En los dos últimos años, desde que Donald Trump se hiciera con las riendas del carromato norteamericano, los Estados Unidos tomaron múltiples decisiones geopolíticas, en muchas ocasiones hasta contradictorias, pero siempre, o casi siempre, controvertidas. Una de ellas, de las más importantes, fue abandonar Oriente Próximo para retornar a América Latina, lo que provocó que el continente americano viviera un año de enorme agitación en el que los norteamericanos asaltaron, como si de una película del salvaje oeste se tratara, país tras país en una trepidante y alocada aventura que dejó tras de sí decenas de muertos, heridos y torturados, pero, sobre todo, la sensación de quebranto, de colapso: América Latina cayó mucho antes de lo que se podía imaginar y esperar. Una más que interesante y trabajada serie televisiva, pero una tragedia continental en la que todavía quedan capítulos por relatar.
Mesoamérica, la nueva frontera norteamericana
Centroamérica fue uno de los principales objetivos de los cuatreros norteamericanos. Pistola en mano amenazaron, muy especialmente a México, con una guerra comercial que llevaría al país, al enorme país, a una situación dramática en el caso de no convertirse en la nueva frontera de Estados Unidos. Un frontera de casi dos millones de kilómetros cuadrados y 125 millones de policías en la que confinar a todos los migrantes que huyen de la pobreza que, precisamente, genera el expolio de las grandes empresas y capitales, la mayoría norteamericanos. Aun así, se le quedó pequeña la frontera-prisión al colono yanqui, por lo que añadió Guatemala, Honduras y El Salvador.
La lucha planetaria contra el mal: Cuba y Venezuela
La lucha contra la reencarnación maligna en el planeta Tierra también fue un objetivo de los superhéroes vengadores norteamericanos: Cuba y Venezuela estuvieron bajo su ánima. Pero no cayeron. Ahí siguen aguantando el sitio y los tiros como buenamente pueden. Cuba, en medio de un retorno a los tiempos del bloqueo; y Venezuela, en una situación absolutamente surrealista. No soy ni seré un defensor de los golpes de Estado, pero uno no puedo sentir más que bochorno ante el golpe de Guaidó, porque dar un golpe sin contar con el apoyo de los militares es casi como jugar un partido de fútbol con un balón imaginario. Ahí está él, y varios cientos de millones de personas, convencido de ser presidente de Venezuela. Presidente imaginario, con golpe de Estado imaginario y Ejército imaginario. De locos es poco. Porque si hace solo un lustro alguien hubiera hecho una película con semejante guion no la habría querido ver ni la familia del director, por disparatada, pero ahí están los medios occidentales, trabajando duro, para que el ciudadano medio lo considere normal. Y lo consiguen.
Todo sea por los derechos humanos que defienden casi ininterrumpidamente los norteamericanos, salvo cuando, entre premios Nobel y demás reconocimientos mundiales, se dan un atracón de ahogamientos en toallas mojadas y mazmorras medievales en Guantánamo o en otras muchas oscuras y húmedas cuevas. Batman forever.
El asalto a América del Sur
Lo relatado hasta ahora son acontecimientos geopolíticos como para un lustro, pero a Donald Trump no le duraron ni unos meses. Es lo que tiene pasar de sesudos ensayos con los que dominar el mundo, estilo Kissinger, a tuits de solo unos centenares de caracteres: Kissinger no le duraría a Trump ni una semana. Un par de tuits a lo mucho. Por eso, Estados Unidos también asaltó el Cono Sur, que terminó en llamas.
A la ya referida Venezuela se le sumó el asalto a Bolivia, la cual, mediante golpe de Estado de manual sucumbió a los indecentes deseos norteamericanos, no sin un buen grado de surrealismo, en una indescriptible autoproclamación, con biblia sacra de por medio, que convirtió a Jeanine Áñez en presidenta del país. Bolivia, convertida mitad en Spaghetti western y mitad en película de cazavampiros de serie b, ya cuenta con las primeras denuncias de nepotismo tras la colación de una hija de la presidenta, Carolina Ribera, en el Ministerio de Comunicación. Y parece que no será el último capítulo. Netflix tendrá un filón aquí.
En la misma dirección, pero en sentido contrario, se encontraron Ecuador y Chile. Países en los que 2019 quedará grabado para siempre. Ecuador y Chile se vieron envueltas en protestas ciudadanas que fueron reprimidas con gran crueldad: violencia, asesinatos, acosos sexuales, violaciones... Auténticas películas de terror en las que muchos medios de comunicación siguen manteniendo la lógica de 'vaqueros buenos' e 'indios malos'. Pero hace tiempo que muchos sabemos que John Wayne y los suyos no son los buenos de la película, sino los que exterminaron a decenas de pueblos.
Colombia retornó a los tiempos de los 'falsos positivos', los tiempos en los que las fuerzas policiales y militares asesinaban, porque parte de la guerrilla, ante los engaños del Estado, decidieron volver a la selva y a las emboscadas. Y Brasil a los tiempos de las ejecuciones extrajudiciales en las favelas y los escuadrones de la muerte. Dirigido por Jair Bolsonaro, un excapitán ultra admirador de los tiempos de la dictadura, lo extraño hubiera sido que no hubiera sucedido.
Fue, por tanto, un año de revival. De fantasmas del pasado, de retorno de las dictaduras, de vuelo del Cóndor, que no solo se debió a las maniobras norteamericanas tras su abandono de Oriente Próximo: la izquierda tiene una gran cuota de responsabilidad en el asunto.
La película de la izquierda
Explicaba César Milani, teniente general que fuera jefe de Estado Mayor del Ejército argentino entre 2013 y 2015, que los ejércitos latinoamericanos son reaccionarios y están sometidos a Estados Unidos y a las élites locales. Cierto. Ello, como bien apunta el propio Milani, no solo es atribuible a las élites locales al servicio de los Estados Unidos –los gobiernos conservadores–, sino que los gobiernos progresistas tienen mucha responsabilidad en el asunto.
Solo en 2019, AMLO ha escuchado de fondo en México el ruido de sables y Evo Morales ha caído en Bolivia por el posicionamiento de los militares. Posicionamiento que ha permitido sobrevivir a los gobiernos de Chile, Ecuador… y Venezuela. Los ejércitos –y los cuerpos policiales– ya no sirven para conquistar países o defenderse de ataques externos, pero son claves para sostener o derrocar gobiernos. Convendría que, ahora que la izquierda parece haber recuperado espacio en América Latina, como en México o Argentina, los gobiernos progresistas comprendan que un entorno democrático no es suficiente como para regenerar las fuerzas armadas de un país. Se requiere actuar sobre ellas. Como asevera César Milani, 36 años de democracia no han sido suficientes para convertir a las Fuerzas Armadas argentinas en neutrales. Ni un siglo bastaría para ello.