Como una estrella de rock —díscola—. Así ha sido tratado el rey Juan Carlos en su reciente visita a España. O más que visita deberíamos decir 'gira' —la Juan Carlos Tour’22—. Una esperada gira que ha abochornado a gran parte de la ciudadanía y la sociedad, pero que ha sido aplaudida y jaleada por no pocos españoles, periodistas, políticos y otras personalidades. A pesar de ser España un país que se ahoga en la corrupción y no es capaz de salir de ella —estancada, según Transparencia Internacional, en el puesto 14/27 en Europa y en el 34/180 en el mundo con un 61/100—.
Pero que lo celebra. Que disfruta jocosa de tan severo drama como quien aplaude por la mañana a quien le atracó la noche anterior tras mostrarle la oscuridad del ánima. Ese incomprensible fervor que solo los fanáticos o ignorantes pueden mostrar. Y es que, a Juan Carlos, una parte de la ciudadanía, sus seguidores acérrimos, se lo perdonan todo.
Entre otras cuestiones, porque estos seguidores están alimentados por la desinformación, en algunos casos obscena, pero en otros, como en el caso del diario El País, de guante tan blanco como el del atracador. Basta con ofrecer una cobertura menor, como si solo fuera un suceso algo relevante y despachar el asunto lo antes posible. Por ejemplo, el último capítulo de la gira del artista antes conocido como el 'Campechano', tan solo mereció en la mañana del 24 de mayo un pequeño recuadro en su portada —El Mundo, por ejemplo, el otro diario de referencia, nada ajeno al sistema, le dedicó esa misma mañana, al igual que durante días la parte principal de la portada—.
De lo contrario, los que gritaban "¡Viva el Rey!" se habrían contenido al recordar que, hace solo un día, la Comisión Europea había alertado a España por su elevada deuda y su alto desempleo. Ni para mucha fiesta ni para muchas estrellas está España.
El coste de la gira
Los cinco días que ha pasado Juan Carlos en España después de su placentera estancia en los Emiratos Árabes Unidos, esa bonita dictadura en la que los trabajadores son esclavos y mueren por cientos o miles al año, han tenido un coste. Pero, a diferencia de las giras de las grandes estrellas de rock, no se la ha pagado Juan Carlos. Él solo la ha disfrutado: la hemos pagado nosotros. Pero ni siquiera sabemos cuánto ha costado. Cosas de la democracia plena española. Y de su transparencia.
"Ni la Casa del Rey, ni la Delegación del Gobierno en Galicia, ni el Ayuntamiento de Sanxenxo (Pontevedra), donde se alojó, han dado detalles, solo indican que su incremento sobre lo habitual fue mínimo", se puede leer en el medio de referencia español donde escribe el periodista afín de turno —El País—. "Mínimo" es poco cuantificable, la verdad, y menos transparente.
Los cuatro agentes habituales en la dictadura del golfo Pérsico, que no salen gratis a los españoles, se convirtieron en ocho, y los tres ayudantes personales que, por lo normal, apoyan a Juan Carlos se mantuvieron —tres personas que se turnan—. Es plausible, por tanto, que los 50.000 euros de coste mensual de semejante corte, según deslizan periodistas al servicio del Estado español en medios como El País, se hayan incrementado. Aunque esa cifra, seguramente, oculte algo, dado que la monarquía española siempre oculta algo —como ese añito en el que no nos contaron que Felipe VI fue beneficiario de una cuenta con 100 millones de Juan Carlos y que, de súbito, tras ser publicado en medios internacionales, confesaron—.
Una Estrella díscola llamada al orden
Sin embargo, en la Casa del Rey, la gira rockera de Juan Carlos no ha sentado nada bien. No tanto por los delitos que haya cometido, lo que importa bien poco a una familia real española habituada durante siglos a participar de todo tipo de crímenes, delitos, traiciones, expolios y otras desvergüenzas, sino por lo que pudiera erosionar a la propia monarquía. La Casa del Rey Felipe VI no teme los desmanes de Juan Carlos I, ni mucho menos cuestiona sus delitos, filias ultraderechistas o elogios a la dictadura franquista —las comparte—, lo que teme es quedarse sin futuro. Por ello, se produjo una reunión de once horas entre Juan Carlos y Felipe.
Casi medio día de reunión en la que Felipe VI, como a los niños chicos, le estuvo recordando al rey emérito Juan Carlos que no es problema que haya cometido o cometa delitos múltiples, pues el propio Felipe VI ha pactado la continuidad de la inviolabilidad jurídica con el PSOE y el PP —de no ser partidario de la figura del monarca delincuente, cuya estirpe borbónica hay elevado a una nueva categoría, habría eliminado el mencionado privilegio feudal—.
No, el problema no son los delitos —como por el que se acusa en Reino Unido al respecto de acosar a Corinna—, el problema es la ostentación de estos, la falta de un mínimo de cinismo o hipocresía para pedir perdón por aquello por lo que no se siente que se deba pedir perdón o, al menos, algo de discreción. Es decir, un poquito de por favor. Solo eso. Pues ya todos sabemos que Juan Carlos piensa que no ha robado nada, que solo ha cogido lo que es suyo y, lo de Corinna, pues que son cosas que pasan. Y que, en todo caso, seguramente piensa que debemos darle las gracias por existir y por no haber convertido a España en una dictadura formal, sino en un régimen autoritario de apariencia democracia en el que mandan los mismos que en la dictadura.
Descontrolado
Por si no fuera suficiente, todo hace indicar que se trata de una llamada de atención que no va a surtir efecto alguno. A ninguna estrella del rock le enderezaron nunca, o a casi ninguna. Y Juan Carlos no parece que vaya a ser una excepción, máxime cuando los españoles, orgullosos como nunca del monarca que cometió múltiples delitos bajo la capa de impunidad de la inviolabilidad jurídica, le pidieron, incluso, que se hiciera selfies con ellos. Además, el ayuntamiento de Sanxenxo acreditó a más de doscientos periodistas —muchos extranjeros—, el Real Club Náutico tuvo que aumentar tres líneas de internet y las inscripciones en la competición se elevaron hasta el punto de contar esta con casi medio centenar de embarcaciones internacionales. Demasiados beneficios, demasiadas personas encantadas con la visita del díscolo monarca que todavía ocupa sus días en una dictadura asiática por el empacho de golferías, correrías y delitos en territorio nacional.
Un castigo, el exilio —o un recurso, la huida—, del que parece no haber sacado conclusión alguna —ya se ha anunciado que regresa en junio, en un nuevo desafío—, pues circula un vídeo en redes sociales de la visita del rey Juan Carlos saliendo de madrugada —al menos de noche— de un local —parece que de una mariscada—. Juan Carlos, que se sabe estrella —y le gusta mostrarse como tal—, se detiene para saludar al gentío que espera su salida. "Buenas noches", dice sonriente en estado de sobriedad —cuando cualquier otro habría evitado tal situación—. "Que, y ahora de putas, ¿eh, Majestad?", le pregunta uno de tantos súbditos españoles. Juan Carlos, en lugar de ofenderse como cualquier persona con un mínimo de decencia, se ríe con sinceridad. "¡Qué campechano es!", afirma otro.
Lo es. Y mucho. Sobre todo, para esos dos millones de niños pobres españoles y ese 11 % de hogares españoles que no pueden encender la calefacción porque no tienen recursos suficientes. Quizás entre ellos esté uno de los que, a continuación, gritó a Juan Carlos "¡Viva la República!" sin que este mostrase gran preocupación ni interés. Tras unas risas y un "¿Qué tal el centollo?", por su conocida reputación, alguien concluyó: "¡A tope y sin drogas!". A una estrella de rock díscola le habrían dicho lo mismo. O no.