Acuerdo, Plebiscito y Nobel de la Paz en el Ocaso de la Guerra

Fernando Reyes

 

En el momento en que escribo este texto las redes sociales y los medios de comunicación están inundados con la noticia de que el Premio Nobel de la Paz acaba de ser concedido por la Comité Noruego del Nobel al Presidente de Colombia Juan Manuel Santos por su esfuerzo en terminar con una guerra civil de más de 50 años.

Este es el más grande reconocimiento que se haya podido hacer, no solo al presidente Santos, sino a los esfuerzos que millones de personas han puesto en el objetivo común de lograr la paz. Que este sea un punto de quiebre para que la polarización que existe en Colombia se diluya en un solo acuerdo común para dejar la guerra atrás y seguir adelante con la reconstrucción del país y de una sociedad sólida y unida. Que sea este el momento tan esperado para calmar los ánimos y que el diálogo sea el que domine la mesa en todos los rincones del país.

 

Hasta hoy había sido difícil volver a escribir en este espacio debido que los odios que se viven en las redes sociales trascienden al ámbito personal y terminan decepcionando y desgastando las ganas de compartir cualquier opinión. Lidiar con el odio y la polarización es muy difícil y no contaminarse con esos sentimientos es simple y llanamente imposible. Aunque el mensaje está ahí, las palabras no salen fácil sin el riesgo de caer en esa misma polarización y, siendo así, lamentablemente es mejor dejar ese pensamiento enterrado.

Estos últimos meses han sido de una dinámica extrema en el conflicto colombiano gracias a la dicotomía que existe entre los que apoyan un acuerdo de paz con las FARC que permita seguir adelante sin más odio ni división, y los que exigen una negociación que prácticamente implique la rendición total y absoluta del grupo armado y su aceptación total a cualquier castigo que se les imponga.

El acuerdo entre el gobierno y las FARC se sacó adelante gracias a cuatro largos años de tensas negociaciones entre polos opuestos que pusieron sus diferencias aparte para lograr unos términos aceptables para ambos bandos; un pacto que en últimas permitiera a todos los colombianos dejar atrás tanta violencia, tanto sufrimiento y tanta sangre derramada. Al final, el esfuerzo de los equipos negociadores y de los mediadores internacionales rindieron sus frutos y una nueva luz y esperanza iluminaron el futuro de Colombia.

El acuerdo fue firmado entre bombos y platillos en Cartagena con la asistencia y la anuencia de la comunidad internacional. Docenas de líderes mundiales se dieron cita en esa ciudad para acompañar la firma de los acuerdos y para dar su respaldo total a una nueva Colombia en paz. Sin embargo, los detractores de la negociación no dieron su brazo a torcer y emprendieron una campaña a toda vista cuestionable para que los colombianos no dieran su aprobación a los acuerdos en la votación de ese plebiscito que posteriormente tenía que refrendar lo concertado.

Es así que millones de personas se lanzaron a las urnas luego de una tensa campaña entre los que apoyaban y no apoyaban el acuerdo. Medios de comunicación, políticos, figuras nacionales e internacionales, empresarios y gente del común se enfrascaron en una guerra de opinión a favor y en contra, a veces llena de argumentos y en muchas otras ocasiones llena de odio. Finalmente, ese enfrentamiento rindió frutos y lamentablemente el ‘No’ ganó el plebiscito con una estrecha diferencia que técnicamente hubiera podido considerarse como un empate pero que en términos democráticos implicó una desastrosa derrota.

Una razón que frecuentemente se adujo en contra del proceso de paz en Colombia es que las víctimas de las guerrillas tienen el derecho absoluto a exigir “justicia sin impunidad”. Esta es una afirmación que se tomó como hecho cierto e incontrovertible y que lamentablemente muy pocos se atrevieron a cuestionar por temor a ser matoneados y tildados de egoístas, cuando no acusados de revictimización y apología al terrorismo. Lo irónico es que la votación en el plebiscito contradijo este supuesto y las zonas más golpeadas por la guerra y la violencia dieron un respaldo total al plebiscito con un ‘Sí’ rotundo a los acuerdos con las FARC.

Incluso, personas ajenas al conflicto que fueron desacreditadas con el argumento de que carecían de derecho alguno a opinar por no ser víctimas, expresaron su voz con el ‘Sí’ y ganaron en plazas tan difíciles como la misma capital de Colombia. Muchas de estas personas habían preferido callar por miedo a ser matoneados cuando cuestionaban de forma vehemente las posiciones extremas en contra de las negociaciones y terminaron alejados de la discusión. Sin embargo, al final su opinión contó tanto como la de las víctimas que quieren la paz y pudieron respaldar los acuerdos con un voto que al menos dejó claro que esa paz sigue siendo el objetivo común.

Claro, es apenas natural y obvio que las atrocidades cometidas por los actores armados tienen un peso enorme por el sufrimiento que han vivido las víctimas, pero ese hecho no justifica bajo ningún aspecto que el dolor y el odio al victimario sean los que determinen el destino de toda una sociedad. La única consecuencia de esa concesión sería una nueva oleada de víctimas en todos los bandos del conflicto que eventualmente terminaría polarizando aún más esa guerra sin sentido. 

Igual, estoy convencido que todos en Colombia somos víctimas directas o indirectas del conflicto armado y que no se puede someter al país a una guerra eterna solo por complacer la sed de justicia radical de una parte de la sociedad. De hecho, creo firmemente que aun cuando cada colombiano tiene el mismo derecho a opinar sobre las bondades o desventajas del proceso de paz, la paz negociada en La Habana sigue siendo el objetivo a alcanzar –tal y como millones lo expresaron en las urnas al votar el plebiscito. Lástima que la abstención hubiera sido tan alta y que esa indiferencia haya hecho la diferencia.

Muchas veces han descalificado mis opiniones con ataques personales y falacias argumentativas. Algunos me han dicho que no he vivido el dolor de la guerra y que por ende no puedo hablar. Otros me han dicho que yo jamás podría entender el sufrimiento de las víctimas de la guerrilla y que les estoy negando su derecho a exigir que todos los miembros de esos grupos paguen cárcel por sus crímenes.

Para esas personas tengo esta pequeña historia que quiero compartir: entre otras cosas, la guerrilla asesinó y secuestró a muchos amigos y conocidos a lo largo de mi vida; secuestraron y torturaron a un tío que en ese momento tan solo tenía 20 años de edad; intentaron secuestrarme cuando yo apenas llegaba a los 14 años; trataron de asesinar a mi padre cuando yo tenía 18; le pusieron una bomba a mi familia cuando tenía 20, y finalmente me secuestraron a los 27 años.

Obviamente esos recuerdos llenos de angustia y ansiedad siguen existiendo y tienen vida propia; llegan sin avisar en el momento más inesperado y ese dolor se revive una vez más. Y si bien es cierto que después de todo este tiempo los recuerdos bombardean de forma más espaciada, eso no significa que esas vivencias dejen de afectar y que solo sean una anécdota más para los nietos. La verdad, creo que, aunque el tiempo permite que el dolor se desvanezca, la mejor terapia para dejar ese pasado atrás es la esperanza de un futuro en paz.

Gracias a esa esperanza es que puedo decir sin asomo de duda que no guardo rencor alguno y que lo único que quiero es que se implementen los acuerdos de paz para finalmente poder vivir con tranquilidad. No es rendición, no es traición, no es venderse, no es Síndrome de Estocolmo, ni tampoco es claudicación. Aunque sé que los acuerdos con las FARC no son el punto final de la guerra, tengo la plena convicción de que el proceso de paz en La Habana es el primer gran paso para algún día alcanzar una paz total.

Por esta razón es que como víctima directa del conflicto refuto totalmente el sofisma de la “justicia sin impunidad” partiendo de la base de que no todas las víctimas estamos clamando una estricta retaliación judicial. De hecho, tal y como se demostró en las urnas, somos muchas las víctimas directas de la guerrilla que queremos la paz y que tenemos una voz fuerte para apoyar los acuerdos con los rebeldes. Exigimos ser tenidos en cuenta y exigimos que también sean oídas las personas que sin ser víctimas directas también critican ese fundamentalismo en contra de la salida negociada con las FARC.

Pero como siempre hay un juicio de valor amarrado a las opiniones de los demás, no faltan los contradictores del proceso de paz que con un paternal tono regañón y acusador quieren imponer a las víctimas su versión de cómo manejar los fantasmas del pasado y cómo ver el futuro. Yo sé que somos seres humanos y el deseo de imponer nuestras opiniones es inevitable, pero esas posiciones no se le pueden imponer a personas tan vulnerables como las víctimas directas del conflicto armado.

Leía en alguna red social que “conmueve la capacidad de perdón de las víctimas del conflicto y sorprende la necesidad de venganza de los que han visto la guerra solo en TV”. En mi experiencia he visto que muchos de los que atacan con más vehemencia al proceso de paz son los que desde la comodidad de sus casas usan el dolor de las víctimas como herramienta argumentativa para generar opinión. Triste.

Para estas personas tengo un consejo: cuando hablen con una víctima directa del conflicto, callen y escuchen. Pongan atención a su historia y no juzguen, no presionen y, sobre todo, no manipulen. Eso solo blinda la herida, fortalece los recuerdos con más dolor y endurece los sentimientos de odio al victimario. Por favor no caigan en el juego de usar el sufrimiento ajeno como una herramienta ideológica. Recuerden que usar el dolor de las víctimas con un objetivo político es un acto que revictimiza.

Mi consejo de corazón es que, en vez de caer en ese juego humano, canalicen sus sentimientos negativos hacia el conflicto mismo y tomen acción para evitar más muertes y más sufrimiento. Por favor vean que la derrota total de las guerrillas es una falacia y que los acuerdos logrados son el único camino a la paz.