Juan Carlos de Borbón, Pablo Iglesias y los límites de los medios
España, finales de la década de los ochenta. Una carretera solitaria y mal iluminada del norte de Madrid, quizá ya lindando con las estribaciones de la sierra. Un coche ha sufrido una avería y permanece estacionado en uno de los arcenes, con el capó abierto. El conductor, a la espera de que pase algún vehículo, consulta un mapa intentando descifrar la distancia para ir andando al siguiente pueblo: los teléfonos móviles aún son ciencia ficción para la mayoría. De repente una luz en la distancia, una moto que llega a su altura y por suerte se detiene. El motorista, alto, se sube la visera, saluda y dice saber algo de mecánica, al conductor su voz le resulta extrañamente familiar. Al cabo de media hora ha conseguido arreglar la avería. Cuando el conductor estrecha su mano y puede ver sus ojos de cerca se ve arrebatado por la sorpresa: "Pero, usted, ¿usted es el Rey?" acierta a decir tartamudeando. El misterioso conductor se ríe bajo el casco: "Sí, es que uno también tiene derecho a sus escapadas. Pero no se lo diga a nadie".
En la España de la época todo el mundo tenía un amigo, que tenía un primo, que tenía un vecino que era el conductor que se había encontrado con el Rey en aquella carretera desierta. La historia, que no pasaba de ser más que una leyenda urbana, tenía sin embargo una lectura sociológica: el monarca representaba a alguien bien considerado que ayudaba al pueblo pero que, por contra, contaba con una vida secreta. Varias décadas después, seguramente cuando la vida personal de Juan Carlos empezó a resultar incontrolable y peligrosa para la estabilidad del país, sumido en una profunda crisis económica y de legitimidad institucional, el Rey fue obligado a abdicar en su hijo, no sin el empujón mediático que empezó a señalar lo que las leyendas urbanas nos habían adelantado años antes.
Lo cierto es que durante mucho tiempo existió una omertá en torno a las actividades de Juan Carlos al margen de su función como jefe de Estado. No sólo en cuanto a su vida personal, llena de relaciones con otras mujeres a pesar de su matrimonio con Sofía de Grecia, sino también en cuanto a sus actividades económicas como comisionista entre multinacionales españolas y terceros países. Si lo primero puede resultar indiferente, dejando al margen la imagen de una figura de primer orden que representaba a todo un país, empezó a resultar peligroso cuando las amantes pasaron a administrar fondos que pertenecían al monarca, como fue el caso de Corina Larsen. Los distintos escándalos de corrupción que han salpicado a la monarquía española contrastaban, en todo caso, con la imagen impoluta, brillante y cercana que los medios habían ofrecido sobre la familia real.
En el mundo de la prensa cualquier periodista conoce dónde están determinados límites sin que ninguno de sus jefes se lo haga saber. Por un lado existen reglas deontológicas, es decir, aquellas normas para el buen desarrollo de la profesión respetando una serie de líneas morales, como son el respeto a la intimidad personal y familiar. Por el otro, una serie de límites políticos y económicos no escritos, respecto a las presiones que estos poderes ejercen sobre la prensa. En el caso de las informaciones sobre la Corona, los límites tenían que ver con el segundo tipo. La monarquía fue intocable en cuanto a jefatura del Estado, aún teniendo conocimiento de que las actividades económicas de Juan Carlos no encajaban con sus atribuciones constitucionales como Rey. Sólo se empezaron a publicar escándalos cuando la situación se hizo insostenible. Hasta ese momento, los medios en España realizaron un trabajo cortesano más que uno informativo.
Sobre otras figuras públicas y políticos durante años se siguió la línea de no tratar nunca asuntos personales a no ser que hubieran resultado relevantes para algún delito. De vez en cuando conocíamos los líos amorosos de algún gran empresario en la prensa rosa. De vez en cuando surgían detalles escabrosos que se desprendían de las investigaciones por algún caso de corrupción. Determinados vídeos sexuales circularon vía cd grabado en los tiempos donde internet aún no estaba demasiado extendido, ningún medio se atrevió nunca a publicarlos. Existían una serie de líneas informativas que casi nunca se cruzaban. Tanto es así que a mediados de la década de los dos mil, cuando un exministro fue fotografiado por la calle llevando un tendedero para su piso de soltero tras su separación, el hecho dio pie a un encendido debate en torno a los límites y conveniencia de las imágenes.
De un lado las propias reglas de la profesión, del otro los intereses políticos y económicos, mantenían las facetas personales alejadas de la primera plana. Hasta que algo cambió en 2014 cuando apareció Podemos. Si los líderes del partido tomaron relevancia en los medios, cuando estos necesitaban de nuevos contertulios más a la izquierda en los peores años de la crisis, esos mismos medios emprendieron una cruzada en la que utilizaron toda su artillería para dañar la imagen de la nueva formación. La ecuación es fácil de entender. Los líderes de Podemos, antes de constituir un partido, otorgaban legitimidad con sus intervenciones a la televisión, que había quedado comprometida por su parcialidad al informar sobre los problemas sociales derivados de la crisis. Una vez que el partido obtuvo sus primeros éxitos electorales, los medios, especialmente los de la derecha, mantuvieron una posición ambivalente, ya que pensaron en la división del voto progresista. Cuando en enero de 2015 las encuestas les pronosticaron excelentes resultados se decidió que era hora de frenarlos.
En esta operación se utilizaron maneras lícitas dentro de lo comunicativo: líneas editoriales hostiles que seleccionaban las peores informaciones que afectaban a Podemos. También otras menos lícitas, forzando esas informaciones para dar una imagen negativa poco realista. El siguiente paso fue recurrir a las mentiras, incluso a las noticias fabricadas, con la connivencia entre algunos periodistas y determinados aparatos policiales, las llamadas cloacas. Decenas de falsos casos de corrupción que abrían portadas para ser desestimadas meses después por los jueces sin dar a la resolución la misma relevancia. A pesar de la gravedad de estos métodos, que comprometen la calidad democrática en España, las informaciones, falsas o ciertas, giraban dentro del campo de lo político. Pero hubo más.
Más porque esa línea infranqueable que nunca se había cruzado, la de la vida privada, se difuminó en el caso de Podemos, especialmente respecto al que fuera su líder y vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, y la actual ministra de Igualdad, Irene Montero, ambos pareja. Falsas informaciones y columnas de opinión tratando supuestas infidelidades y separaciones, persecución a los familiares, intentos de creación de escándalos sexuales interrogando a alumnas de la época en la que Iglesias fue profesor universitario, fotografías de momentos íntimos como sepelios o visitas al hospital y un sin fin de actitudes miserables, como el cerco continuado durante meses a la vivienda de los políticos por parte de grupos de ultraderechistas con reporteros que jaleaban el acoso.
El pasado miércoles comenzó el juicio contra uno de esos reporteros, Alejandro Entrambasaguas, de Ok Diario, el digital ultraderechista de Eduardo Inda, periodista estrella habitual de varias tertulias en televisión. La razón fue el acoso no ya a la pareja de políticos, sino a sus hijos, cuando eran bebés, a finales de 2019. Este periodista se dedicó durante más de un mes a hostigar a la cuidadora, incluso, según ha relatado la misma, a preguntar a otros niños de la zona y a los vecinos. Los escoltas han declarado en el juicio que vieron comprometida la seguridad de los pequeños. El reportero, que también está investigado por la policía boliviana por sus relaciones con el régimen golpista de Áñez, se enfrenta en este juicio a un delito que puede estar castigado con hasta dos años de cárcel.
La intención de estas maniobras de acoso no era obtener ninguna información relevante, ni siquiera la creación de la base para algún bulo, sino destruir en el ámbito personal a Montero e Iglesias para imposibilitar su labor política. Obviamente todos estos episodios no eran producto de la ambición profesional desmedida de algún periodista, sino que contaban con la suficiente coordinación, los medios materiales y la aquiescencia de los tabloides que los impulsaban y las televisiones que se hacían eco. La imagen de la pareja, más padres que políticos en el primer día de juicio, era bien diferente de la habitual. Acostumbrados a los debates tensos y al enfrentamiento dialéctico, esta vez, sin embargo, se intuía en sus miradas una sensación de tristeza y cansancio. Nadie está preparado para que ataquen a su familia
Algunos medios conservadores, aun lamentando lo sucedido, han recurrido a imágenes de la pasada década cuando, a raíz de las protestas sociales por la crisis, algún político de derechas enfrentó escraches en sus viviendas y algún episodio de acoso callejero que Iglesias, en su época mediática previa a su etapa política, calificó de "jarabe democrático". Más allá del debate sobre el uso de estas técnicas de protesta existen dos diferencias clave entre ambos episodios. La primera es que en la pasada década se trató de acciones casuales o puntuales, que no llegaron a sobrepasar nunca un par de jornadas. La segunda es que el actual acoso forma parte de una estrategia de desestabilización perfectamente medida que ha tratado de anular en su vida personal a los cargos del actual Gobierno, mientras que en la década pasada los escraches, aun considerándose un método ilícito, eran producto de los índices de paro, desahucios y represión policial. La solidaridad con excusas es tan sólo relaciones públicas.
En cualquier democracia los medios de comunicación deben tener clara su función de fiscalización del poder, tanto como los límites de su código profesional. También que esa capacidad de servir de contrapeso a la política y la economía se suele ver restringida precisamente por las presiones de estos ámbitos. Por sí solo el acoso a Iglesias y su familia ha traspasado todas las líneas deontológicas y de mero sentido común. Pero, que se haya dado en un país como España, donde gran parte de los medios que machacaron a Iglesias tuvieron una actitud cortesana con los desmanes del anterior jefe del Estado, Juan Carlos de Borbón, resulta aún más hipócrita y doloroso. De impío, al menos, que nunca te puedan acusar de cobarde.
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