¿Cuántos tienen que morir para que sea evidente? Todas las cifras lo confirman. Todos los datos lo demuestran. Más armas no es más seguridad. No es menos violencia. Es más víctimas.
Pero para los líderes de derecha no hay estudio, argumento o demostración que les convenza. El poder político de la industria armamentista es imposible de ignorar. Al contrario: cada vez proponen con más fuerza que tener más armas de fuego hace de la sociedad un lugar mejor.
Lo hemos visto reiteradamente con el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Su alianza con el cabildeo de armas, la National Rifle Association (NRA) en particular, ha estado plasmada en su discurso sobre armas y fue un importante apoyo en su elección. Cada vez que hay un tiroteo masivo, si es que lo aborda, es para decir que el control de armas no es la solución: la respuesta que propone es más armas.
Y ahora, para la felicidad de los fabricantes de armas, Jair Bolsonaro intenta acercar su gobierno al de la Casa Blanca y parece emular muchas de las políticas del presidente estadounidense. El pasado 15 de enero Bolsonaro firmó un decreto que facilita la adquisición de armas de fuego con la intención de armar a las "buenas personas" para que hagan frente a la delincuencia y a las pandillas. El argumento es básico: cuanto más armada esté la ciudadanía, mejor podrá protegerse de los delincuentes. Es una clásica fantasía masculina del viejo oeste: usaré mis pistolas para repeler a los bandoleros.
Pero la realidad nos muestra un escenario diferente. Hace años, en 2003, Brasil, bajo del mando de Fernando Henrique Cardoso, dispuso un mayor control. Similar a las leyes actuales mexicanas, propuso una serie de requisitos para poder comprar de forma legal armas de fuego. La ley que se aprobó en ese momento planteaba que, para la tenencia de armas, se requería demostrar efectiva necesidad; no tener antecedentes delictivos o estar respondiendo a procesos penales o encuestas policiales; ocupación lícita; residencia adecuada; capacidad técnica para operar el arma y, finalmente, aptitud psicológica y una edad mínima de 25 años. Además, de manera general, se prohibió la portación de armas para civiles en todo el país, siendo únicamente los agentes de seguridad, las fuerzas armadas y empresas de seguridad, los que sí podían portar armas.
El flamante presidente del Brasil actual ha empezado a revertir este avance. Primero, propone una "efectividad generalizada intencional" para toda la población. Esto significa que, en esencia, todo brasileño necesita un arma. No restringe a nadie. Por otro lado, plantea un aumento de la validez del registro de 5 a 10 años y renovación automática de registros expedidos. Esto implica que se pierde, de forma efectiva, el control de armas.
Ya no habrá un registro actualizado y confiable sobre dónde está tu arma, si está resguardada o si ha sido robada; ya no habrá un censo sobre si el arma está bien usada o no, y sobre todo, no habrá control si ha caído en las manos de criminales. Sumado a esto, se eleva el número de armas por persona de dos a cuatro, sin necesidad de justificar por qué las necesita el usuario.
La presencia de armas, según toda la evidencia internacional, aumenta el número de homicidios, suicidios y, en particular, feminicidios. Las mujeres que sufren violencia doméstica tienen, según datos disponibles, un 500 % mayor posibilidad de ser asesinadas por su pareja cuando hay un arma en casa.
Reducir el control de armas es una intensa demanda del lobby de armas, y en Bolsonaro han encontrado un aliado. El discurso de que más armas bajan la criminalidad tiene arrastre en muchos sectores de la población, pero la experiencia internacional demuestra lo contrario.
Australia, por ejemplo, tuvo un cambio significativo en la Ley de Control de Armas en el año 1995, después de la masacre de Port Arthur. Gracias a una movilización muy fuerte que se dio por parte de la sociedad civil, pidiendo que el gobierno tomara acciones para la reducción de la violencia armada, el gobierno legisló para reducir el acceso a armas, además de implementar planes de desarme ciudadano.
Así, se prohibieron las armas largas y se establecieron rígidas leyes para adquirir armas. El gobierno compró armas de ciudadanos y las destruyó, reduciendo a la mitad la cantidad de armas en hogares en el país. El resultado fue que, desde esa ley a la fecha, solo ha habido un ataque con armas: un hombre que mató a su familia y después se suicidó. Antes de la ley, había habido 11 balaceras letales en una década.
De igual modo, los asesinatos con armas se redujeron más de la mitad tras la nueva ley. La moraleja: menos armas, menos muertos.
Brasil hoy camina en la dirección contraria, siendo un país que ya sufre un alto índice de violencia: en 2017 superó su propio récord, con más de 63.000 homicidios, unos 175 por día, la gran mayoría con armas de fuego.
Los números y las estadísticas dirán si fue o no una buena decisión. Pero el pronóstico no es bueno para la vida humana; sí lo es, sin embargo, para la industria de las armas.