El pasado 1 de diciembre se cumplieron dos años de gobierno de Andrés Manuel López Obrador y de la Cuarta Transformación. Se vertieron muchos análisis al respecto, a favor y en contra, como siempre suele hacerse. En lo particular yo destacaría dos cosas: una calificación aprobatoria del 71 %, lo que demuestra que el gobierno está llevando bienestar social a la mayoría de la gente teniendo una influencia directa y positiva en aproximadamente 100 millones de personas. La otra, es el de una oposición sin brújula, sin propuestas y sin imaginación que cada vez se está radicalizando más, cediéndole a la ultraderecha el espacio político.
Después de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, muchos de sus seguidores volvieron a la clandestinidad ante la devastación que provocaron sus líderes. Sin embargo, con la caída de la cortina de hierro y el fracaso y miseria que ofrecieron los gobiernos neoliberales, los simpatizantes que estaban agazapados poco a poco han ido perdiendo la vergüenza y el decoro para salir a la luz más a menudo y tener una participación política más activa.
En el último lustro la ultraderecha ha empezado a ocupar los espacios públicos y, en varios casos, hasta puestos relevantes de poder. El triunfo de Donald Trump hizo que todos voltearan a analizar a la ultraderecha en Estados Unidos, aunque con un mal diagnóstico. Se habla de Trump y hasta de "trumpismo" como si fuera algo surgido en 2016, cuando los orígenes se pueden rastrear hasta el siglo XIX con la Guerra Civil y la escisión de dos modelos de país, no solo económicamente hablando, sino también en su proceso civilizatorio. Ya en 2012 Morris Berman, en su libro 'Las raíces del fracaso americano', adelantaba este fenómeno social en Estados Unidos y ponía énfasis en el contexto histórico.
Un año después de Trump, se produjo en Alemania un importante avance electoral para la ultraderecha, que consiguió el 13 % de los votos y más de 90 escaños en el Parlamento. A continuación, vino Bolsonaro con un discurso clasista, homófobo y machista que triunfó en Brasil en 2018. El 10 de noviembre de 2019, en apenas cinco años de formación, el partido español Vox, encabezado por Santiago Abascal, se colocó como la tercera fuerza en el Congreso de los Diputados, con 52 asientos, mientras que ese mismo día se concretaba un golpe de Estado en Bolivia por la ultraderecha. A esto hay que agregarle los liderazgos que ejercen en países de Europa del Este, como Hungría y Polonia.
En México, grupos de ideología similar a los arriba mencionados están saliendo cada vez más a la luz ante la imposibilidad de la oposición moderada de establecer propuestas o críticas sustantivas durante los dos años del gobierno de López Obrador. Su desorganización e incapacidades manifiestas han permitido que grupos más radicales traten de imponer sus agendas en los espacios públicos, a pesar de ser sectores minoritarios y nada representativos.
Esto no es nuevo. En los años treinta, la ultraderecha mexicana coqueteo con el fascismo y hasta personajes como José Vasconcelos, político y educador impulsor de la mestizofilia, manifestó abiertamente sus simpatías a Hitler en las páginas de la revista Timón. Durante la Guerra Fría y hasta principios de los ochenta, organizaciones clandestinas de extrema derecha como Los Tecos, El Yunque o El Muro actuaban con violencia y patrocinados por empresarios católicos. Muchos de sus integrantes ocuparon puestos claves en los gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón (2000-2012) y en algunos bastiones estatales de la ultraderecha como Guanajuato y Jalisco.
Hoy en día esta ultraderecha de rasgos autoritarios y violentos está representada principalmente por el Frente Nacional Anti AMLO (FRENAA), cuyo líder más visible es un empresario de Nuevo León que colaboró en el gobierno de Vicente Fox. FRENAA alcanzó una notoriedad a nivel nacional en semanas pasadas, ya que se apostó en plantón por casi dos meses en el Zócalo de la Ciudad de México.
Esta repentina popularidad también puso al descubierto sus procedimientos: irresponsabilidad de hacer una acampada en tiempos de covid-19; un plantón que fue confundido con un perfomance artístico porque para 700 casas de campaña instaladas no había ni 70 personas, haciendo que incluso las casas de campaña se elevaran por los cielos como papalotes al encontrase vacías; pago de 10 a 25 dólares a indigentes y migrantes centroamericanos por quedarse a dormir en las carpas y fingir que había personas reales protestando, etc.
FRENAA emula a las derechas mexicanas de hace casi un siglo al enarbolar valores religiosos, así como oponerse al "comunismo" y la "dictadura" de la presidencia de López Obrador. Su narrativa incluye la xenofobia y las teorías conspirativas globales que atentan contra los valores cristianos y la propiedad privada. El historiador Luis Herrán Ávila ha llamado acertadamente a estas derechas como trumpismo criollo, haciendo notar las semejanzas con lo que ocurre en Estados Unidos.
Esta derecha reaccionaria y religiosa es similar ideológicamente a la que perpetró el golpe de Estado en Bolivia, sumando a algunos grupos empresariales que hicieron su riqueza al amparo del poder político. Más que empresarios son beneficiarios del régimen de corrupción que hubo en los regímenes priistas de la Guerra Fría y posteriormente durante el neoliberalismo. La cara más visible de esa derecha empresarial es Claudio X. González Guajardo, hijo de Claudio X. González Laporte, uno de los hombres más ricos de México y quien fuera asesor de Carlos Salinas de Gortari, padre del neoliberalismo mexicano.
Este grupo empresarial tiene como careta principal una organización que, según reportes periodísticos, maneja con total opacidad las enormes aportaciones financieras que recibe de la élite empresarial y cuyos directivos están ligados a los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón.
Tanto FRENAA como la organización de Claudio X. González buscan a toda costa hacer una enorme coalición que permita enfrentar las elecciones intermedias que habrá en 2021. La ultraderecha se encuentra mezclada con la derecha empresarial, el priismo más añejo y algunos intelectuales "liberales" que ahora viven fuera del erario. Todos se están uniendo para ir contra el movimiento nacional-popular de López Obrador, que cuenta con el 70 % de la aprobación nacional.
Esta coalición parece ser el "fin de las ideologías", como describió el fenómeno el escritor Juan Villoro. Pero no es así. En realidad es la vinculación de la ideología de ultraderecha mexicana con el pragmatismo de la corrupción y colusión entre el poder político y el poder económico que México vivió en el viejo régimen con los gobiernos del PRI y PAN. Es algo muy peligroso.
Todavía está por verse cuántos escaños en el Congreso es capaz de obtener la ultraderecha mexicana en las elecciones de 2021 ya que, aunque hace mucho ruido en las redes sociales y en las columnas de opinión, no goza de una verdadera base de apoyo popular. Pero la incapacidad de la derecha y las élites moderadas para hacer propuestas reales, y no meramente diatribas, está alimentando las narrativas radicales de esta oposición.
México necesita una derecha y una oposición acorde a los tiempos modernos. Nada bien le hace que figuras retrógradas y reaccionarias que son postales de hace casi un siglo tomen el espacio público con violencia. La oposición moderada debe hacer un alto en el camino y hacer una reflexión profunda y autocrítica o ellos serán los principales responsables del avance de la ultraderecha mexicana.