En Oriente Medio hay espacio para un Sultán o un Shah, pero no para los dos juntos. A esta conclusión llega el experto en asuntos turcos del Instituto de Washington, Soner Cagapta.
La competición turco-iraní en la zona del Creciente Fértil para ganar influencia y el liderazgo regional en esta área ha alcanzado su punto culminante tras los últimos acontecimientos en la región.
Las relaciones entre estos dos países son muy sensibles por más de un motivo. En primer lugar, ambas son consideradas las dos potencias islámicas. Una representa al sunismo moderado y la otra al chiismo institucionalizado.
Turcos y persas saben muy bien que su influencia en Oriente Medio está vinculada a su legitimidad en el mundo árabe. Y el conflicto sirio juega un papel decisivo. Siria representa la piedra angular en la política de ambos países en la región, y dependiendo de su desenlace, uno preponderará sobre el otro.
En segundo lugar, las relaciones políticas de cada una de estas potencias con los diferentes países árabes, Rusia, China, la OTAN y EE. UU. son muy diferentes. Ankara y Teherán son conscientes de que la estabilidad de la zona depende de las políticas de ambos países y de la colaboración entre ellos. De ambos depende también evitar un eventual conflicto entre chiitas y sunitas.
Mientras que la política de Irán se ha caracterizado en los últimos años por su independencia y su clara oposición a las políticas occidentales y por su apoyo a la causa palestina, Turquía ha sido tradicionalmente el gran aliado de Occidente en la región, puesto que Anatolia es geográficamente de gran importancia para ejercer influencia en Oriente Próximo, Cáucaso y Asia Central.
El estallido de la denominada 'primavera árabe' ha significado para Turquía la gran oportunidad de internacionalización de su modelo y ha obtenido el beneplácito de la OTAN para jugar el papel protagonista en la región, con la condición de contrarrestar la influencia política y religiosa de Irán.
Ésta circunstancia ha enrarecido las relaciones diplomáticas entre ambos países, sobre todo a partir de la abierta oposición del Gobierno turco al régimen de Damasco, que pasó de las palabras a la abierta discordia cuando Turquía se ofreció (o le fue impuesto por la OTAN) a ser plataforma para organizar la caída de Bashar al Assad, con la creación del artificial Consejo de Estambul y del Ejército Libre Sirio.
Las aspiraciones geoestratégicas de Turquía pasan por restablecer un nuevo Imperio Otomano de base económica y aprovechar un sustrato religioso común, que abarcaría a Irak, Mediterráneo oriental y norte de África, en lo que ha venido a denominarse Neotomanismo.
Por lo que respecta a las aspiraciones de Irán, el país persa opta por una estrategia más geopolítica e ideológica, por considerar en peligro al arco chiita que se extiende desde el Líbano a Irán, pasando por Siria e Irak, además de buscar la defensa de las minorías chiitas presentes en Arabia Saudí y demás países del golfo Pérsico. Irán es también, junto a Siria, el país abanderado en la defensa de la causa palestina y por tanto el mayor enemigo de Israel.
Las dos estrategias, aunque a priori no serían contradictorias, podrían deteriorar gravemente la relación entre Recep Erdogan y Mahmud Ahmadinejad en caso de producirse una intervención exterior en Siria en un futuro muy próximo, cuando sin duda Turquía pasaría a ser la base de operaciones de la OTAN.
Nagham Salman es jefa de proyectos europeos de investigación y analista política especialista en asuntos de Oriente Medio
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