"No puedo respirar", repitió en varias ocasiones George Floyd el pasado 25 de mayo durante los casi nueve minutos en los que el agente Derek Chauvin le presionó el cuello contra el asfalto. Poco después falleció por asfixia y Estados Unidos volvió a sumirse en una nueva revuelta como protesta por el racismo que sufren casi cuarenta millones de afroamericanos –alrededor del 12,4% de la población total–. Una revuelta imposible de comprender sin recordar el pasado.
La Emancipación de 1865: libres, sí; pero no iguales
Para vislumbrar el nivel de la opresión de los afroamericanos en Norteamérica, resulta necesario reseñar que, durante el siglo XIX, incluso aquellos que se mostraban partidarios de la libertad de los esclavos, no tenían muy clara la cuestión de la igualdad: "Nada hay escrito con más seguridad en el libro del destino como que estas gentes han de ser libres; pero no es menos cierto que las dos razas, igualmente libres, no pueden vivir bajo el mismo gobierno" (Thomas Jefferson, 1821). En aquella época, el nivel de racismo llegaba hasta tal punto que, por ejemplo, haber asesinado a un líder indio con las propias manos constituía un motivo de prestigio en unas elecciones –en la década de los treinta del siglo XIX, a Richard M. Johnson, vicepresidente demócrata, se le atribuía haber matado al jefe indio Tecumseh; y a Hugh L. White, uno de los candidatos, se le presumía el asesinato con sus manos del jefe Cherokee–.
Incluso Abraham Lincoln realizaba afirmaciones en 1854 que hoy serían escandalosas: "¿Liberarlos y hacerlos nuestros iguales? Mis propios sentimientos no lo aceptarían". Realmente, Lincoln se decantaba por liberar a todos los esclavos y "mandarlos a Liberia, su país natal". De hecho, la Proclamación de Emancipación solo fue una medida bélica en una situación desesperada, prueba de ello es que no se liberó a todos los esclavos de Estados Unidos, sino solo a los esclavos de los estados rebeldes. Ni siquiera quedaban libres los esclavos de los estados esclavistas no rebeldes. Además, dadas las circunstancias, solo era tinta sobre un papel de escaso valor real en la sociedad: el mismo julio de 1863 los disturbios se apoderaron durante cuatro días de Nueva York por el reclutamiento de la población de origen irlandés, la cual no estaba dispuesta a luchar por la libertad de los negros. Los negros conseguían ser libres, a medias, pero desde luego no iguales.
Cuando todo pudo (y debió) cambiar: el sueño de Martin Luther King, Malcom X y las Panteras Negras
El 28 de agosto de 1963, ante 200.000 personas, Martin Luther King proclamó en un discurso junto al monumento a Lincoln: "Tengo un sueño". Su punto de partida, en un discurso que llamaba a la concordia y la solución pacífica, fue la mencionada Proclamación de Emancipación de un siglo antes, en 1863: "Llegó como un amanecer de alegría para terminar la larga noche del cautiverio. Pero 100 años después debemos enfrentar el hecho trágico de que el negro aún no es libre. Cien años después, la vida del negro es todavía minada por los grilletes de la discriminación. Cien años después, el negro vive en una solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material. Cien años después, el negro todavía languidece en los rincones de la sociedad estadounidense y se encuentra a sí mismo exiliado en su propia tierra". El sueño de hace 57 años no difiere mucho del actual: igualdad.
En la misma década, Malcom X también soñó una solución al racismo que sufrían los afroamericanos en Estados Unidos: un Estado negro en África. Irónicamente, se trataba de un sueño que, recogiendo la idea racista de Lincoln sobre Liberia, incidía en la idea del retorno a África y el nacionalismo negro. Un sueño que, para 1965, el propio Malcom X ya no consideraba posible.
En esos mismos años sesenta se creó en 1966 el Partido de las Panteras Negras, cuyas pretensiones se basaban en lo pragmático a corto plazo como cimiento para lo utópico a largo plazo. Esto es, básicamente, trabajaron para proteger a los afroamericanos de la brutalidad policial y para erradicar la pobreza y la desigualdad que padecían con el fin de organizar una futura revolución cuando fuera posible el "qué hacer" de Nikolái Chernyshevski. Más allá de las circunstancias que provocaron su disolución en los años setenta, todavía poco claras y con la mano de J. Edgar Hoover meciendo la cuna, se percibe con claridad la situación de desamparo estatal en la que se encontraban los negros. Prueba de ello lo constituye que el programa más exitoso de las Panteras Negras, más que sus patrullas con boinas y fusiles, fueran los desayunos gratuitos.
En el fracaso de todas estas iniciativas emprendidas hace más de medio siglo, pero sobre todo en la inacción del Gobierno y las élites para resolver tanto el racismo como la desigualdad y la pobreza, se encuentra una explicación a lo que sucede hoy en día. Y no será que no fueron advertidos de las consecuencias, pues Martin Luther King no solo dejó un sueño en su histórico discurso, sino también una premonición que hoy combustiona: "No habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que el negro tenga garantizados sus derechos de ciudadano. Los remolinos de la revuelta continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que emerja el esplendoroso día de la justicia".
Pero los años sesenta dejaron una señal más inquietante que una simple premonición: fueron realmente violentos. En 1965, los disturbios en Watts, Los Ángeles, ocasionaron 34 muertos, 1.000 heridos y 4.000 detenidos; en 1967, los disturbios raciales se expandieron afectando a doce ciudades; y en 1968, el asesinato de Martin Luther King provocó 40 muertos, 2.500 heridos y 15.000 detenidos.
Y no solo fueron los años sesenta. En la década de los noventa, en 1992, se produjeron revueltas cuando los policías responsables de una paliza que fue grabada en vídeo fueron absueltos. Ardieron 1.100 edificios y murieron otras 40 personas. Hace solo seis años, en 2014, el asesinato de Eric Garner, que recuerda mucho al de George Floyd porque repitió hasta en once ocasiones que no podía respirar, terminó en absolución, y el asesinato a tiros de Michael Brown en Ferguson, Misuri, después de haber robado cigarrillos e ir desarmado también se solucionó con el agente exonerado, lo que quebró de nuevo la paciencia de la comunidad afroamericana y provocó una oleada de protestas que culminó con el Black Lives Matter –Las Vidas Negras Importan–. Hoy, algunos sectores critican con dureza los disturbios y la violencia, pero, atendiendo al pasado, ¿quién puede garantizar que sin ellos el asesino habría vuelto a ser protegido por la estructural impunidad racista existente en Estados Unidos?
La indignación de Tamika D. Mallory, un fracaso de más de doscientos años
Recogiendo siglos de opresión e injusticia, de hartazgo, desesperación e indignación, el pasado 29 de mayo, en un discurso viral, la activista millenial Tamika D. Mallory afirmó: "Hay una manera muy fácil de pararlo: detener a los policías, imputadlos a todos. No solo a algunos aquí en Mineápolis, imputadlos en todas las ciudades de los Estados Unidos en las que se está asesinando a nuestro pueblo. Haced lo que supuestamente representa a este país: la tierra de la libertad para todos no lo ha sido para los negros y estamos cansados". Tan lógico como casi utópico: terminar con la impunidad. Con la impunidad que constituye la máscara del racismo y la desigualdad estructural de los Estados Unidos.
La tierra de la asfixia afroamericana
Los negros han sufrido una historia de opresión centenaria en Estados Unidos que queda reflejada en datos difícilmente refutables, no solo por estadísticas sobre la violencia policial –el 24% de los asesinados a tiros por policías norteamericanos en 2019 eran negros, aunque solo representan el 12,4% de la población–, sino por la manifiesta desigualdad social: los blancos son diez veces más ricos y ganan el doble que los negros, siendo la tasa de desempleo de los negros el doble que la de los blancos. Completamente injustificable.
Es cierto que hoy existen clases medias y personalidades negras, incluso un expresidente negro, pero la realidad es que la mayoría de los negros vive en guetos en los que su mayor posibilidad de futuro pasa por terminar en prisión. Según Michelle Alexander, "Estados Unidos recluye a un porcentaje más alto de su población negra de lo que hizo Sudáfrica en el punto álgido de la era del apartheid", una situación que comenzó en los años ochenta con la guerra que Ronald Reagan emprendió, supuestamente, contra las drogas, pero que terminó encerrando de forma masiva a negros. Entonces, los reclusos en EE.UU. no llegaban a los 400.000, hoy superan los dos millones, siendo un tercio de ellos negros –y pobres–. Tal es la situación que, en el año 2000, había más negros en las prisiones que en las universidades (791.600 por 603.032).
En este contexto, ¿qué posibilidades reales tienen los negros de tener las mismas oportunidades que los blancos, de participar en el reparto de la riqueza, de formar parte en condiciones igualitarias de la sociedad? Porque esto no es el fuego de una ira vengativa por un asesinato o una injusticia puntual, sino la constatación de un problema estructural de racismo y desigualdad que los Estados Unidos se han negado a abordar durante más de doscientos años.
Liberia ya no es una posibilidad y Estados Unidos tampoco lo parece, no cesa en asfixiar a los afroamericanos.