta donde alcanza el objetivo, el suelo está tapizado de restos de paquetería, miles de cajas de cartón y envases de plástico desperdigados a lo largo del trazado, dando a la escena el tono al momento posterior a una catástrofe. Schreiber es oriundo del medio oeste, cree haber visto antes aquella escena: "parecía que un tornado había golpeado un almacén y acababa de vomitar escombros por todas partes". ¿Qué es lo que ha sucedido?
Esas vías del tren no se ubicaban en algún Estado del corredor de los tornados como Kansas y Nebraska, sino en la soleada California, concretamente en Lincoln Heights, un vecindario periférico de la ciudad de Los Ángeles. La desolación no había sido provocada por un desastre natural, sino sencillamente por los robos, el saqueo continuado a los trenes de mercancías que transitan ese trazado desde los cercanos puertos de Terminal Island y Long Beach, situados a 30 kilómetros del centro de la ciudad, por los que entran al país el 40% de las importaciones marítimas, bienes que son distribuidos al resto de Estados Unidos tras pasar por la estación intermodal, pero que hasta ese punto van aún en los grandes contenedores metálicos que han sido descargados de los barcos directamente a espaldas del tren.
El detalle de logística no es menor para la historia que nos ocupa. Esos contenedores que son asaltados constituyen una auténtica sorpresa para los saqueadores, ya que la mayoría ni siquiera lleva una carga homogénea, del todo imposible de identificar desde fuera. "Todo viene en el tren" dice uno de los ladrones, de 37 años, entrevistado por el LA Times, "teléfonos móviles, ropa de diseño, juguetes, cortadoras de césped, equipos eléctricos. Una vez encontré un brazo robótico. Sacamos cosas de aquí y de allá, ganamos algo de dinero revendiéndolo". Los trenes reducen su velocidad en el tramo de Lincoln Heights, incluso quedan detenidos durante un tiempo por el flujo desigual tras el colapso de los puertos en estos meses. Los ladrones aprovechan la ocasión. Uno de cada cuatro vagones llega a las instalaciones de reparto con los contenedores esquilmados.
Tras el salto a la actualidad, los medios han publicado una carta que la compañía Union Pacific, propietaria del trazado férreo, mandó a George Gascón, fiscal del Distrito, a finales de diciembre. En ella denunciaban que se había producido un aumento dramático de estos asaltos a los trenes de mercancías. Según la compañía en hasta un 160% en el condado de Los Ángeles, resultando afectadas empresas de distribución como UPS, Amazon o FedEx. Más de 90 contenedores asaltados al día. Más allá de las cifras, las propias imágenes eran reveladoras, mostrando un panorama de pillaje en el que la policía privada ferroviaria, más las fuerzas del orden públicas, se han visto incapaces de garantizar la seguridad del trazado. En uno de los vídeos, un uniformado corre sin ganas detrás de dos personas que huyen llevándose dos paquetes.
Parece tratarse de bandas de asaltantes, pero también de otros muchos que, una vez abiertos los contenedores, se lanzan al pillaje. En el suelo cajas de mascarillas y test PCR descartados como botín quedan abandonados. En una entrevista en la radio pública preguntan a Schreiber, el fotógrafo que ha dado a conocer el asunto, si sabe qué es lo que ha provocado esta situación: "me lo puedo imaginar. Hay mucha gente sufriendo en este momento". En el resto de medios el tratamiento de la noticia no va más allá de mostrar las imágenes del caos acompañadas de titulares llamativos que pretenden retrotraernos a la época de los asaltos a trenes del western. También a la lucha entre la Union Pacific y el fiscal del distrito, a quien las compañías, usando un lenguaje diplomáticamente empresarial, consideran laxo con el crimen. Sin mano dura, los delincuentes se sublevan.
Ya en febrero del pasado año, Joe Busciano, un concejal de la ciudad de Los Ángeles, culpó a los campamentos de vagabundos de la degradación en los entornos ferroviarios, óptimos para que estas personas montaran sus infraviviendas debajo de puentes y otras arquitecturas industriales. Nadie parece destacar que en la mayor ciudad de California las estadísticas oficiales nos hablan de un millón y medio de pobres absolutos sobre una población total de casi diez millones de personas. Las zonas grises no aparecen, todos aquellos que aún teniendo trabajo e ingresos son incapaces de llevar una vida normalizada por la carestía de los bienes básicos como la vivienda. En 2018, el reportaje documental Skid Row, infierno en el primer mundo, de Helena Villar, corresponsal de RT en Estados Unidos, mostró los campamentos de la pobreza en el propio centro de Los Ángeles.
Las importaciones estadounidenses, la mayoría provenientes de Asia, ascienden a más de 500 mil millones de dólares. El comercio electrónico ha disparado la compra de todo tipo de bienes que necesitan de una tupida red de infraestructuras para ser distribuidos. Algo que no sucede con el dinero. Millones de personas en Estados Unidos han quedado fuera de la producción, también del trabajo de transporte y por supuesto de la adquisición de estos productos. Miles de millones de dólares atravesando barrios como Lincoln Heights, Wilmington o El Serno, vías fortificadas con altas vallas coronadas por alambre de espino, cientos de uniformados armados vigilando el trasiego de las mercancías: una guerra preventiva para que los que han quedado fuera del gran negocio ni se acerquen al mismo.
Hasta que estallan episodios como el de la semana pasada. La respuesta no será aumentar las redes públicas de protección social, corregir la desigualdad, mejorar las condiciones de trabajo para acabar con la pobreza laboral. Repartir empleo y riqueza para lograr estabilidad. La respuesta será construir más vallas y contratar más agentes armados, única oportunidad de empleo para los dormitorios del pueblo: disparar a sus vecinos.