Qué nos explica el debate en torno a la reforma laboral en España sobre la izquierda
La aprobación en el Congreso de la reforma laboral, una de las leyes más importantes de la legislatura en España, fue por la mínima y de la manera más inesperada. Dos diputados de un pequeño partido regionalista navarro habían comprometido su voto favorable pero, de forma sorpresiva y alevosa, cambiaron el sentido del mismo, para de esta manera pillar desprevenido al Gobierno y evitar que se aprobara la nueva legislación laboral. Los aplausos de las derechas de la Cámara, con especial profusión de saludos del diputado ultra Espinosa de los Monteros a los tránsfugas, señalaron que aquello era un plan que trascendía la decisión individual de los dos traidores: el entusiasmo desmedido es mal compañero de la coartada.
Sin embargo, aquel momento de celebración se truncó en decepción para las derechas: un diputado del Partido Popular, errando su voto digital, dio la victoria al Gobierno en la aprobación de la reforma. Lo que vino a continuación, cómo el PP trató de deslegitimar al sistema de voto telemático del Congreso, que permite a los diputados votar aun no estando presentes en el hemiciclo, fue tan vergonzoso como arriesgado: nunca en España se había llegado a tal nivel de desprestigio de los procedimientos institucionales, además con el único objetivo de tapar la operación fracasada de los tránsfugas. Otro episodio donde las derechas de este país se asemejan al trumpismo –stop the count– o peor, a esa genética ideológica a la que sólo le vale la democracia liberal cuando le favorece: mentiras, intoxicación y maniobras sombrías, aroma a los años treinta.
La protagonista de este artículo, por contra, no es la derecha, ni siquiera la reforma laboral, una que apuesta por la contratación estable, que reforzará la negociación colectiva y que adaptará el sistema de protección frente a los despidos. La protagonista de este artículo será la izquierda que, en el debate en torno a la nueva legislación laboral, se ha enfrentado en facciones cuyos intereses trascienden la propia norma. El tema no es menor y pone sobre la mesa una preocupante falta de capacidad de lectura del momento, uno crucial para enfrentar los años decisivos que tenemos por delante: quien no entienda el trabajo como un bien estratégico nacional no está capacitado para liderar ningún proceso, ni político, ni de clase.
La falta de apoyo de los grupos de la izquierda nacionalista vasca y catalana, si quieren, es lo que menos nos debería sorprender. En el caso de EH Bildu se defendían los intereses particulares de los sindicatos vascos a la hora de negociar los convenios provinciales para que quedaran por encima de los sectoriales. En el caso de ERC, cuyas bases y simpatizantes se articulan mayoritariamente en las federaciones catalanas de los sindicatos nacionales, hay que tener también en cuenta su relación con el pequeño y mediano empresariado catalán, que miraba a la reforma con suspicacia. En todo caso, respecto a ambas opciones, sería pueril no tener en cuenta que a ninguna le interesa una izquierda española demasiado fuerte que pueda restarles apoyos en sus territorios. Una vez que Yolanda Díaz se ha perfilado como la líder de este espacio, su tiempo de gracia se ha terminado.
Algo parecido a la tensión que el propio PSOE ha enfrentado, al necesitar que la reforma saliera adelante como condición para la entrega de fondos europeos, pero sin que Yolanda Díaz capitalizara totalmente el éxito. Por otro lado se ha buscado una nueva mayoría para sacar adelante la ley que se ha demostrado arriesgada: la derecha no va a hacer prisioneros ni va a permitir un juego variable de alianzas dentro de su espacio. Parece que en las últimas horas del miércoles, el presidente Sánchez habló con Andoni Ortuzar, el líder del PNV para lograr el apoyo en el último minuto de los nacionalistas vascos, pero la negativa de pleno de ERC frustró la operación. Puede que al PSOE le interesara abrir el campo de juego para no tener que contar únicamente con las fuerzas nacionalistas, puede que esos partidos, tanto como que a esos partidos les interesaba distanciarse del Gobierno: tanta escenografía ha estado a punto de hacer fracasar una ley que afecta directamente a millones de trabajadores. ¿Bloque de investidura plurinacional? Bloque de acuerdo a intereses puntuales, sin mayor pegamento ideológico que, quizás, cerrar el paso a la ultraderecha.
La reforma vino dada por la negociación durante más de un año entre sindicatos y organizaciones empresariales con la mediación de un ministerio de Trabajo cuya principal virtud ha sido volver a resultar relevante en la política española. Por el camino todas las partes han cedido. Lo cierto es que la norma resultante ha roto con una inercia neoliberal que tomaba cualquier reforma como un eufemismo para encubrir recortes a los trabajadores. No es que se presentara un acuerdo cerrado al Congreso, es que la naturaleza del texto permitía pocas adendas que no se hubieran tenido ya en cuenta en la mesa del diálogo social: una votación sin lucimiento de los grupos parlamentarios es siempre más difícil de sacar adelante.
Dentro de las filas del espacio de la propia Díaz, sin embargo, aunque no ha habido voces críticas, en público, el apoyo ha sido desigual: la inquietud de cómo se configurará la candidatura encabezada por la ministra se ha trasladado a la reforma. Que el mismo día de votación, las ministras Belarra y Montero, ambas de Podemos, celebraran un acto contra-programando el crucial debate parece de todo menos casual. Tanto como que Pablo Iglesias, ya de nuevo inmerso en sus proyectos mediáticos, mantuviera silencio en las primeras semanas del debate en torno a la reforma. La tensión con la que se arropó a Alberto Garzón en su polémica con las macrogranjas no se ha percibido a lo largo de este último mes para defender la nueva legislación laboral. Cuando deseas expresar algo sin que se note, todos los detalles cuentan.
De las organizaciones que conforman Unidas Podemos ha sido el Partido Comunista el que más esfuerzos ha hecho por sacar adelante la reforma. Su secretario general, Enrique Santiago, acompañó a Díaz en su infructuosa visita a Cataluña para arrancar el sí a ERC. Un apoyo que, sin embargo, ha sido desigual dentro del partido, pendiente de su congreso que se celebrará esta primavera. En el mejor de los casos, los críticos con la gestión de Santiago, han visto esta reforma como "la menos mala", en el peor han cargado con dureza contra la misma. Algo que se ha extendido a otros sectores de activistas y que se ha percibido en las redes sociales: durante este último mes se han ganado puntos de autenticidad izquierdista calificando la nueva legislación laboral de maquillaje y a sus artífices de poco menos que traidores.
La adjetivación exagerada se lleva mal con la realidad, sobre todo cuando esta se tensa. La derecha más inteligente y la izquierda más torpe coincidieron en afirmar que esta reforma era la misma que la del PP, ¿por qué entonces se ha llegado a recurrir al transfuguismo en el Congreso para pararla? ¿Por qué Casado y Abascal se han tomado tantas molestias para descarrilarla? Por un lado porque rompía, al contar con la firma de los empresarios, la narrativa catastrofista. Por otro lado, porque esos mismos empresarios llegaron rotos a las negociaciones finales y los sectores contrarios a la reforma han presionado para conseguir lo que no lograron dentro de la CEOE. Convendría algo de precisión a la hora de analizar los intereses, a veces contrapuestos, de las familias empresariales y financieras: por qué de un lado están Botín y Garamendi y de otro patronales como las agrarias y ganaderas. Cuestión que merece un artículo aparte, pero que se resume en que la pandemia, y la necesidad de estabilidad en la recuperación, no encajan con modelos empresariales basados en la especulación. Tampoco con el incendio que Casado y Abascal necesitan de cara a las próximas elecciones.
Los críticos de izquierda con la reforma argumentan que, después de una década tan agitada y combativa como la pasada, por qué hay que aceptar una reforma que no cambia todo. Argumento que se puede enunciar justo de la manera inversa: después de todo lo que pasamos, ¿cómo no coger con las dos manos estos logros, que no son punto y final, sino cambio de rumbo y oportunidad para un nuevo inicio? Sólo en enero la nueva legislación laboral ha batido récords de contratos indefinidos. Cuando las políticas laborales están funcionando, confundir un avance significativo con una derrota lo que le dice a la gente es que la movilización de los años precedentes no ha valido para nada.
Después de la pasada década, precisamente, la izquierda necesita resultados concretos: que sus políticas ejerzan cambios reales, que muestren la utilidad de lo que sucedió. Para lograr ampliar los estrechos límites de la política, se necesita movilización más allá de la política institucional. Pero esa movilización no va a llegar con derrotismo, ni con la promesa de que cediendo lo conseguido hoy, se conseguirá todo mañana. Sí, por contra, si se logran vincular las mejoras tangibles con la idea de que han llegado gracias a un tipo concreto de política laborista. Dotar de un marco de esperanza y cohesión a la izquierda social, pero hacerlo no con promesas sino con hechos: demasiados años de crisis y sobresaltos hacen más atractiva la estabilidad que la aventura.
Muchos de los críticos de izquierdas con la reforma han destacado también por oponerse al progresismo más escorado a las políticas identitarias en demérito de las laborales. Alguien debería recordarles que, hace diez años, quien mandaba en la indignación abjuraba de las clases sociales y consideraba a la izquierda centrada en el trabajo una antigualla a eliminar. Hoy, sin embargo, el trabajo vuelve a ser el centro del debate público, gracias, entre otras cosas, a esta reforma. No somos, precisamente, los que escribimos libros reclamando este nuevo escenario los que tenemos que enfrentar esa paradoja. Sí quienes reducen los intereses de clase a una identidad, el obrerismo, incapaz de ver la potencialidad que encierra este momento. A menudo, hacer bandera de una causa con gran entusiasmo te garantiza centrarte en el símbolo, no tener en cuenta las necesidades reales e inmediatas de a quien representa.
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