¿Dónde están los hombres buenos?
Yo fui violada a los catorce años. No es algo que haya querido recordar. Es una memoria desagradable y molestosa. Él tenía 21 años. Era un conocido. Un amigo, pensaba yo. Pero, ¿qué hombre de 21 años es amigo de una niña de 14? Nunca conté a nadie sobre lo que sucedió en esos años, ni a mis padres ni a mis otros amigos. No sabía cómo interpretarlo ni explicarlo. No fue nada como de película o de un episodio de la Ley y el Orden. No utilizó armas más allá de su fuerza y cuerpo, y no fue violento en el sentido tradicional. No di mi consentimiento, pero tampoco resistí. Yo era gorda y muy insegura de mi cuerpo, y no había tenido otras experiencias con hombres. Pensaba tal vez que era así, tenía que ser así, como él quería y cuando él quería.
Luego no lo vi más. Me enteré años después de que se había muerto de una sobredosis de heroína. No sentí tristeza, sino que sentí rabia por no haberlo podido denunciar a tiempo. El 99 % de los violadores y abusadores sexuales nunca pagan por sus crímenes. Solamente en Estados Unidos, cada 98 segundos, alguien es víctima de la violencia sexual. Yo personalmente no conozco ni una sola mujer que no haya sido víctima de la violencia sexual. Mi madre fue abusada por su padrastro. Una de mis mejores amigas fue violada tres veces cuando era adolescente; la primera vez a los 14, como yo.
Diariamente muchas mujeres son víctimas del acoso sexual en sus lugares de trabajo. Sufrimos de la discriminación por género. Ganamos menos del 70 % de lo que ganan los hombres, a pesar de nuestras niveles de experiencia, educación y capacitación. En las calles somos perseguidas, gritadas, acosadas y asaltadas. Recuerdo una vez cuando vivía en Mérida, Venezuela, hace como veintipico años, e iba caminando a mi casa de noche. Un hombre joven venía hacia mí con su mano estrechada, como para golpearme. Intenté correr pero me agarró y metió su mano entre mis piernas. Yo le pegué y grité, y él siguió caminando. Solo me quería agarrar por la fuerza, y mostrarme que no era soberana.
No había cómo denunciarlo. Yo andaba sola, y de igual manera no hubiera pasado nada. Ni vi su cara, no sabía su nombre. Y así pasa con millones de mujeres todos los días en el mundo. Desconocidos nos agarran en la calle para adueñarse de nuestros cuerpos, aunque sea por unos segundos en la oscuridad de la noche. En la calle los hombres creen que las mujeres somos suyas. Y muchas veces en los hogares también.
Ni siquiera este trato termina cuando somos poderosas profesionales. Hace poco, en una reunión con un colega, con quien me llevaba bien profesionalmente pero nada más, metió su mano por mi vestido y agarró uno de mis senos. Así de atrevido y abusador. Yo estaba hablando por teléfono y no podía gritarle, solo pude quitar su mano de mi cuerpo y darle una mirada de muerte. Luego se disculpó, diciendo que no podía resistirse. Como si eso fuera una excusa aceptable.
Yo sé que las experiencias de muchas mujeres son mil veces peores que las mías. Y la gran mayoría nunca denuncia a sus abusadores. Esas mujeres nunca cuentan a nadie lo que les ha sucedido. Guardan silencio, porque se sienten avergonzadas. Y sienten que nadie las va a creer. Y si las creen, igual no pasará nada.
Hace poco las Naciones Unidas publicó un informe devastador. La región de mayor violencia sexual en el mundo es América Latina y el Caribe. El feminicidio –el asesinato de las mujeres por su género– está en un nivel alarmante. La región tiene las cifras más altas de violación contra las mujeres y las niñas. No existen suficientes leyes con contundencia en los países latinoamericanos y caribeños para garantizar justicia para las mujeres víctimas de la violencia sexual, y no hay suficiente reconocimiento a nivel cultural de este problema.
Esto tiene que cambiar
No todos los hombres son abusadores o depredadores. Lo sé. He conocido unos cuantos buenos, hombres de puro corazón y gentileza. Hombres que tratan bien a las mujeres, hombres que son verdaderos amigos y compañeros, caballeros sin ganas de dominar, violar o acosarnos. Pero no son suficientes. Son la minoría. Como madre soltera de un niño, mi tarea principal es criar un hombre bueno. Un hombre que respete a los demás, que trate bien a todos, sin discriminar. En mi caso, el problema no es lo que enseño a mi hijo en casa, es lo que aprende en el mundo.
El problema del acoso sexual y la discriminación contra las mujeres es amplia y profunda. Ahora, en Estados Unidos el tema está de moda. Y menos mal que es así, por fin. Casi todos los días están saliendo nuevas acusaciones y evidencias contra hombres de poder –celebridades, periodistas, políticos, figuras públicas, Donald Trump– que han abusado de las mujeres durante años, y con plena impunidad y protección de sus empleos y sus patrocinadores. Mientras, las mujeres han sido silenciadas, despedidas, aisladas y disminuidas. Por fin las denuncias se escuchan. Por fin nos están comenzando a creer. ¿Por fin tendremos justicia?
No es suficiente despedir a un hombre de su empleo, o hacerlo renunciar de su profesión por haber acosado a una(s) mujer(es). No es suficiente marcarlo como un depredador sexual. La cultura tiene que cambiar. La misoginia sistemática del modelo patriarcal tiene que ser erradicada. La educación contra la mentalidad patriarcal comienza en casa, pero la sociedad tiene la responsabilidad moral y ética de poner fin a esta plaga.
La verdadera igualdad y la justicia social no existirán hasta que yo pueda llevar pantalones y ganar igual que un hombre. Será cuando yo pueda caminar por la calle sin miedo de ser asaltada, violada o gritada por ser mujer.
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