Miércoles 26 de enero. Nayib Bukele, presidente de El Salvador, sube a su cuenta de Twitter un meme de Los Simpson para responder a la exigencia del FMI de eliminar el bitcóin como moneda de curso legal en su país. Cuando leo la noticia en este mismo medio lo primero que pienso es que demasiadas cosas están empezando a fallar a la vez. No concretamente con este mandatario y en este país centroamericano, sino en la propuesta de sociedad que se empieza a intuir en la tercera década del siglo XXI. Algo que podríamos describir con una idea tan directa como sencilla: cómo la industria tecnológica californiana desmembró el mundo. Para llegar de la anécdota a la conclusión, acompáñenme en este fascinante viaje.
Como ya nos explicaron en Ahí les va, la administración Bukele, que da la sensación de ser un ente unipersonal, decidió de forma súbita y opaca aprobar en septiembre de 2021 la adaptación de la criptodivisa bitcoin como moneda de curso legal para El Salvador, convirtiéndolo en el primer país del mundo en llevar a cabo esta maniobra monetaria. Es decir, permitir pagar en comercios, cancelar deudas y fijar precios con la criptomoneda, incluso obligar a los trabajadores a aceptar sus sueldos en bitcoin, que acompañará al dólar como alternativa. Las razones de Bukele son atraer a los inversores y aprovechar mejor las divisas remitidas por los emigrantes salvadoreños en Estados Unidos, cantidad que asciende al 20% del PIB. Por detrás se abre la puerta a convertir el país en un paraíso fiscal indicado especialmente por las características del bitcoin para el lavado de dinero negro.
La maniobra monetaria ha venido acompañada en estos meses de una fastuosa campaña de publicidad, donde Bukele se ha enfundado el traje de maestro de ceremonias, uno a medias entre el conferenciante TED y el vendedor de coches usados en Las Vegas, prometiendo incluso la construcción de una ciudad bitcoin. Sin embargo, el experimento no ha empezado con buen pie su andadura. La razón es que el desplome del bitcoin, un 10% de su valor la pasada semana, ha hecho perder a El Salvador una cantidad estimada en torno a los 22 millones de dólares. De ahí que el Fondo Monetario Internacional haya manifestado su preocupación por confiar en una criptodivisa, de naturaleza tan inestable, para situarla como moneda de curso legal.
Suponemos que tras la desastrosa operación lo normal es que Bukele hubiera dado explicaciones en el Parlamento, no que se hubiera despachado vía Twitter para intentar zanjar el asunto, uno que perjudica a una población salvadoreña que en su gran mayoría no puede acceder a la criptomoneda ni por capacidad adquisitiva ni por carestía de medios tecnológicos. Pero estamos en el año 2022, donde lo normal empieza a ser una excepción. Este episodio nos resume varios elementos inquietantes: cómo los procedimientos democráticos son sustituidos por el populismo digital; cómo este populismo se ve acompañado de una cultura de exaltación del triunfo individualista tan falsa como errónea; cómo este escenario gira en torno a los nuevos métodos de especulación financiera; y cómo las instituciones internacionales, como el FMI, que durante las últimas décadas promocionaron el neoliberalismo, son incapaces ahora de controlar su último y más demente resultado. Algo se ha roto y a ver quién lo arregla ahora.
Cuando hace década y media se empezó a implementar la web 2.0 nadie podía anticipar los resultados desastrosos que tendría para la democracia en todo el mundo. La idea era sencilla, transformar una web plana, de emisor y receptor definidos, en un entorno donde fuera el usuario quien lo construyera constantemente, mediante la interacción con otras personas a la vez que añadía su propio contenido. ¿Cuál era el motivo para este cambio? La rentabilidad. Se pasó de que la web albergara simples anuncios, como cartelería publicitaria situada a los lados de una autopista, a poder conocer al usuario mediante sus interacciones y gustos, es decir, obtener una ingente cantidad de datos a través de esa interacción. Datos valiosísimos ya que las empresas podrían conocer primero y moldear después a un consumidor que era inconsciente del juego en el que participaba.
¿Cómo millones de personas en todo el mundo empezaron a trabajar gratis para estas empresas de extracción masiva de datos? Llamándolas redes sociales, que situarían no sólo a ese usuario con otros de su afinidad, sino que le proporcionarían la recompensa psicológica del reconocimiento: millones de perros de Pavlov en busca del "me gusta" como galletita. ¿Cuál fue la lectura que a mitad de la década pasada se hizo de la web 2.0? Si valía para conocer e inducir a los consumidores, de la misma manera valdría para conocer e inducir a los votantes, con propuestas diáfanas, pero también con todo tipo de mentiras, ardides y engaños. El Brexit y Trump fueron sus primeros resultados, unos indisolubles de la entrada mundial en funcionamiento de Facebook en 2006.
Este populismo digital, la vertiente política, necesitaba de un armazón cultural para desarrollarse como un proyecto ideológico, sino definido, sí reconocible. Es cierto que las redes sociales tuvieron una importancia notable en los movimientos de protesta contra la gran recesión de 2008. Tanto como que la propia evolución de esta forma de entender Internet llevó a la web 2.0 a buscar herramientas para que el usuario pasara más tiempo conectado, lo que supuso desarrollar contenedores de contenido más breve y fraccionado: frente a una interacción concreta y con un objetivo único, algo que siempre tiene un final, se pasó a la cascada constante de pequeñas píldoras sin fin ni coherencia. Lo que alrededor de 2011 podía aún valer como un cierto foro de debate público, en esta tercera década se ha vuelto óptimo para generar sesgos, prejuicios y desconcierto.
Todo este armazón cultural del fraccionamiento y desorden se ha ido llenado con una semiótica indigente de memes con los que difícilmente se pueden transmitir ideas complejas, necesarias para la crítica, pero sí lugares comunes prestos a generar comunidad señalando a un enemigo, crear ideas basadas en falsedades o campañas de desprestigio usadas ya, indistintamente, del color político. En el ejemplo con el que hemos iniciado el artículo lo observamos a la perfección: frente a un hecho cierto, una operación económica lamentable, su responsable no da una explicación, aun de parte e interesada, simplemente contesta con una imagen descontextualizada que vale para expresar un sentimiento más que una idea y que es celebrada por miles de personas como válida por su capacidad de ocurrencia.
La pandemia parece que ha potenciado esta dinámica digital. Pasar más tiempo en casa, aislados y con el móvil en la mano nos ha hecho consumir aún más horas de redes sociales y vídeo digital en directo, uno de escasa calidad en forma y contenido, pero que enlaza con los usuarios por la cercanía: a falta de amigos reales pasamos horas contemplando a amigos imaginarios con los que pretendemos identificarnos. Los streamers, evolución coronavírica del youtuber, precarizan aún más el mensaje y la estética visual, pero aportan el elemento de lo inesperado, bien comentando la partida a un videojuego, bien metiendo por medio todo tipo de opiniones perentorias sobre impuestos, política internacional o machismo. La rápida monetización de los primeros pioneros les crea una imagen de triunfadores que explotan, a menudo desde una escenografía falsa, como individuos triunfantes en lo económico y lo sexual, algo de rápida conexión con los jóvenes que, ausentes de un hilo con la cultura del siglo XX, desarrollan su ideología, sentimentalidad y afinidades en base a este escenario.
¿Qué hacía falta para acabar de completar la ecuación? Una propuesta económica acorde: la especulación mediante los sistemas de encriptación, la transformación del juego bursátil en algo aún más caótico y brutal. Las criptomonedas, pese a su nombre y pretensión, no tienen que ver con el concepto de moneda clásica, sino con bienes que pretendidamente escasos aumentan exponencialmente su valor mediante la especulación. Son la evolución natural de la economía financiera neoliberal a un estado pornográfico, donde ya no se busca el asiento o la correspondencia con un bien real. No hablamos de acciones de una empresa, de una moneda respaldada por la riqueza productiva de un Estado, ni siquiera de paquetes de activos que se referencian lejanamente en un fondo de pensiones o el mercado inmobiliario, sino de una virtualidad digital cuya única capacidad es poder asegurar su propiedad y transacción mediante un sistema sincronizado.
Un sistema ineficiente en lo energético, ya que estas transacciones encriptadas requieren de una capacidad de procesamiento de datos ingente; altamente concentrado, el 1% de los usuarios realizan el 60% de las operaciones; enormemente opaco, ya que conocemos la operación pero nunca al operador, lo que lo hace óptimo para el blanqueo de capitales procedentes de lugares tan poco recomendables como el narcotráfico; y sin ningún beneficio social, ya que no produce nada, tan sólo especula, y está pensado por su descentralización para la evasión fiscal. No es que al FMI, institución de raigambre neoliberal, le preocupen las criptomonedas por estos parámetros, es que ve que son una manifestación tan incontrolable que su extensión y uso hace inestable al resto del sistema financiero.
Los NFT, los bienes digitales no tangibles, son el acompañamiento a este mercado como el mundo del arte lo es para los inversores a la bolsa. Salvo que, en una pirueta absolutamente demencial, el arte aquí se ha convertido en cualquier contenido digital, en una impúdica admisión de que lo que importa no es el objeto sobre el que se vuelva la especulación sino la especulación en sí misma. Es decir, que ese meme, una imagen con extensión jpeg, que se encuentra replicado millones de veces por toda la red, pasa a tener un valor con el que especular una vez que se establece un certificado de supuesta autenticidad, propiedad y naturaleza única. Es la elevación al absurdo de especular con paquetes de deuda hipotecaria, pero funciona, hasta que, como en 2008, se pinche la burbuja y deje de hacerlo.
Asistimos no sólo a una gigantesca operación especulativa, cuya única separación del fraude es la confianza de sus usuarios en la nada más absoluta, sino al complemento perfecto de todo el aparato político y cultural de lo digital. Ante una crisis pandémica sin precedentes, donde la economía real importó más que nunca, donde estamos comprobando la fragilidad de las cadenas de suministro, donde llegamos a ver pirateo aéreo entre países para apropiarse de los recursos sanitarios, el capitalismo ha reaccionado poniéndose a especular con memes de gatos, donde las redes sociales y los servicios de vídeo en directo sirven para replicar la fantasía y donde la cultura digital imperante del éxito individualista sirve de aliciente para que millones de incautos piensen que han encontrado el nuevo dorado. Es tan dramático como desesperante. Son los efectos de una tecnología que prometiendo en los noventa una revolución sin precedentes no ha fallado en sus vaticinios.
No ha sido la revolución del conocimiento. Está siendo una revolución que pone en peligro la democracia, la economía, la cultura y nuestra propia conciencia como seres humanos. Seguramente nunca fue el objetivo de los simpáticos informáticos, la mayoría ex-hippies, que fundaron la industria tecnológica californiana. Seguramente ninguno de ellos tuvo en cuenta la magnitud potencial de lo que se avecinaba, sólo si podían llevarlo a cabo.