Llegamos. Se acabó este año atroz y trágico. Un año que comenzó como cualquier otro y terminó siendo uno de los peores, más oscuros, más caóticos, más mórbidos y trágicos de nuestra historia.
A la inestabilidad e incertidumbre causadas por la peor pandemia en cien años, se sumó el caótico fin de la Administración Trump. El saliente mandatario estadounidense no solamente gestionó la peor y más pésima respuesta gubernamental a la pandemia en una nación desarrollada, sino que también lanzó un intento de 'autogolpe' para aferrarse al poder luego de perder la reelección.
El narcisismo y egoísmo patológico de Trump fue más evidente que nunca durante el 2020. Enfocado solamente en su reelección, el republicano desestimó la letalidad y gravedad del coronavirus desde el inicio. Nunca impuso ninguna medida preventiva a nivel nacional. Siempre decía que el virus desaparecería, como por arte de magia, de un día para otro. Además, Trump se burló del uso de las mascarillas, tratándolo como una muestra de debilidad. Tanto que sus constantes burlas e insultos contra la gente que usaba tapabocas, o recomendaba o exigía su uso en algunos estados, provocaron una guerra cultural en Estados Unidos, entre seguidores de Trump y seguidores de la ciencia.
Las palabras y tuits de Trump en contra de las medidas sanitarias incendiaron a sus seguidores al punto de la guerra. En el estado de Michigan, se armaron con armas largas y semiautomáticas y planearon secuestrar y ejecutar a la gobernadora demócrata, simplemente por imponer cuarentenas y obligar al uso de las mascarillas en espacios cerrados. Un escándalo de grandes proporciones en cualquier otro momento que, sin embargo, pasó casi desapercibido en este año de locuras y tumultos.
Como era de esperar, Trump y casi todo su entorno se infectó de covid-19, justo en la víspera de las elecciones. Y eso fue después de realizar múltiples eventos masivos sin mascarillas y en espacios cerrados. Claro, el presidente saliente recibió los mejores tratamientos y se recuperó rápidamente. Además, autorizó los mismos fármacos ultraexclusivos y costosos para su entorno, logrando su total recuperación sin mayores daños.
Mientras tanto, más de 330.000 personas han muerto desde marzo de covid-19 en Estados Unidos y más de 19 millones resultaron infectadas, muchas de ellas con consecuencias médicas a largo plazo. Sin embargo, en este caso, no tuvieron acceso a los tratamientos administrados a Trump y su equipo.
Soy de las afortunadas que sobrevivieron los meses más feroces del coronavirus en Nueva York.
Mi ciudad fue epicentro de la pandemia en Estados Unidos durante toda la primavera del 2020. Miles de personas murieron en cuestión de semanas. Decenas de miles se infectaron con covid-19. La ciudad pasó de ser una megalópolis vibrante y activa a dejarnos imágenes posapocalípticas de calles desiertas. Los sonidos habituales de la ciudad se disolvieron en el silencio, el ruidoso tráfico fue reemplazado por la extraña e inquietante calma de una población encerrada y ansiosa: solo se oían las constantes sirenas de las ambulancias que intentaban preservar el escaso aliento de las víctimas. Los hospitales se sobrecargaron y en las calles aparecieron morgues móviles.
Fueron días oscuros y tristes. Miles de negocios cerraron sus puertas, millones de personas perdieron sus empleos. Se dejaron de pagar los alquileres y familias enteras se vieron obligadas a hacer largas colas para recibir donaciones de comida. Nueva York superó ese difícil momento con mucho trabajo y esfuerzo colectivo, y con un mandato estatal que obligaba al uso de las mascarillas y el distanciamiento físico.
Sin embargo, el dolor continúa y hay pérdidas que no son recuperables.
Además de la inmensa tristeza y dificultad causadas por la pandemia y las fallas gubernamentales, en medio de todo, en el pico de las cuarentenas, sucedió un acto de tanta brutalidad que nos levantó de los sofás y nos devolvió a las calles. A finales de mayo, tras más de dos meses de cuarentenas, la imagen de un policía blanco presionando con su rodilla el cuello de un afroestadounidense durante 8 minutos y 46 segundos, hasta matarlo, causó un revuelo nacional e internacional.
Con o sin tapabocas para protegerse del covid-19, decenas de miles de personas salieron a protestar contra el racismo y la brutalidad policial en las grandes y pequeñas ciudades de Estados Unidos. La represión estatal contra los manifestantes fue igual de brutal. Los tapabocas hicieron de precarias mascarillas antigas, protegiendo a los manifestantes de las bombas lacrimógenas lanzadas por la policía a muchedumbres enfurecidas y hartas de las injusticias y el racismo sistémico.
En algunas ciudades, las manifestaciones degeneraron en episodios de verdadera violencia por grupos de vándalos, que se pusieron a saquear tiendas y quemar y destruir propiedades. Al mismo tiempo, los incendios en los centros urbanos tuvieron un triste reflejo en los devastadores incendios forestales, incontrolables en California, a causa del calentamiento global y las excesivas y dañinas emisiones de carbono que están llevando al planeta a una crisis climática sin retorno. Miles de personas perdieron sus hogares, sus terrenos destruidos y dejados en cenizas. El año 2020 fue dolor tras dolor tras dolor.
De nuevo Trump encontró la manera de capitalizar nuestro dolor colectivo y usarlo a su favor. Utilizó los disturbios callejeros y el desorden social para orientar su campaña de reelección, presentándola como una decisión entre la ley y el orden o el caos y el socialismo: una batalla de ideas falsas, sensacionalistas y manipuladoras.
Debido a la pandemia, millones de ciudadanos votaron por correo por primera vez en muchos estados, para evitar el riesgo de infección. Algo de lo que Trump se valió para cuestionar el sistema electoral y advertir sobre la posibilidad de un fraude masivo si él perdiera en las urnas. Y tal como lo denunció, sucedió. Pero no hubo evidencia de fraude en ningún estado, y tras largas noches de conteo y reconteo, y múltiples casos legales perdidos por Trump y su campaña, el candidato demócrata Joe Biden, junto a la senadora Kamala Harris, fueron declarados ganadores al sumar más de 81 millones de votos, 306 votos electorales y 51,3 por ciento del voto.
Trump sigue sin aceptar su derrota y sigue sembrando dudas sobre el proceso electoral, usando su poderosa plataforma pública para incendiar a sus seguidores y dividir aún más a una nación al borde de un estallido social. Sin embargo, todo indica que sus días en la Casa Blanca están contados, (¡por fin!) y que, pronto, el país tendrá su primera vicepresidenta mujer y un gobierno más representativo del pueblo. De todos modos, no nos hagamos ilusiones de un cambio profundo en este país capitalista. Biden ya anunció su intención de recuperar el dominio y el liderazgo estadounidense en el mundo. Saldremos del caos de Trump para volver al imperialismo y el belicismo del status quo.
La democracia y la sociedad estadounidense han revelado sus debilidades durante este pésimo año. Las desigualdades económicas, sociales y raciales han sido más visibles que nunca durante una pandemia que nos ha afectado a todos, pero sobre todo a las poblaciones más vulnerables y marginalizadas. La lucha por la justicia social ha tenido avances y retrocesos, y la presidencia de Trump ha dado su golpe final a las instituciones democráticas, acelerando su erosión.
La larga noche del 2020 ha llegado a su fin. Un año oscuro, como ningún otro, al que nos sentimos felices por poder decirle 'adiós'.