Chile. Un estudiante de medicina intenta ayudar una persona que solicita auxilio en un supermercado. Entre diez carabineros le golpean y le obligan a gritar 'sí, soy maricón’, para después bajarle los pantalones y penetrarle analmente con una porra. Un militar amenaza a una mujer, que está bocabajo y sobre la basura, con dispararla si se mueve. Acto seguido recorre su cuerpo con el fusil y amenaza con penetrarla con él, no es una bravuconada. No son los tiempos del general Augusto Pinochet, pero siguen siendo los tiempos de los 'Chicago Boys', los liberales económicos de los discípulos de Milton Friedman. Fue hace escasos días, en octubre de 2019.
El subsuelo de la macroeconomía chilena tembló con virulencia cuando el 18 de octubre se reprimió violentamente a los estudiantes que protestaban por la subida del transporte, lo que desembocó en una protesta generalizada siguiendo la estela reciente de la agitación latinoamericana. Al día siguiente, el pasado 19 de octubre, cuando el Gobierno de Sebastián Piñera declaró el Estado de excepción en Chile, no solo sorprendió al mundo y se resquebrajó definitivamente el idílico relato del mayor éxito del neoliberalismo en América Latina, sino que también abrió una puerta al tétrico pasado castrense chileno.
Durante el Estado de excepción —del 19 al 27 de octubre—, los militares chilenos —y carabineros — volvieron a las calles en ocho días que se hicieron demasiados. El balance no puede ser más inquietante, pues el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) denunció el pasado 30 de octubre un total 167 acciones, entre las que se incluyen 5 por homicidio, 92 por torturas y 19 por acosos o agresiones sexuales. En las 19 querellas de naturaleza sexual se vieron afectadas un total de 39 víctimas —5 hombres, 21 mujeres y 13 menores—, pues varias de las querellas son múltiples.
Hasta el 27 de octubre pasado, la Fiscalía chilena contabilizó 840 investigaciones por diferentes actos de violencia de distintos agentes, policiales o militares, entre los que se encuentran los delitos de naturaleza sexual. Potencialmente, pudieron ser violadas o agredidas sexualmente ocho personas; cuatro fueron amenazadas con la comisión de un delito sexual y 29 fueron desnudadas.
Pero ¿cómo es posible?
Parece que no solo los economistas de todo el mundo, los medios de comunicación y los propios chilenos olvidaron revisar qué subyacía bajo la alfombra del imponente y moderno salón económico chileno. No solo en el Ejército o en los carabineros, incluso en los centros escolares y las universidades: en el año 2005, un riguroso estudio científico alertaba del problema de género en Chile; en 2012, varios estudiantes fueron desnudados, algunos menores —14 años— en Racagua; en 2018, muchos estudiantes denunciaron en casi una veintena de universidades la alta tasa de acoso sexual que sufrían —el 15%—. Pero ¿cómo prestar atención al acoso sexual o la violencia de género cuando se está inmerso en una brillante carrera hacia el milagro económico?
Desgraciadamente, no solo en Chile —en España lo sufro en primera persona—, la sociedad moderna tiende a abandonar determinados espacios, como el militar y el policial. Unos, por cegada admiración, y otros, por incomprensible repulsión, olvidan que en las umbrías proliferan especies que en las solanas no tienen ninguna posibilidad. Es esa inacción la que permite la sacralización de lo militar, su elevación al altar más glorioso de la nación.
Pero, obviamente, la multitud de denuncias que se están produciendo en Chile no han surgido por generación espontánea, sino que llevan sobreviviendo y extendiéndose en la ladera militar desde hace décadas gracias, entre otras cuestiones, a la connivencia de medios de comunicación y políticos. Incluida la izquierda, arrojada en muchos casos y de forma incomprensible a un pacifismo tan imprudente como imposible en los tiempos que corren.
Sobre todo, porque el contexto de creciente militarización en América Latina debe suponer un despertar en cuanto a la necesidad de regenerar, airear e iluminar los espacios militares. Lo castrense no puede ni debe seguir siendo un espacio oscuro, opaco y estanco, debemos trabajar estos espacios, aunque solo sea porque tanto los efectivos militares como los policiales son los que un día pueden recibir la orden de reprimirnos.
Nunca hubo milagro, tampoco regeneración
El 'milagro de Chile' nunca fue tal, nunca fue el milagro económico alemán, ni entre 1973 y 1990 que duró la dictadura chilena, ni desde entonces hasta ahora, aunque economistas como el mencionado Milton Friedman así lo apodaran y medios sumisos de todo Occidente lo repitieran una y otra vez.
Chile no había cambiado tanto, aunque el mundo entero e, incluso, hasta los propios chilenos así lo creían. No era para menos: resulta casi imposible no sucumbir a la hipnosis de la macroeconomía. Es casi una epidemia mundial, pues en cualquier país, sea cual sea, millones de niños pueden estar al borde de la pobreza; millones de familias pueden no tener dinero para calentar sus hogares en inviernos; o millones de personas pueden no poder acceder a medicamentos, tratamientos, dependencia o educación; pero si los índices de crecimiento son óptimos, los bancos obtienen beneficios y las acciones de las grandes empresas cotizan al alza, el país será considerado un éxito mediático. Y si en un país los datos macroeconómicos rebosan de salud financiera, todos asumen que sus órganos, incluidas las vísceras castrenses, son modernas y democráticas.
Tampoco hubo regeneración ni modernización de los cuerpos policiales y militares, sobre todo porque esta no es una cuestión prioritaria ni para los medios de comunicación ni para los partidos políticos. Por tanto, tampoco lo es para la sociedad. Hasta que las cuestiones militares, policiales y geopolíticas no entren en la agenda política y en la 'escaleta' mediática será imposible cercenar la violencia, incluida la sexual, del supuestamente proporcionado ejercicio de la fuerza.