Desde que el general Salvador Cienfuegos fue arrestado en California el pasado 15 de octubre por presuntos vínculos con el narcotráfico, surgió la duda sobre si el gobierno mexicano tenía conocimiento o no sobre las investigaciones y el operativo que desembocó en esta detención. Por el nivel de influencia y poder, este arresto es el más relevante en la historia de México contra un servidor público o un miembro del gabinete. Solo la detención de un expresidente es algo más delicado que el arresto de un exsecretario de la Defensa Nacional.
A la confusión de las primeras horas y la información a cuentagotas que había sobre la detención del general Cienfuegos, siguió una clara postura de molestia por parte de las autoridades mexicanas por no haber sido enteradas con antelación de la Operación Padrino, que es como la DEA (la agencia antidrogas estadounidense) bautizó el operativo contra Cienfuegos.
La expresión de esa molestia fue primero verbal. Después, la Secretaría de Relaciones Exteriores mandó llamar al embajador de Estados Unidos en México, Christopher Landau, que explicó que por disposiciones legales y jurídicas, él estaba imposibilitado de proveer más información al respecto. Ante esta negativa, volvió a haber quejas verbales de parte de la Cancillería y, antes de finalizar octubre, México manifestó por escrito al gobierno de Estados Unidos su profundo descontento porque no se había compartido previamente los informes de la Operación Padrino.
Desde 1992 hay un acuerdo de cooperación que instituciones mexicanas sostienen con la DEA, donde está asentado que es primordial compartir información en materia de seguridad, lo cual, no se cumplió en el caso de la detención del general Cienfuegos. Es decir, hay una violación en materia de cooperación internacional. Pero no solo eso. Las acciones llevadas a cabo por la DEA exhiben una desconfianza hacia el sistema de justicia mexicano en su conjunto, desde los Ministerios Públicos hasta la Fiscalía General de la República (FGR), pasando por los jueces y los magistrados.
Seguramente esta desconfianza de la DEA está sustentada en años y años de convivir con un poder judicial conservador y corrupto que hay en México, cuya naturaleza conocemos mejor que nadie los mexicanos. Pero las autoridades estadounidenses no son impolutas ni siempre son garantía de legalidad y justicia. Solo hay que recordar el caso de Irán-Contras que generó una mancha indeleble en la relación de las agencias de seguridad estadounidense con la política exterior y mostró la incapacidad y los límites del Congreso y el sistema judicial estadounidense en dichos temas.
Con las elecciones estadounidenses en puerta, el caso Cienfuegos parece que entró en una pausa momentánea que se alargó en la misma medida que el proceso electoral. México mantuvo una indignación plenamente justificada a una situación que atentaba contra la soberanía nacional. Si un día no se respetan añejos acuerdos internacionales entre instituciones, ¿quién dice que mañana no se podrían ignorar los acuerdos entre países? ¿Cómo sería posible mantener una relación de respeto y confianza en cualquier tema de seguridad y con cualquier otra agencia?
La forma en que se dio la detención de Cienfuegos destapaba una caja de Pandora donde el principal problema no era un individuo, tampoco un militar, ni siquiera uno con el mayor rango y responsabilidad en la vida pública. No. Esta detención significaba un problema de soberanía nacional, ya que una vez cruzada una pequeña línea ¿qué le impide a una institución o a un país cruzar las subsecuentes? Es cierto que toda frontera es arbitraria, pero si se ha establecido con antelación la línea, esta debe ser honrada y respetada, tanto como los acuerdos. De lo contrario, adiós a la política de cooperación.
Solo había algo más delicado que la DEA no haya respetado los acuerdos previos y eso hubiera sido que México se quedara de brazos cruzados, aceptando tácitamente que pasen por encima de convenios, instituciones y finalmente de la soberanía nacional. No. México no podía quedarse cruzado de brazos, por lo que tanto el canciller Marcelo Ebrard como el fiscal Gertz establecieron comunicación directa con el Fiscal General de los Estados Unidos, William Barr, para exponer la encrucijada que tenían por delante ambas naciones.
El 11 de noviembre, Estados Unidos mandó a México las investigaciones de la DEA y el expediente bajo el cual se le imputan cargos de conspiración para fabricar, importar y distribuir narcóticos a Estados Unidos y lavado de dinero. Sorprendentemente, una semana después, el Departamento de Justicia de Estados Unidos pidió a una jueza que desestimara los cargos penales contra el exsecretario Cienfuegos, para que pueda ser investigado y, en su caso, procesado de acuerdo con las leyes mexicanas.
Este giro ha sido un triunfo para la soberanía nacional de México, que camina en paralelo al logro del presidente López Obrador al impedir que los narcotraficantes mexicanos fueran clasificados por el gobierno de Donald Trump como grupos terroristas. Con esta categoría, Estados Unidos hubiera podido implementar acciones unilaterales en territorio mexicano, lo que habría dañado irreversiblemente la soberanía de nuestro país. Un año después de esta fallida iniciativa de Trump, que el caso Cienfuegos haya sido regresado para ser juzgado en México debido a las violaciones a los acuerdos internacionales, representa otro triunfo del gobierno mexicano por recuperar la soberanía perdida en el pasado en su relación con Estados Unidos.
El gran desafío ahora será que esta victoria de la soberanía nacional no se traduzca en impunidad para los elementos castrenses que presuntamente pudieran estar vinculados al narcotráfico, especialmente los de mayor rango. Sería un suicidio político para el gobierno de López Obrador y un descrédito internacional del sistema judicial mexicano sino existe una investigación seria y a profundidad de los presuntos vínculos del exsecretario Cienfuegos con el narcotráfico.
La Fiscalía General de la República debe estar bajo la mirada y escrutinio de todo el pueblo de México. El triunfo de la soberanía nacional no debe ser la derrota de nuestro sistema de justicia. En caso de fallar en este punto y que exista la mínima sospecha de impunidad, será un golpe demoledor para la esperanza de los mexicanos en que haya un verdadero cambio de régimen.
La responsabilidad ahora es de la Fiscalía y del sistema judicial. De caer en el clásico juego de la simulación leguleya, el descrédito será para ellos, pero también será una fracaso para la transformación de México y la ahora exitosa defensa política de la soberanía será un sinsentido con sabor amargo.