Eso cantaba la mítica REM a finales de los años ochenta en su inolvidable It's the end of the world as we know it (1987), una canción que años después, casi una década, se convertiría en prólogo de la taquillera Independence Day (1996). Una película de alienígenas que supuso la consagración de Will Smith y la destrucción de medio planeta, Capitolio incluido. Y ojalá todo este tinglado organizado tuviera que ver con un ataque sincronizado de gigantescas naves espaciales situadas sobre las principales ciudades del planeta. Ojalá todo esto fuera cuestión de unos alienígenas que pretendieran dejar el planeta como un solar (apañados estarían, porque el planeta Tierra ya casi es un solar). Ojalá, porque al menos estaríamos a salvo de la estupidez supina y el egoísmo obsceno.
El mundo en shock
Los chinos construyendo un hospital en diez días, los italianos aislando ciudades, turistas en Canarias recluidos en un hotel (esto último debería ser un delito, ¡Canarias!, adiós vacaciones y playita), el Mobile World Congress cancelado en Barcelona, los Juegos Olímpicos de Tokio en el aire, los medios informando casi en tiempo real... ¿Es la rabia con su 95 % de mortalidad? ¿El Ébola y su 50 %? Tal vez, hablando de coronavirus, ¿es el MERS con el 30 % o el SARS con el 10 %? No, no es ni una gripe, casi ni un constipado, oiga.
La tasa de mortalidad del coronavirus, el COVID-19 (así se llama el bicho), que parece que va a destruir el mundo, se sitúa en Wuhan entre el 2 y el 4 % y fuera de esta 'Zona Cero' se sitúa sobre el 0,7 %. Incluso hay estudios que entienden que las tasas de mortalidad del coronavirus son todavía más bajas, puesto que lo cierto es que existen muchos pacientes asintomáticos, esto es: portadores que no muestran síntomas. Así pues, la tasa de supervivencia más baja se sitúa en el 96 %, aunque es probable que esta llegue o supere el 99,7 %. Y es que casi tiene más peligro cruzar la calle en según qué países.
Cuando me afanaba en juntar estas letras, la Organización Mundial de la Salud (OMS) informaba de 80.289 contagios y 2.704 muertos en todo el planeta. Y salvo catástrofe, parece que los seres humanos seguirán poblando el mundo cuando esta opinión se publique, yo por si acaso ya he hecho testamento (se lo dejo todo a los perros, bastante menos estúpidos que nosotros).
Como en el caso de las caídas en las escaleras (espero que no las acordonen tras esta revelación), las mayores tasas de mortalidad se sitúan en las personas de más avanzada edad y en aquellas que tienen problemas o inmunodeficiencias.
Si bien es cierto que las cifras más graves revelan que el 15 % de los afectados sufren problemas graves, el 5 % llega a una situación muy grave y el 2 % termina falleciendo (ya hemos comentado que estas cifras son con toda seguridad muy inferiores), resulta innegable que casi el 25 % de los fallecidos tenían más de 70 años y no existe a día de hoy ningún menor de 10 años que haya perecido. Y pensándolo bien, si este virus amortiza a toda la humanidad menos a los menores de diez años, puede hasta que nos esté haciendo un favor.
Pero es que el COVID-19 puede ser una broma en comparación a... ¡la gripe de toda la vida!
Para hacernos una idea del disparate de lo que acontece, durante la campaña de gripe en España de 2018 a 2019, la tasa de fallecimientos fue del 1,1 % con los datos oficiales: 525.300 afectados y 6.300 fallecidos. En el mundo, el mismo que pretende despoblar el COVID-19, anualmente fallecen por gripe entre 290.000 y 650.000 personas. Pero es que, además, un estudio en España publicado en septiembre pasado demostró que las cifras de fallecidos por la gripe están infravaloradas hasta en un 90 %. Es decir, muy probablemente la gripe, al menos en España, provoca la muerte a diez veces más personas de lo que las cifras oficiales reflejan.
Ello se debería a que, al perecer, solo se puede registrar una causa en la muerte de una persona y, en muchos casos, en lugar de la gripe, se inscribe aquella causa que finalmente provoca la muerte. Y es que los virus, como otras patologías, en muchas ocasiones generan un estado de debilidad que provoca una muerte posterior. Como la caída en las escaleras que deriva en una fractura de la cadera y por lo general no es mortal, pero en personas muy mayores puede suponer su fin. Pues igual. Así pues, pudiera ser que la legalidad de la gripe en España llegara al 10 % de mortalidad y que las cifras de fallecidos supusieran en España hasta casi 30.000 y en el mundo varios millones.
Con estos datos, el coronavirus COVID-19 no es ni un resfriado en comparación a la gripe.
Una pandemia de estupidez y egoísmo
Lo que sí da para, recordando a REM, perder la religión, la fe y hasta el partido de fútbol del domingo, es la estupidez y el egoísmo humanos. Incomparables tras este episodio.
El circo mediático organizado, la parafernalia política y la psicosis con la que los humanos se aferran a sobrevivir a esta mini-gripe resultan abrumadoramente desoladoras.
Porque dejando al margen el lamentable nivel de gran cantidad de medios o las extremas medidas adoptadas, lo cierto es que uno de los elementos más importante en la alarma mundial creada por el virus reside en su carácter democrático. Algo perceptible cuando el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, afirmó que "este virus no respeta fronteras; no distingue entre razas o etnias; y no tiene en cuenta el PIB o el nivel de desarrollo de un país".
Por ejemplo, la ONU señaló en su informe de 2019 que durante 2018 alrededor de 113 millones de personas murieron de hambre, 143 millones de personas estaban cerca de perecer por este motivo y en total más de 800 millones de personas en el mundo padecían hambre. Sin embargo, esta epidemia no es contagiosa, no hunde los valores bursátiles ni pone en peligro la celebración de eventos deportivos. Se controla con el PIB y mata, sí, pero no a cualquiera, sino a los pobres en exclusiva.
Todavía hoy más de uno lamenta la ausencia de estructuras sanitarias adecuadas en la mayor parte del mundo, las cuales permitirían controlar de forma más eficaz el principal problema de este coronavirus: el alto nivel de contagio. A ver si de esta pandemia dispuesta a arrasar al ser humano se comprende que se necesitan estructuras sanitarias públicas y sólidas en todo el mundo. En los países ricos, para que las empresas privadas dejen de hacer un negocio que hoy puede costarnos caro, y en los países pobres para que las personas dejen de morir cuando existen vacunas para sus enfermedades. Aunque sólo sea para que cuando una pandemia de verdad nos amenace no encuentre en su expansión otra cosa que gigantescas autopistas desiertas.
En definitiva, no, el coronavirus COVID-19 no será el fin del mundo tal y como lo conocemos, al menos con la información existente hoy, pero a lo mejor no estaría tan mal. Como cantaban Michael Stipe y los suyos: and I feel fine.