El 'invierno árabe' se consuma en Egipto (Parte 1)

Nagham Salman experta en Oriente Próximo

"Divide y vencerás" y "En Oriente Próximo no se hace la guerra sin Egipto ni la paz sin Siria" son dos de los aforismos geopolíticos en base a los cuales debe analizarse la tragedia que se está produciendo estos días en Egipto. Si no habíamos tenido suficiente con Libia, Siria e Irak, el gran Egipto ya se precipita por el desfiladero de la guerra civil, entrando la situación de toda la región en una nueva fase hacia la gran guerra regional que permita la creación de un Nuevo Oriente Medio, requisito previo a un Nuevo Orden Mundial.

Pero un Nuevo Oriente Medio no será posible sin la destrucción total de toda la región por medio de la gran guerra del islam, entre musulmanes sunitas y chiitas, y con las minorías cristianas como rehenes. El atentado en el bastión chiita del sur de Beirut hace dos días, que ha causado más de veinte muertos y trescientos heridos, y que ha sido absolutamente silenciado por los medios de masas occidentales, es un claro ejemplo de ello.

Bautizado como 'Operación Aixa', y ligado a la guerra siria, ha sido atribuido a un grupo terrorista takfirista creado y financiado por la inteligencia saudí y catarí, que tiene al Irán persa y chiita como su mayor competidor por el liderazgo en la región cuando no aparece Turquía, lo que demuestra que la confrontación regional entre islam chiita e islam sunnita es una prioridad.

Mientras todo esto ocurre, el drama palestino sigue acrecentándose. Los colonos israelíes siguen construyendo asentamientos y el Ejército israelí sigue reprimiendo a una población palestina más olvidada que nunca, mientras que la creación de un Estado palestino se convierte en una auténtica utopía.

Y todos estos sucesos van ineludiblemente conectados bajo la lógica maquiavélica de la geopolítica internacional en la región más caliente del planeta, donde la hegemonía mundial está permanentemente en juego.

La violencia genera violencia

En los dos últimos días, la brutalidad se ha adueñado de las calles de El Cairo y Alejandría, y se han producido más de seiscientos muertos en los violentos choques entre el Ejército y los partidarios de los Hermanos Musulmanes, siendo la mayoría de los fallecidos seguidores de la cofradía.

La espiral de violencia se inició el miércoles cuando expiraba el plazo para que el campamento de la Hermandad fuese desmantelado. Ante la negativa de los islamistas, el Ejército y la Policía entraron a sangre y fuego, y en pocos minutos se inició el fuego cruzado que provocó la catástrofe. Las muertes siguieron aumentando con las horas cada vez que grupos de Hermanos Musulmanes se acercaban a edificios oficiales, iglesias y centros culturales.

La situación se degradó tanto en tan pocas horas, que el Ejército decretó el estado de emergencia y el toque de queda a partir de las siete de la tarde.
 

Crónica de unas muertes anunciadas


El Ejército egipcio acumula una larga trayectoria de  violación de los derechos humanos, al igual que los Hermanos Musulmanes acumulan multitud de atentados terroristas en los últimos treinta años. Este historial hacía prever que una eventual confrontación abierta entre ambos sería desastrosa para el país y para la región.

Cuando estalló la Revolución de los Jóvenes en Egipto hace más de dos años, los Hermanos Musulmanes se mantuvieron al margen, conscientes de que una eventual caída de Mubarak les daría el poder en las urnas. En aquella primera revuelta, los mártires de la Plaza Tahrir no fueron precisamente islamistas.

Tras ganar las elecciones presidenciales, Mohamed Morsi inició un proceso de privatización del poder con el beneplácito de Estados Unidos, Europa e Israel, y el patrocinio financiero de Catar y Arabia Saudita, además del apadrinamiento político de la Turquía de Erdogan.

El nuevo presidente, consciente del fuerte apoyo internacional y mediático del que gozaba, intentó someter todas las instituciones al poder gubernamental, hasta el punto de que parecía ser llamado a ejercer de califa absolutista en el siglo XXI. Para ello se sirvió  de la aprobación del decreto que le otorgaba plenos poderes y amordazaba al poder judicial, que fue seguido de la aprobación de una Constitución que instauraba la Sharia e institucionalizaba una república islamista.

A Mohamed Morsi no parecía importarle nada más que consagrar su poder absoluto en el menor tiempo posible. Todo lo contrario a lo que debiera ser una auténtica democracia, donde el pueblo tiene derecho a elegir a sus representantes pero donde, una vez elegidos, los gobernantes tienen el deber de aprobar leyes y crear instituciones que garanticen la separación de poderes, el respeto a las minorías y la pluralidad religiosa e ideológica, sin lo cual no hay legitimidad democrática.

Mientras tanto, la economía del país, completamente ignorada por Morsi, se iba degradando en todos sus sectores, en especial el turístico, hasta el punto de que a día de hoy se sostiene con pinzas gracias a la ayuda financiera condicionada de los Estados Unidos y las petromonarquías del Golfo Pérsico, de tal manera que también la pobreza ha sido una de las causas del gran descontento popular que ha espoleado al nuevo levantamiento.

Ante esta situación de degradación política y económica progresiva, la amalgama de grupos políticos liberales, coptos, laicos y demócratas convocaron ya desde un principio nuevas movilizaciones acusando a los islamistas de haber secuestrado la Revolución, y advirtiendo a los Hermanos Musulmanes que no permitirían que el país fuera gobernado en base a la Sharia o ley islámica, que dejaba en el limbo los derechos de las minorías cristianas y laicas.

Nagham Salman es analista política especialista en asuntos de Oriente Próximo y comentarista de TV.