Desde que López Obrador estaba en campaña por la presidencia, los agoreros del desastre presagiaban las calamidades por venir como si fueran las siete plagas de Egipto: el dólar pasaría de 20 a 25 pesos, habría fuga de capitales, sería imposible cumplir con los programas sociales que proponía, la economía nacional se desfondaría y México entraría a una crisis de proporciones bíblicas. Nada de eso pasó. De hecho, el peso es la moneda que más se ha fortalecido respecto al dólar y en el mercado cambiario internacional en el último año.
La más reciente profecía apocalíptica (que no será la última) fue que era inminente que México entrara en recesión. En el último mes se escribieron decenas, quizás centenas de artículos de opinión sobre la recesión en puerta y lo que eso significa para la vida nacional. La trompeta del ángel Gabriel inspiraba a todas esas "brillantes" plumas. Para sostener su dicho, se apoyaron de los pronósticos de las calificadoras y corredurías de costumbre: Merril Lynch, JP Morgan, Moody’s, Bloomberg y Citibank no le daban ninguna posibilidad a la economía mexicana. Cual personajes de Emir Kusturica, los analistas empezaron a gritar "¡catástrofe!" en un hermoso nado sincronizado.
Lo primero que hay que decir es que el concepto de recesión implica distintos factores como la caída generalizada del PIB, la producción, el empleo y las ventas. Como esto puede ser un poco enredado a veces, se estila dar por válido que hay una 'recesión técnica' cuando un país tiene dos trimestres consecutivamente a la baja en términos del PIB. Así es como lo hace Estados Unidos, y eso era lo que esperaban los mercados internacionales y la oposición en México para empezar con los chantajes y demandar cambios en la política económica. Pero se quedaron con un palmo de narices.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) informó que la economía mexicana creció en 0,1 % en el segundo trimestre. Nada que celebrar, es cierto, pero suficiente para conjurar los fantasmas de la recesión técnica y contener las presiones internas y externas. Los analistas económicos que presagiaban el fin del mundo volvieron a exhibirse como mentirosos, en algunos casos, e ignorantes en otros, algo que viene pasando de manera regular desde hace un año, cuando López Obrador ganó de forma arrasadora las elecciones mexicanas.
Tal vez, con un poco de sosiego y calma, los analistas puedan ahora comentar cómo es que este gobierno ha mantenido la moneda como la más fuerte del orbe, la inflación más baja en tres años, y la más baja para un inicio de mandato en los últimos cinco sexenios. Podrían discutir cómo ha aumentado el consumo popular, gracias al incremento salarial más importante en tres décadas, o sobre el millón de empleos que se han creado gracias a los programas de Sembrando Vida (replicado ahora en El Salvador y Honduras) y Jóvenes Construyendo el Futuro. Podrían tratar de entender como la economía popular se ha ido fortaleciendo de a poco, y todo esto sin contratar un solo peso o dólar de deuda pública.
Es cierto que no hay crecimiento por el momento, pero la desaceleración económica ha sido una constante histórica en todos los inicios de un nuevo gobierno en México. El verdadero problema es cuando hay crisis económicas de grandes dimensiones que, por lo demás, ocurrieron en varios de ellos. Tampoco se analiza que aunque existe un estancamiento en las inversiones que producen una gran concentración de utilidades, que son las que nutren las estadísticas del PIB, muchas de ellas generan pocos empleos. Por décadas, en México (desde el mal llamado milagro mexicano) y en otros partes del mundo ha existido una fetichización por el crecimiento económico, sin reparar que este pocas veces se ve reflejado por sí mismo en los bolsillos de la gente de a pie.
Poco énfasis se hace en los índices de desarrollo humano, aunque también suelen estar disponibles. Y a eso hay que empezar a dirigir las miradas y la discusión en el futuro: el crecimiento económico de un país no quiere decir nada si no se ve reflejado en el desarrollo humano de sus ciudadanos. Crecimiento y desarrollo no son sinónimos y, en muchos casos, han sido hasta excluyentes, desmintiendo el mito de que la riqueza de la parte superior de la pirámide permea hacia abajo, tarde que temprano. Las políticas públicas de carácter social son las que sirven de puente entre el crecimiento y desarrollo, y es algo de lo que el gobierno de López Obrador está muy consciente.
Conjurado el fantasma de la recesión, que alimentaba la rumorología de una oposición que anhela que se hunda el barco para poder tener la razón en alguno de sus augurios, el gobierno mexicano sabe que todavía tiene mucho trabajo por delante. Y que debe hacerlo rápidamente. Por eso ha implementado medidas económicas, junto a los empresarios y la banca privada, para frenar la desaceleración. El plan de acciones en conjunto, que fue anunciado hace un par de días, es por 25.000 millones de dólares que se destinarán a infraestructura, inversiones y créditos canalizados por la banca de desarrollo, así como para adelantar licitaciones gubernamentales y ampliar la posibilidad de crédito al consumo. De igual manera, sabemos que el segundo semestre siempre implica un mayor dinamismo y fluidez en la ejecución del gasto gubernamental, cuestión que también se verá reflejada en la economía y las próximas estadísticas. A estas medidas del Ejecutivo hay que agregarle la muy probable baja en las tasas de interés por parte del Banco de México en la siguiente quincena, lo que también tendrá un impacto positivo en la economía nacional.
Probablemente, México termine el año con un crecimiento de alrededor del 1-1.5 %, todavía lejos de lo que se necesita y se espera, pero habiendo sentado las bases del cambio de régimen: políticas de austeridad, combate a la corrupción, énfasis en el desarrollo humano y no solo en el crecimiento económico, estabilidad cambiaria e inflacionaria, y creación de empleos con mayor justicia salarial. Nada mal para un primer año en el que la mayor lucha es contra las inercias burocráticas y administrativas del pasado, el proceso de desmantelamiento del antiguo régimen de corrupción y privilegios, y una economía que solo vivía para las calificadoras y las estadísticas macroeconómicas, pero que en la realidad de la gente solo profundizaba la desigualdad social.
El problema es ahora para aquellos que viven de anticipar desgracias que nunca llegan. La credibilidad de estos agoreros va siendo similar al de los horóscopos del periódico, que te anuncian no salir de tu casa por tiempo indefinido porque el peligro acecha en algún lugar del mundo. Y todos sabemos que hasta un reloj descompuesto da la hora correcta dos veces al día, para que tampoco nos sorprendan cuando en algún bache digan: "¡Se los dije porque lo veía venir!".