El escándalo 'Pegasus' no es nuevo, ni mucho menos —tiene dos años de antigüedad—, pero esta semana ha detonado la agenda política española como nunca antes —el presidente de Cataluña, Pere Aragonès, amenaza con dinamitar el apoyo parlamentario que sustenta al Gobierno español—.
Según Citizen Lab, un organismo de ciberseguridad canadiense, en España fueron espiados un total de 63 personas, todas ellas vinculadas al independentismo catalán, desde dirigentes de partidos catalanes como ERC, Junts o CUP hasta miembros de las asociaciones cívicas Assemblea Nacional de Catalunya (ANC) y Òmnium Cultural. Un ataque contra la disidencia española más propio de organizaciones mafiosas que de Estados democráticos y que fue usado por Arabia Saudí para descuartizar y asesinar al periodista y crítico Jamal Khashoggi en 2018. Para reflexionar sobre lo que España es en realidad.
¿Qué es 'Pegasus'?
'Pegasus' es un spyware de la compañía israelí NSO Group que, en teoría, solo se vende a gobiernos mediante la aprobación del Gobierno israelí. Gracias a esta aplicación se pueden escuchar conversaciones, leer mensajes encriptados, tomar el control de la cámara y el micrófono o modificar la memoria del dispositivo. Es decir, no es solo escuchar las conversaciones telefónicas, es mucho más. Es un espionaje total mucho más allá, incluso, de lo estrictamente necesario para las labores propias del espionaje: escenas íntimas, discusiones familiares, infidelidades, disputas laborales, enemistades o cualquier otra circunstancia personal que hubiera podido acontecer o a las que se hubieran podido referir las víctimas, en ámbito público, laboral, privado o cualquier otro, quedaron en poder de los espías. Más que El Gran Hermano.
El spyware se introdujo en los móviles de las víctimas mediante software malicioso o debilidades de diferentes aplicaciones, como el error de WhatsApp que permitió que 'Pegasus' infectara 1.400 teléfonos en 2019. Entre estos últimos se encuentran Roger Torrent, el expresidente del Parlament; y Ernest Maragall, el exdiputado de Esquerra Republicana de Catalunya.
Además, cabe señalar que no se trata de un espionaje barato, aunque pudiera parecer lo contrario. Para hacernos una idea, Enrique Peña Nieto, expresidente mexicano entre 2012 y 2018, debió asumir un coste de 27 millones de euros en 2014 por 500 intentos de infección con Pegasus. Intentos que no necesariamente tenían que convertirse en infecciones. En Catalunya fueron infectadas 63 personas. A saber cuántos millones costó el asunto, pero no pocos.
Nadie sabe nada
A pesar de lo evidente, que el espionaje de políticos y activistas catalanes tiene un principal interesado, el Estado español, nadie parece saber nada. Ni los medios de comunicación, que tiran balones fuera de forma demasiado descarada en ocasiones. Para estos debe ser que los responsables han sido gobiernos asiáticos, africanos o latinoamericanos o una organización oscura con no se sabe muy bien qué interés y, si, además, no lo vemos claro es que somos tontos de capirote o bondadosos hasta lo Bambi.
Sin embargo, más allá de España, y un tercero que hubiera podido cobrar para semejante encargo, no parece que haya nadie lo suficientemente interesado en la cuestión catalana como para gastarse una millonada y violar el derecho internacional. Claro que, si no encuentran a nadie, siempre tienen a los rusos a mano, que son un buen chivo expiatorio si la cuestión se complica.
Siguiendo con la autoría, tanto la Policía Nacional como la Guardia Civil o el Gobierno han negado la mayor y, tan solo, el CNI, los servicios de inteligencia españoles, ofrece alguna grieta. Pues el CNI no niega poseer 'Pegasus', pero aseveran que han sido escrupulosos con la legislación y alegan que guardan silencio porque la legislación así lo exige. Legislación, la de los secretos oficiales, todo sea dicho, de origen franquista. Cosas de la "democracia plena" española.
Los inquietantes antecedentes
Existen, además, inquietantes antecedentes, pues los servicios de inteligencia españoles deben cumplir la Ley de Control Judicial Previo. Una ley que fue aprobada en el año 2002 para poner algo de control al 'escándalo Manglano', un caso que destapó el masivo espionaje a múltiples personalidades durante los años noventa. Fue en 1995 cuando se desveló que el Cesid, como entonces se denominaba el CNI, llevaba una década espiando y grabando a periodistas, políticos, empresarios y otras personalidades. No fue un caso aislado, sino que tuvo clara continuidad temporal. En los años de Mariano Rajoy (2011 a 2018) la 'Policía Patriótica' alcanzó su apogeo y las actividades del 'Comisario Villarejo' ofrecieron una continuidad temporal de las sucias actividades policiales del franquismo y los años ochenta y noventa. Y es que la fontanería española no ha descansado desde hace décadas.
Por si fuera poco, existen hechos todavía más inquietantes. Por un lado, un medio ha difundido la relación entre el juez encargado de autorizar el espionaje y la vicepresidenta Carmen Calvo y, por otro lado, los cebos con los que intentó infectar los dispositivos de los políticos catalanes demuestran que hubo un espionaje previo. Demasiado personalizados para no saber de ellos. Además, el espionaje previo queda más que demostrado con la detención en Alemania de Carles Puigdemont en marzo de 2018. Como última reseña, recordar que el CNI estuvo usando un software espía similar a 'Pegasus' de la compañía italiana Hacking Team.
Sin responsabilidades
Como viene siendo habitual, a pesar de la magnitud del escándalo, tanto el Gobierno español como la mayoría de los medios de comunicación están haciendo lo posible para minimizar las consecuencias derivadas de tan criminal episodio. No es que parezca complicado que, tanto la ministra de Defensa, Margarita Robles, como la directora de los servicios de inteligencia, Paz Esteban, vayan a asumir responsabilidades judiciales, es que, tal y como transcurren los acontecimientos mediáticos, ni tan siquiera se atisban responsabilidades políticas o mediáticas.
Porque la ministra de Defensa y la directora del CNI son las máximas responsables de lo acontecido, ya sea por acción, haber espiado, o por negligencia, haber permitido el espionaje. Y no se trata de señalar por señalar, ya que, si nos remontamos a los ocurrido en 1995, cuando estalló el escándalo del espionaje, tanto el ministro de Defensa, Julián García Vargas, como el director de los servicios de inteligencia, el entonces general Emilio Alonso Manglano, dimitieron —también lo hizo Narcís Serra, entonces vicepresidente, por sus años como ministro de Defensa—. Sin embargo, ni la ministra ni la directora del CNI son señaladas en forma alguna.
Sin Estado de derecho
Más allá de las bonitas palabras que los políticos de las democracias liberales espolvorean en sus intervenciones públicas, una de las consecuencias más evidentes del escándalo de espionaje en España es la ausencia de un Estado de derecho real. Porque lo peor del escándalo no es ni siquiera la perpetración de este, sino la ausencia de consecuencias. Una ausencia de consecuencias que, no solo invita a volver a repetirlo, sino que demuestra muy a las claras la existencia de un sistema de impunidad estatal y un aparato judicial, mediático y político cómplice con las actividades delictivas más perniciosas de la democracia, aquellas que atentan, erosionan, socaban y, finalmente, colapsan el Estado de derecho. Y es esta ausencia de Estado de derecho y de un modelo realmente democrático el origen de todos los males de las democracias liberales. Ultraderecha, ahora que miramos a Francia con preocupación, incluida.