La última crisis migratoria en Ceuta ha retratado a España como pocos acontecimientos históricos lo han hecho en los últimos años, lo que nos permite contemplar hoy un retrato preciso de no pocas cuestiones. Vamos con ello.
Ceuta y Melilla son una carga
A poco que se hiciera balance, tanto en términos económicos como geopolíticos, más allá de lo justo o de lo obvio, podemos concluir que Ceuta y Melilla son una carga para España. Resulta injustificado mantener dos colonias en pleno siglo XXI, pero hacerlo a tan enorme coste solo se comprende en un país aquejado de una nostalgia enfermiza. Es cierto que España no es el único país afectado por este mal, pues en los últimos tiempos hemos podido comprobar, por ejemplo, cómo los franceses suspiran por liderar Europa y recuperar sus áreas de influencias aun cuando carece de capacidad para ello, pero ello no modifica la realidad. Ciertamente, muchas de las potencias del pasado todavía suspiran por recuperar el estatus perdido, aunque no cuenten con la potencia para ello, pero España, además, todavía cojea: Cuba o Filipinas son heridas sin cicatrizar por la falta de regeneración.
Vayan unos datos objetivos del año 2019, antes de la crisis: Ceuta, con 20.900 euros per cápita, y Melilla, con 19.200, se encuentran entre un 10 y un 20% por debajo del PIB de España, que se sitúa por encima de los 23.000 euros. Además, superan ampliamente (con 28 y 21%) el desempleo peninsular (el 15%) y duplican el riesgo de pobreza (40% en Ceuta y 35% en Melilla) del total de España (20%). Y ello a pesar de tratarse de dos ciudades plagadas de funcionarios, ya que el 12% de toda la población de ambas ciudades autónomas son funcionarios, la mayoría de la Administración General del Estado, lo que suponen casi la mitad de los trabajadores (48%). Sin funcionarios, Ceuta y Melilla no solo tendrían tasas de desempleo insoportables, sino que, además, perderían un flujo económico que elevaría, todavía más, el riesgo de pobreza.
En definitiva, Ceuta y Melilla no solo no tienen ningún valor económico para España, sino que suponen, objetivamente, un elevado coste anual.
Y una debilidad
Como se ha podido comprobar estos días, Ceuta y Melilla son, además, una debilidad geopolítica de enorme magnitud. Una enorme debilidad que sitúa a España a merced de la voluntad de Marruecos, que le permite arrinconar al Estado español cuando le viene en gana con tan solo abrir y cerrar la llave de paso de un flujo migratorio tan cruel como relevante. Ni es la primera ni será la última vez que Marruecos utilice Ceuta y Melilla para apretar las clavijas a España, ni tampoco es ni será la primera vez, sea cual sea el gobierno, que el Estado español no tiene otra que avenirse a negociar... en inferioridad.
Además, en sí mismo, debido a los cambios en términos militares acontecidos en el último siglo, Ceuta y Melilla no suponen ninguna ventaja militar, menos aún geopolítica. No solo emponzoñan nuestra relación con Marruecos, sino que no aportan absolutamente nada, aunque hace siglos fueran enclaves estratégicos de enorme relevancia en el mar Mediterráneo.
Pero si Ceuta y Melilla son una carga y una debilidad, ¿por qué mantenerlas?
Pocos, a izquierda o derecha, han planteado la crisis en Ceuta como un peaje, más allá de cuestiones geográficas, geopolíticas o históricas, por un anacrónico imperialismo. Un imperialismo basado en un rancio colonialismo que afecta tanto a derecha, por nostalgia de ser más español, como a izquierda, por temor de ser menos español, y que permite mantener a una sociedad entre engañada y desenchufada. Entre Telecinco, La Liga y la PlayStation.
Por ello, Ceuta es España para la inmensa mayoría de los españoles, aun cuando no supieran esbozar muy bien por qué: porque se lo han dicho, porque lo han escuchado, porque sí, porque estaba en el mapa que dibujaron en el colegio, porque llegamos antes o por cuestiones legales, claro. Como si el continente americano se hubiera independizado durante el siglo XIX en los juzgados. Ridículo. Ridículo porque lo legal no siempre es lo justo y, guste o no, Ceuta y Melilla no son España, aun cuando, quizás, sean o no Marruecos, habría que discutirlo, pero no son España: son África. Esta evidencia geográfica parece desconocerse en España.
España, un protectorado menos importante que Marruecos
Dejando a un lado Ceuta y Melilla, se ha vuelto a demostrar, como si el esperpento de Perejil en el año 2002 no lo hubiera constatado de forma más que reveladora: Marruecos es más importante en el contexto internacional que España. Ni Estados Unidos ni Francia, ambos jerárquicamente por encima de España, países de mayor influencia en la zona y teóricos aliados de los españoles, tanto en la OTAN como en la Unión Europea, han sido capaces de respaldar a España. Algo que muchos pretenden negar, pero constata una realidad que, por dolorosa, no puede ser ocultada: España es un protectorado menos importante que Marruecos.
Efectivamente, España es un protectorado norteamericano de segundo o tercer nivel, como Marruecos, muy por debajo de Francia o Alemania, que también dependen de Estados Unidos. Como Marruecos, dije, pero menos importante por una confluencia de factores geopolíticos e históricos. Una realidad que no se quiere asumir, entre otras cuestiones porque es ocultada con obscenidad tanto en ámbitos académicos como mediáticos o políticos, incluso en tiempos de obviedad como el actual. Porque lo cierto es que España, como bien nos ha recordado la reciente retirada militar de Afganistán, tras más de un centenar de fallecidos, casi veinte años de conflicto armado y más de 3.500 millones de euros gastados, no tiene voz propia en el contexto internacional. Hace, dice y va donde le mandan. Y un Estado sin voz geopolítica no es un Estado soberano, es un protectorado.
España, un Frankenstein sin principios
Pero, tristemente, esta crisis también desvela que el protectorado español es, además, un Frankenstein, aunque no en los términos políticos en los que algunos pretenden, sino en términos estructurales. Es un ser anacrónico, tanto que su parecido con Marruecos es tan alarmante que no parece difícil concluir que España es el Marruecos de Europa. Un país mucho más retrasado que la mayoría de estados europeos en cuanto a valores democráticos en el que los monarcas siguen contando con una serie de privilegios que serían inasumibles en latitudes más septentrionales. Un país aquejado de legitimidad interna cuyos descosidos dejan miembros cada día más desconectados del corazón franquista que lo motoriza. La Izquierda, Catalunya o Euskadi son cada día más irrecuperables para la causa.
Por otra parte, es un Frankenstein sin principios en cuestiones migratorias, algo en lo que poco o nada se diferencia del resto del Viejo Continente, cuyo comportamiento en términos migratorios en las últimas dos décadas no solo constituye un infame episodio que la Historia no olvidará, sino que provocará unas consecuencias que, seguramente, a día de hoy todavía no somos capaces ni siquiera de atisbar. El Imperio romano cayó por muchas cuestiones, entre las que podemos destacar su incapacidad para asumir e integrar unos flujos migratorios que deseaban ser tan romanos como los actuales migrantes, europeos. Una incapacidad, intrínsecamente ligada tanto al egoísmo individual y social como a la miopía geopolítica, que puede ser letal, ya se verá, pero que de momento confiere tanta comodidad, la que emana de convertir a toneladas de personas en mercancías al por mayor, como debilidad, la que deriva de convertir en policía fronteriza y aliados estratégicos a dos dictaduras salvajes como Marruecos o Turquía.
Pero es que, además, España es un Frankenstein gubernamental en la que los ministros están a la gresca. Y no piensen en Unidas Podemos o Pablo Iglesias, al que culpan sin estar, pues Margarita Robles y Fernando Grande-Marlaska, los titulares de Defensa e Interior, mantienen una sorda y cruel batalla interna que nadie sabe muy bien cómo terminará. Hoy solo sabemos que la ministra de Exteriores, González Laya, ha quedado atrapada en mitad de la refriega, que los partidos políticos y los medios de comunicación están, otra vez en guerra, y que los militares han vuelto a salir a la calle. Otra vez.
Y esta es una última cuestión que muchos no solo no han pasado por alto, sino que han resaltado para bien: otra vez los militares en las calles. España es, desde que Margarita Robles se convirtió en ministra de Defensa, un país cada día más militarizado. Un país en el que los militares cada día cumplen más y más funciones, da lo mismo que se trate de control fronterizo que de crisis sanitaria o emergencias climáticas. España está militarizando lo civil cuando debería estar civilizando lo militar. Una tendencia que ha convertido a Margarita Robles en una política muy popular y valorada por la mayoría e idolatrada por la ultraderecha, pero que podría tener consecuencias nefastas en el futuro. Tanto es así que hoy mismo ha advertido a Marruecos aseverando que "con España no se juega". Unas manifestaciones tan populistas como falaces: España es un juguete roto al que casi cualquiera le atiza una patada. Marruecos, casi cuando quiere.
Hubo un tiempo en el que España fue un imperio, un tiempo en el que el mundo aspiraba a respetar los Derechos Humanos, un tiempo en el que los militares estaban sitiados en los cuarteles, un tiempo en el que Europa era esperanza e ilusión, un tiempo en el que los migrantes eran bien recibidos... pero los tiempos cambian. O quizás jamás cambiaron.