En sólo 24 horas, el Poder Judicial de Brasil dejó atrás cualquier muestra de equidistancia previa y se lanzó en una ofensiva brutal contra el gobierno de Dilma Rousseff y la designación del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva como ministro de la Casa Civil.
En primer lugar, el juez Moro, que había perdido la causa a raíz de la designación, difundió un audio entre Lula y Dilma violando la propia Constitución de Brasil, tras lo cual la presidenta anunció que acudiría a la justicia. Luego, el juez federal Itagiba Catta Preta Neto emitió una cautelar para suspender la juramentación de Lula —con todo lo que ello implica, habida cuenta de que es un expresidente de doble mandato— en el gabinete de Dilma. Enseguida, los medios internacionales se hicieron eco del perfil público del juez en las redes sociales, plagado de convocatorias a movilizaciones a favor del 'impeachment' a Dilma y con frases como "si ella cae, el dólar cae con ella".
El asedio al tándem Dilma-Lula no terminó allí: los medios 'Folha de Sao Paulo', 'O Estado de Sao Paulo' y Globo adornaron de titulares catastróficos la noticia del archivo de voz, aun cuando la propia relatoría de Moro decía que no había indicio de actuación "inadecuada" en aquel diálogo. Y la FIESP (Federación de Industrias del Estado de Sao Paulo) pidió la "renuncia ya" de la presidenta.
Brasil vive, entonces, horas decisivas. A las convocatorias permanentes (y nada espontáneas) de la derecha brasilera y los sectores medios urbanos contra el gobierno, se ha sumado un llamado del bloque PT-CUT-MST para defender al gobierno de Dilma de estos embates. El propio Lula había sido muy claro durante la celebración del 36.º aniversario del Partido de los Trabajadores, al decir que "si me quieren derrumbar, tendrán que ir a las calles", lo que pronostica que no se rendirá fácilmente; algo acorde, además, a sus cuatro décadas de persistencia en el plano político y sindical.
En el caso de paralizarse la designación de Lula, estaríamos ante un antecedente muy grave, que además contradice la separación de poderes: tan declamada y, a la vez, poco trabajada por parte de los sectores conservadores de nuestro continente. En caso de afirmarse en el Gobierno, el exlíder sindical, deberá tomar el control político-económico de Planalto lo que, en términos concretos, significa cambiar la orientación macroeconómica originada desde el inicio del segundo mandato de Rousseff.
Sobre este tema, Lula fue contundente en enero, al decir que "tenemos que explicar por qué Levy dejó el Gobierno", en alusión a las políticas ortodoxas del formado en Chicago. Un plan extensivo de créditos y una ampliación de programas sociales como Bolsa Familia y Mi Casa Mi Vida, podrían ser la llave de salida "por arriba" del actual laberinto del Gobierno petista, en términos de iniciativas concretas.
El punto de la movilización popular es, además, lo que marcará las próximas horas de la política brasilera, con repercusiones regionales, pase lo que pase. Para sostenerse, y también para tomar nuevo impulso, el tándem Dilma-Lula tendrá que apuntar a una disputa simbólica en todos los planos: las calles, hoy ganadas por los sectores más conservadores; los medios, donde se afinca el antipetismo más extremo, recubierto de intrigas; y las instituciones. En los tres ámbitos se desarrolla, al mismo tiempo y con ritmos diversos, el intento de golpe institucional. El PT cuenta con el apoyo —aunque hoy más pasivo que antes— de un importante sector del pueblo brasilero, que no parece dispuesto a resignar lo que consiguió durante este tiempo. Sin embargo, de no activarse a tiempo esa célula dormida, podría ser demasiado tarde. Lo sabe Lula. Lo sabe Dilma. Pero sobre todo, lo sabe la derecha que, envalentonada y sin ningún respeto por las instituciones antes glorificadas, quiere dar el golpe final.