Opinión
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Fernando Reyes
Abogado y geógrafo político. Analista e investigador.
En el momento en que escribo este texto las redes sociales y los medios de comunicación están inundados con la noticia de que el Premio Nobel de la Paz acaba de ser concedido por la Comité Noruego del Nobel al Presidente de Colombia Juan Manuel Santos por su esfuerzo en terminar con una guerra civil de más de 50 años.
Aunque el tema del que quiero hablar es para muchos un ladrillo que incluso dormiría a los más rancios académicos de la Academia de Historia, es también una cuestión interesante que nació de una conversación que me quedó rondando en la cabeza por algún tiempo y que al final decidí compartir en este espacio.
La carrera de las armas es una profesión tan noble, emblemática, sacrificada y necesaria como lo es la de los médicos, ingenieros, misioneros, abogados, enfermeras, rescatistas y muchas otras ocupaciones en las que incontables personas anteponen el servicio y el sacrificio a sus intereses personales. Ni más, ni menos.
Aunque es innegable el empuje y el avance de muchos sectores económicos y sociales en Colombia, este es un país cuyo pueblo sigue sumergido en una realidad oculta donde el subdesarrollo, la violencia social, el narcotráfico y la corrupción son la norma.
En este momento la frontera colombo-venezolana se encuentra cerrada y miles de colombianos residentes en Venezuela están siendo expulsados en masa de regreso a su país de origen. Esta situación ha provocado una crisis regional que ha enardecido seriamente los ánimos políticos y diplomáticos hasta el punto de que ambos gobiernos llamaron a consultas a sus respectivos embajadores y convocaron a sesiones de emergencia en la OEA y UNASUR.
La realidad colombiana es un escenario de múltiples aristas que se puede describir brevemente de la siguiente forma: Colombia es un país donde las autoridades no tienen el control material sobre la totalidad del territorio, así como tampoco tienen el monopolio en el uso de la fuerza.