Se cierra el año 2018 y Venezuela sigue en crisis. La inflación no deja de subir, el desabastecimiento de medicinas y productos de consumo persiste, las sanciones financieras y políticas desde Washington siguen asfixiando la economía y las diferencias y divisiones entre venezolanos parecen irreconciliables.
El próximo 10 de enero del 2019, Nicolás Maduro se juramentará como presidente para un nuevo período de seis años. Sin embargo, no han sido resueltas las tensiones y desacuerdos entre la oposición y el gobierno, y el futuro de la Asamblea Nacional, controlada por una mayoría debilitada y adversa al chavismo, está en duda. De hecho, la oposición no parece tener ningún liderazgo serio y creíble capaz de generar un nivel de apoyo suficientemente significativo para contrarrestar al Gobierno.
La disminuida confianza en las instituciones, la aparente inexistencia de independencia en los poderes del Estado y la falta de transparencia por parte del gobierno han impulsado una erosión de la democracia en el país. Los múltiples intentos de grupos anti-gubernamentales para derrocar y desestabilizar violentamente al Gobierno han generado más inestabilidad e incertidumbre. La administración de Trump está considerando seriamente la inclusión de Venezuela en la lista de 'Estados terroristas', lo cual intensificaría el ataque económico y político contra el país petrolero, y abriría la puerta a una intervención militar, con posibles consecuencias catastróficas.
El país que hace menos de una década era un modelo de justicia social con un gobierno del 'poder popular' parece haberse transformado en un estado caótico, inestable y retrógrado. Esa democracia participativa vibrante que inspiraba movimientos sociales por toda América Latina, Europa, África, Medio Oriente y hasta en EE.UU., parece ser una reliquia del pasado. La penetrante corrupción, visible en casi todas las instituciones del gobierno y el sector privado, ha vuelto y ha colapsado el funcionamiento cotidiano de la sociedad y el cumplimiento con los servicios básicos. Hablar de avances es fútil, porque lo único que parece avanzar es el deterioro del país.
La culpa de esta triste realidad no reside solamente en el gobierno, aunque éste tenga la responsabilidad de una gran parte del desastre que vive el país debido a su mala gestión y su mal manejo de la economía y la industria petrolera. También hay que tener en cuenta el papel de la dirigencia de la oposición, que ha hecho un 'lobby' fuerte y multimillonario en Washington durante años para apretar las sanciones contra Venezuela, con la intención de imposibilitar el funcionamiento del país y, como consecuencia, forzar un cambio de 'régimen'. Sus acciones han causado una implosión financiera y un bloqueo injustificable de productos básicos y necesidades humanitarias, como medicinas y equipos de emergencia.
Como ha publicado la prensa, varios casos judiciales que se desarrollan en Venezuela, España y EE.UU. involucran a altos funcionarios (o ex funcionarios) del gobierno de Maduro, así como a algunos que también estaban en funciones durante la gestión de Chávez —los casos vinculan además a empresarios—, que han robado miles de millones de dólares de la nación. Entre los procesados está Alejandro Andrade, quien abusó de la confianza de Chávez para enriquecerse y luego huyó a Miami, donde se enfrenta a la justicia estadounidense por delitos como lavado de dinero. Sobre personajes como él recae parte de la responsabilidad por el desplome económico de Venezuela y el subsecuente sufrimiento del pueblo venezolano.
La responsabilidad de la situación del país también está en el pueblo, que no ha mantenido una vigilancia independiente, crítica (constructivamente), constante y franca sobre el gobierno de Maduro. Muchos han caído en la trampa del Estado-paterno, depositando su confianza en quienes están en el poder y asumiendo que van a cumplir honestamente con sus funciones. Lamentablemente, el vicio de la corrupción y la enfermedad del poder se contagia rápidamente cuando la vigilancia, con un ojo crítico, no permanece como una sombra sobre el Estado.
El pueblo tiene el deber de asegurar que el Gobierno cumpla sus promesas y sus responsabilidades. Y el pueblo tiene que estar activamente trabajando en conjunto con el Estado para garantizar su funcionamiento y el cumplimiento con sus deberes. El 'poder popular' no significa votar y luego reposar hasta las próximas elecciones.
El poder en manos del pueblo significa que la responsabilidad más grande de la patria reside en la ciudadanía. Construir la patria es un trabajo a diario. Alcanzar su potencia máxima debe ser una aspiración que obliga al desarrollo de un modelo sostenible que garantice el bienestar del pueblo y la prosperidad justa para todos. Parece un sueño, pero eso era la Venezuela que estaba en marcha durante la Revolución Bolivariana liderada por Chávez. Es la Venezuela por la cual me apasioné y por la cual entregué mi vida durante más de una década.
Hugo Chávez no ganó la presidencia en 1998 por ser 'buenmozo'. Su victoria inesperada se fundamentó en la promesa de una Venezuela mejor. La erradicación de la pobreza, la eliminación de la penetrante y destructiva corrupción, la transformación de un modelo socio-económico moribundo en un Estado de justicia social y la construcción de una patria independiente, soberana, potenciada y unida. Esa era la plataforma planteada por él y su Revolución Bolivariana. Una promesa que estaba floreciendo durante su gestión, a pesar de los grandes obstáculos y las amenazas internas y externas: golpes de Estado, sabotaje económico, corrupción interna, ineficiencia y agresiones externas —diplomáticas, políticas y hasta militares— supusieron unas trabas que fueron superadas con éxito bajo el liderazgo de Chávez.
Creo que Hugo Chávez ha sido posiblemente el presidente más subestimado y sobreestimado de la historia.
Una revolución —o la transformación de un Estado— no puede depender de un solo hombre. El pueblo tiene que ser el motor y el conductor. Chávez fue subestimado por casi todo el mundo que no creía en él, así como por aquellos que querían engañarlo o usarlo para su propio fin y terminaron traicionando su confianza. La oposición y sus aliados en Washington lo veían como alguien sin la capacidad intelectual y estratégica para manejar el gobierno y conducirlo hacia su meta, y acabaron todos sorprendidos y frustrados. Finalmente, el Instituto Estratégico del Ejército estadounidense lo calificó como un 'sabio competidor', reconociendo que se habían equivocado. Chávez fue un visionario brillante, con una capacidad estratégica magistral y el sueño de un mundo mejor que quería convertir en realidad.
No obstante, los que lo apoyaron también lo sobreestimaron. Porque Hugo Chávez no fue un dios, ni un emperador, ni un superhombre. Era un hombre con muchas ideas bonitas y con buenas intenciones para lograrlas. Pero falló en lograr su sueño, aunque seguro que consiguió más de lo que había pensado que era posible. El error de Chávez fue la concentración del poder, la incapacidad de dejar la conducción de la Revolución —o el Estado— en manos del pueblo. El error de no aceptar que el sistema de chequeos y balances, la independencia de los poderes, la transparencia y la vigilancia del pueblo son absolutamente esenciales para lograr un estado de justicia social y un sistema de democracia participativa.
Ahora que termina el 2018, y pronto se cumplirán seis años desde el fallecimiento de Chávez y, como resultado, el inicio del gobierno de Maduro, sería importante que nos preguntásemos si la Revolución Bolivariana ha podido sobrevivir sin su fundador. Cuando uno observa a Venezuela desde afuera, solo ve el desastre y el desorden. Pero mirando hacia adentro —en las comunidades, en los barrios, en los campos o en los centros urbanos— es evidente que la pasión, el amor y el compromiso que levantaron la bandera revolucionaria y la lucha por la justicia social siguen creciendo, siguen hirviendo con ganas de estallar.
Con los nuevos años, hay nuevas oportunidades. Ojalá la Revolución Bolivariana, en su forma pura y honesta, tenga otro chance de florecer.