Existe en estos momentos un debate en México sobre si la Guardia Nacional debe estar en una estructura que dependa del mando civil de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) –como ocurre en este momento- o debe pasar a la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) y pertenecer a una estructura castrense de los pies a la cabeza.
La polémica es compleja porque hay diversos argumentos, algunos reales y otros meramente retóricos, que hacen difícil plasmar un escenario en blanco o negro. Para un país que arrastra desde hace más de quince años un promedio de 30.000 personas asesinadas cada año, no hay soluciones simples ni mucho menos inmediatas.
Para empezar, en la historia contemporánea de México, los proyectos de seguridad pública se entremezclaban con los de seguridad interior y los de seguridad nacional. La primera consiste en proteger a la ciudadanía de los delitos del fuero común, como homicidio, secuestro y extorsión; la seguridad interior se refiere a las posibles amenazas contra el Estado que se gestan en el interior de su territorio; y la seguridad nacional se encarga de la defensa del país al exterior, ante otros Estados.
Durante los gobiernos conservadores de Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012) se entremezclaba la seguridad pública con la seguridad nacional sin ton ni son, en aras de servir a los intereses de Estados Unidos. Fox firmó en 2005 la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (ASPAN) que aborda temas de seguridad y militarización, energía, telecomunicaciones e integración aduanera. Por su parte, Calderón suscribió en 2008 la Iniciativa Mérida, enfocada en los temas de seguridad y narcotráfico, similar en muchos aspectos al Plan Colombia.
Es decir, la seguridad para los conservadores no era una cuestión únicamente nacional sino que forma parte de una estrategia más amplia, vinculada a un espacio territorial estratégico para Estados Unidos y las empresas trasnacionales. Esos presidentes aceptaban en los hechos que México era el patio trasero de Estados Unidos y actuaban para complacer los intereses del vecino del norte.
En el pasado, la seguridad pública pretendía mezclarse con la interior y volverse una extensión de control, no solamente contra los adversarios políticos sino también contra grupos enteros de ciudadanos.
Por su parte, en el gobierno de Peña Nieto se impulsó una Ley de Seguridad Interior en 2017, que abría la puerta para realizar de manera legal actividades de espionaje hacia cualquier individuo, sin que existiera una rendición de cuentas que justificara las acciones emprendidas. Esa Ley de Seguridad Interior se asemejaba a la Patriot Act (2001) aplicada en Estados Unidos después del 9/11 o a la declaratoria del État d'urgence (2015-2017) en Francia, después de los ataques terroristas en París.
El mismo día que los diputados aprobaban la Ley de Seguridad Interior, de forma casi desapercibida el Senado decretaba una nueva Ley de Biodiversidad, la cual permitía la explotación minera y de hidrocarburos en áreas naturales protegidas. Regularmente, quienes más se han opuesto a este tipo de explotación son las comunidades indígenas, al considerar que se vulneran los derechos de su territorio.
En casos así, la seguridad pública pretendía mezclarse con la interior y volverse una extensión de control, no solamente contra los adversarios políticos sino también contra grupos enteros de ciudadanos, que no aceptan los megaproyectos de las trasnacionales y las economías extractivistas.
La iniciativa hecha por la oposición en la Cámara de Diputados, pero respaldada por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, propone ampliar hasta 2028 el periodo en el que el presidente de la República podrá disponer de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública de manera regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria.
Con estos antecedentes, es claro que la actual propuesta de que los militares desempeñen funciones de seguridad pública no es similar a las políticas del pasado reciente, que se mezclaban con las de seguridad nacional e interior.
Personalmente estoy en contra de que el Ejército y la Marina hagan tareas de protección civil y policial para las que no están entrenados sus miembros.
A pesar de eso, personalmente estoy en contra de que el Ejército y la Marina hagan tareas de protección civil y policial para las que no están entrenados sus miembros. Las Fuerzas Armadas suelen estar adiestradas para situaciones de guerra donde la defensa de derechos humanos no es una prioridad, incluyendo el derecho a la vida. El resultado suele ser un índice muy alto de letalidad en las actividades que ambos grupos realizan en la lucha contra el narcotráfico.
A esto, agreguemos que las Fuerzas Armadas, como la Iglesia católica, no son instituciones monolíticas sino que tienen muchas facciones y corrientes al interior. En la Iglesia, lo mismo conviven los franciscanos con los jesuitas o el Opus Dei con la Teología de la Liberación. Algo similar ocurre en el Ejército donde hay lo mismo quienes son pueblo y sirven al pueblo de México en labores de rescate en los desastres naturales, como hay quienes están vinculados con el narcotráfico.
Hacer estas distinciones no es fácil para el ciudadano de a pie, menos porque rara vez es pública la información relativa a las Fuerzas Armadas, mismas que se manejan de manera criptica por cuestiones de seguridad nacional, o al menos es lo que se argumenta.
Por otra parte, la alternativa más simple y común para que el Ejército y Marina ya no participen en la seguridad pública es fortalecer las policías municipales. Y no es que la idea sea incorrecta pero, tal vez, es simplemente imposible de aterrizar esta opción en un plazo menor a diez años. La policía municipal es el eslabón más débil en la cadena de seguridad pública, ya que está asociada a menudo con el narcotráfico para el control del territorio a nivel municipal y regional.
Concuerdo con el periodista Jorge Zepeda Patterson, quien señala que si bien López Obrador puede mantener a raya a los militares, para cualquiera que lo suceda será una tarea titánica si se les siguen otorgando más cosas en la ley.
Además de la colusión con el crimen organizado, la policía municipal suele cometer muchos abusos contra la ciudadanía. Ejemplo de esto, es el caso reciente de la joven Abigail Hay, que fue encontrada muerta en una celda del municipio de Salina Cruz en Oaxaca. Según ha documentado su madre, el asesinato dentro de la cárcel ocurrió a manos de elemento femeninos de la policía municipal. Y así hay muchísimos casos, desafortunadamente.
En estos contrastes, el Ejército y la Marina rondan el 80% de aprobación de la ciudadanía, mientras que la policía municipal no llega ni al 50% y es de las instituciones que son percibidas con mayor corrupción. Así, la percepción de la clase media urbana y las recomendaciones de los especialistas de seguridad, que nunca salen de sus cómodos cubículos académicos, es que los militares deben retirarse de las tareas de seguridad pública. Sin embargo, la gente que vive en las zonas de violencia controladas por el crimen organizado prefiere, abismalmente, esta opción al de las policías municipales.
La iniciativa que surgió de la Cámara de Diputados será discutida y modificada en el Senado todavía. Y aunque no hay respuesta obvia ni sencilla en el corto plazo donde la presencia del Ejército y Marina en la seguridad pública parece ser inevitable, concuerdo con el periodista Jorge Zepeda Patterson, quien señala que izquierda y militarización es un matrimonio imposible, y que si bien un presidente tan fuerte y popular como López Obrador puede mantener a raya a los militares, para cualquiera que lo suceda será una tarea titánica si se les siguen otorgando más cosas en la ley.
Simplemente no es deseable y debe tener límites temporales y de responsabilidades claros. Ahora debemos elegir entre inconvenientes.