En 1947 Daniel Cosío Villegas escribió 'La crisis de México', un ensayo a contracorriente del optimismo político que se vivía en el país con la llegada de Miguel Alemán a la silla presidencial. Para muchos se terminaba la época de los generales y se daba un paso al civilismo y a la modernización, a un México de leyes y no de balas. Para otros, como Cosío Villegas, la revolución se traicionaba a sí misma al crear un régimen presidencialista lleno de una "corrupción administrativa ostentosa y agraviante, cobijada siempre por un manto de impunidad" que había perdido la autoridad moral.
¿Cómo es que un régimen en crisis, sin autoridad moral podía mantenerse en el poder? Cosío Villegas responde a eso en 'La sucesión presidencial' (1975) y afirma que en las elecciones de 1940, 1946 y 1952 se implementaron las medidas de fraude y violencia que habrían de caracterizar al priismo durante toda su existencia. Fraude y violencia como formas de control permanentemente entrelazadas a las elecciones presidenciales mexicanas.Hasta el día de hoy, a pesar de la alternancia democrática de 2000 y la creación de instituciones electorales que cuestan millones a la sociedad, los fraudes y la violencia siguen siendo monedas corrientes en la democracia mexicana y son, probablemente, sus dos deudas mayores.
Fraudes
La compra de votos es el fraude más común en México y ha ido de la mano de la corrupción y la impunidad. Se compran votos en todas las elecciones ya que se asume que no hay castigo y que la "inversión" hecha en campaña habrá de recuperarse con creces una vez que se tomen posesión de los cargos. En un estudio de la asociación civil Mexicanos contra la corrupción y la impunidad (MCCI), se considera que por cada peso de gasto que los partidos políticos declaran hay por lo menos 15 pesos no reportados o ilegales. El Banco de México también señala que en años electorales hay un aumento desproporcionado del flujo de efectivo, muy probablemente destinado a las campañas electorales.
El efectivo se utiliza primordialmente para pagar a operadores electorales o "mapaches" como son conocidos en el léxico político. Estos mapaches son los encargados de cambiar apoyos gubernamentales o dinero efectivo por votos. Apenas este martes se detuvo a dos personas que llevaban 20 millones de pesos (1 millón de dólares) en efectivo a la sede del partido oficialista (PRI). Si tomamos los datos proporcionados por MCCI y los extrapolamos a la contienda presidencial, los candidatos rezagados en la lucha electoral Ricardo Anaya (PAN) y José Antonio Meade (PRI) podrían estar operando cada uno cerca de 200 millones de dólares para la jornada electoral.
Mucho de este dinero en efectivo viene de los propios programas sociales del gobierno que son discrecionales. En la actualidad hay 6.491 programas sociales en el país operados por el gobierno federal, por los gobiernos estatales y los ayuntamientos, muchos de ellos duplicados e incluso triplicados. De 152 programas de subsidios, transferencias y prestación de servicios sociales federales, 85 no cuentan con reglas de operación y 66 carecen de padrón de beneficiarios. Lo que históricamente el PRI llama "la estructura y el aparato" no es otra cosa que la compra de votos en efectivo y a través de estos programas sociales para aumentar sus porcentajes de votos a lo largo y ancho de la geografía mexicana. La corrupción no se esconde, se presume.
En un país donde la mitad de la gente vive en la pobreza y lucha por sobrevivir, no es raro que se venda el voto al mejor postor. A días de la jornada electoral el precio por voto oscila entre 25 y 150 dólares. Para estas elecciones aproximadamente a 30 millones de personas se les ha ofrecido comprar su voto. También coincide que en los estados más pobres suele haber anomalías en los márgenes de votación. En 2012, 223 secciones electorales tuvieron una participación electoral mayor al 100% (aritméticamente imposible) y 535 con participaciones del 85 al 99%, estadísticamente algo bastante extravagante.
Violencia
Mientras que para algunos intelectuales en México se vive en el tedio democrático y ciertos comunicadores hablan de una fiesta democrática donde no pasa nada, la realidad demuestra que la violencia está desatada a nivel local, en las pequeñas municipalidades del país. Se vive una lucha por el territorio, por los recursos naturales, por el derecho de piso y de paso, por todas las cosas donde el Estado ha abdicado de su responsabilidad en favor de grupos empresariales o grupos delictivos locales. ¿Caben 250.000 muertos y 30.000 desaparecidos en la normalidad democrática? ¿Esta violencia es la que nuestros intelectuales equiparan al tedio y al aburrimiento?
Este proceso electoral es ya el más violento de la historia con 510 agresiones directas y 126 políticos asesinados. El 75% de las agresiones se da contra políticos de oposición al cargo que se disputa. Es claro que la violencia viene del poder y es institucional y aunque se enmarca en los hechos de la última década tampoco debemos olvidar que ha sido concurrente a la política electoral desde hace décadas. A días de la elección, se robaron 11.000 boletas electorales en Tabasco (lugar de donde es originario AMLO y tiene un 65% de las preferencias) y en Oaxaca hurtaron y quemaron otras 8.000.
El Instituto Nacional Electoral (INE) y las autoridades federales y locales han pecado de indolencia. Como nuestros intelectuales, viven en el país de no pasa nada y si pasa no importa mucho. A pesar de la evidente problemática declaran que no hay focos rojos en el país para el día de la jornada electoral. Información periodística habla de problemáticas graves en al menos 9 estados y 35 municipios pero a la luz de los últimos asesinatos en Oaxaca, podrían ser muchos más. Es probable que el 1 de julio se impida la colocación de casillas electorales en varios de esos municipios aunque esperemos que sean en un número marginal.
La alternancia democrática no acabó ni con los mecanismos de compra del voto, ni con el condicionamiento y desvío de programas sociales, ni con el voto clientelar, ni con las fraudes a nivel municipal. Tampoco ha terminado con la violencia en las zonas rurales de mayor pobreza ni con la coacción física el día de la jornada electoral. ¿En cuántos regímenes democráticos hay centenas de políticos asesinados y compra del voto a discreción? Vivimos en un sistema más parecido al que describió Cosío Villegas hace décadas que a las democracias liberales nórdicas que ven ciertos intelectuales y locutores de televisión en la comodidad de sus hogares. A pesar de eso, las acciones violentas y fraudulentas pueden reducir la ventaja del puntero López Obrador en un 5-7% y modificar algunos resultados en los municipios pero resulta prácticamente imposible alterar el resultado en la presidencial con 25 puntos de ventaja en las encuestas.
Con la victoria de AMLO esto no cambiará al día siguiente, por lo que es una deuda pendiente que también habrá que saldar si se pretende lograr un cambio de régimen. Se deberá acabar con el manejo electoral de los programas sociales o el dinero ilegal y con la impunidad alrededor de los delitos electorales. La violencia debe ser erradicada de la vida nacional y de la vida pública. Para lograr esto el primer paso es reconocer que todavía estamos bastante lejos de nuestro ideal y dejar de vivir en los mundos idílicos de una intelectualidad que ha perdido todo contacto con la realidad de las mayorías. Nuestra democracia todavía tiene muchos asegunes y adjetivos. Y agravios. Una verdadera transición democrática es la oportunidad de reconocer las falencias y buscar sus soluciones y reconocer que hace dieciocho años se echaron las campanas al vuelo demasiado pronto. No puede pasarnos eso otra vez.