América Latina está en estado de excepción. Chile, el máximo exponente latinoamericano del modelo neoliberal, acaba de derrumbarse en escasamente dos semanas. Durante décadas, el descontento ciudadano por el desigual reparto de la riqueza quedó desenfocado por el resplandor de las brillantes cifras macroeconómicas —Chile ha aumentado la renta per cápita desde 1990 un 50 % más que la media del resto de América Latina y el Caribe—. El colapso ha devuelto a los militares a la calle, pero esta vez no lo han hecho para usurpar el poder, sino para apoyarlo. El resultado: al menos 20 muertos, 473 civiles heridos entre el 19 y el 27 de octubre y tres muertes atribuidas a las fuerzas armadas en proceso de investigación.
No es un caso único. En México, hace años que la seguridad ciudadana fue militarizada con resultados devastadores: la seguridad no solo no ha aumentado, sino que ha quedado seriamente mermada. Un ejemplo es lo sucedido a mediados de octubre, cuando criminales y militares se enfrentaron en las calles de Culiacán tras la detención del hijo del 'Chapo' Guzmán con un final sangriento: varias decenas de muertos. Las fuerzas militares mexicanas no solo no han revertido la situación, sino que cada día aumenta la nitidez de la imagen de México como estado fallido. Estado que, en esencia, no es capaz de mantener el control sobre su territorio.
Las reformas pactadas en Ecuador por Lenín Moreno con el Fondo Monetario Internacional provocaron este mismo mes de octubre que los militares saltaran a las calles y reprimieran a la ciudadanía. El resultado tras doce días de protestas: al menos una decena de muertos, más de 1000 detenidos, casi 1500 heridos y la cúpula militar cesada.
En Brasil, no es que el gobierno se apoye en los militares para solucionar las situaciones de estrés, es que los militares dirigen el gobierno. Esto llevó al ultraderechista Jair Bolsonaro a calificar de terrorismo las manifestaciones en Chile, justificar la represión e incluso ofrecer al ejército brasileño, el cual está acusado de robos, agresiones sexuales, extorsiones, amenazas, agresiones físicas, ejecuciones o matanzas a su propia población.
En Colombia, tradicionalmente, las fuerzas armadas han realizado múltiples misiones de seguridad interior que debieran corresponder a los cuerpos policiales, hasta el punto de ser exhortadas por la Asamblea el año pasado para que patrullaran las calles. En la lucha armada que han mantenido las acusaciones de asesinatos y torturas no han dejado de producirse. Incluso en las últimas horas militares colombianos han sido acusados de torturar y asesinar a un joven campesino en Cauca.
En este contexto, los uruguayos votaron este pasado domingo, con mucha razón, contra la militarización de la seguridad ciudadana. Los civiles no quieren a militares en las calles.
Los ejércitos asaltan las calles
Como se desprende de la breve introducción realizada, desde hace solo unos pocos años muchos países han sido seducidos por el pretorianismo y han entregado la seguridad interna a sus fuerzas armadas, aun cuando ello, tanto en el pasado como en estos últimos años, se ha demostrado ineficaz. Una señal muy reveladora de los cambios que se están viviendo y del control por parte del poder de todos los resortes es que estos movimientos pretorianos ya no necesitan derrocar gobiernos para intervenir en la sociedad, sino que son llamados directamente por los gobernantes.
Esto se debe a fundamentalmente a dos motivos. En primer lugar, ya no es concebible la existencia de regímenes autoritarios tradicionales en los que derechos como el sufragio o la libertad de expresión queden cercenados groseramente. Ahora de lo que se trata es de conseguir por medio de otros ejércitos —periodistas y políticos, esencialmente— que el poder continúe acumulando capital en detrimento de la mayoría de la población. En segundo lugar, los gobiernos son mayoritariamente controlados por las élites, incluso aquellos que pudieran parecer o que se presentaran como progresistas. Ello hace que no sea necesario derrocarlos, basta con apoyarlos. Pero la consecuencia final sigue siendo la misma que hace tres décadas: las fuerzas armadas intervienen en asuntos internos de los países en favor de las élites.
Ahora mismo, Latinoamérica es el principal campo de batalla del enfrentamiento entre los ciudadanos y las élites y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, así como las fuerzas armadas, están jugando un papel fundamental. Es el tablero de la violencia, absolutamente abandonado por la izquierda en muchos países por sus posiciones pacifistas y antimilitaristas, en el que se dirimirá el resultado final y las élites han apostado por el regreso de los efectivos militares al juego.
¿Deben actuar los militares en asuntos internos?
Civilizar la seguridad ciudadana fue un logro de finales del siglo XX, tras décadas de injerencias militares que tuvieron desastrosas consecuencias: Brasil, Argentina o Chile dejaron heridas en Latinoamérica que todavía sangran hoy. Ello, junto a las terribles consecuencias de las dictaduras militares en otras partes del mundo, generó un movimiento mayoritariamente aceptado sobre la necesidad de separar las funciones de los cuerpos policiales y los militares, acotando claramente los campos de actuación de cada uno. De esta forma se llegó al consenso de que los cuerpos policiales deberían encargarse de los asuntos internos y los militares, salvo situación extremadamente excepcional —como un golpe de Estado— de los asuntos externos, entre los que se incluye una agresión de un país ajeno.
Mientras las élites se sintieron seguras, hasta comienzos de este siglo, esta tendencia internacional, con excepciones, se cumplió, pero a medida que la precarización y el empobrecimiento han separado cada vez más a los ciudadanos de las clases más adineradas aun cuando los índices macroeconómicos han crecido sostenidamente, los gobiernos, susurrados convenientemente por el poder y atemorizados por el descontento ciudadano, han terminado por sucumbir a la tentación de la pólvora.
Los ejércitos no son la solución, son una consecuencia del problema
La situación exacta de la disputa entre lo militar y lo civil refleja por normal general con gran precisión la justicia social o la convulsión ciudadana de un país, una región o el mundo en general. Cuando la tendencia es civilizar el mundo militar, la justicia social avanza y las convulsiones son escasas, pero cuando, por el contrario, la tendencia es la militarización de la sociedad, la justicia social languidece y la convulsión se apodera de las calles. Por tanto, América Latina vive tiempos convulsos en los que el progreso se encuentra seriamente amenazado.
La solución no la encontrará ningún gobierno en los ejércitos, sino en las antípodas: restablezcan la justicia social y ella se encargará de detener las convulsiones y retornar a los militares a los cuarteles. Cuando eso suceda, Izquierda, no olviden civilizarlos, a los militares digo, o volverán a sufrirlos cuando la justicia social (la) se detenga.