Sin embargo, tras unos meses desde la llegada de Morsi al poder va evidenciándose que la caída de Hosni Mubarak no ha significado una mejoría para el país en ningún aspecto. El radicalismo, la pobreza y el desempleo van en aumento, y el turismo, que fuera la industria más rentable del país, no acaba de recuperarse.
Pero al nuevo presidente no parece importarle nada más que consagrar su poder absoluto en el menor tiempo posible, mientras la economía del país se sostiene con pinzas gracias a la ayuda financiera, condicionada, de los Estados Unidos y las petromonarquías del Golfo Pérsico a través del Fondo Monetario Internacional.
En una auténtica democracia, el pueblo tiene derecho a elegir a sus representantes, y los gobernantes el deber de aprobar leyes y crear instituciones que garanticen la separación de poderes, el respeto a las minorías y la pluralidad religiosa e ideológica, sin la cual no hay legitimidad democrática. Precisamente todo lo contrario a lo que ha hecho Mohammed Morsi tras la aprobación del decreto que le otorga plenos poderes y amordaza al poder judicial, seguido de la aprobación de una constitución que instaura la sharia e institucionaliza una república islamista.
En Egipto se está pasando de una dictadura militar a un totalitarismo religioso en que se reglamentará el comportamiento de los ciudadanos no solo en la esfera pública, sino también en la privada, y en el que puede llegar a perseguirse incluso la libertad de pensamiento. El decretazo y la Constitución han puesto las bases de lo que será una auténtica teocracia islamista gobernada por una simbiosis de faraón y califa absolutista que se regirá estrictamente por la Ley Islámica o sharia. El presidente contará con el patrocinio y trabajo de campo de los Hermanos Musulmanes y los salafistas y se prevé incluso la creación de una policía religiosa al estilo saudita, de tal manera que podría darse el hecho insólito de que el presidente de una república llegara a ser considerado la encarnación de Alá en la tierra.
Una república teocrática e islamista se acercaría al modelo de monarquía fundamentalista saudita y se alejaría del modelo turco, y consagraría la desigualdad entre los ciudadanos en función de su religión y su género, y se prevé que sus mandatarios deberán responder solamente ante Dios.
Dos años después de la “revolución democrática de los jóvenes”, es difícil ver a día de hoy mujeres sin hijab por las calles de las ciudades egipcias y cada vez más policías con largas barbas patrullan las calles, mientras algunos radicales proponen incluso destruir restos arqueológicos del pasado como la esfinge, por considerarlos contrarios al Islam, mientras se atenta contra las iglesias. Mientras esto ocurre, los jóvenes demócratas y liberales que fomentaron la revolución siguen manifestándose, al igual que los grupos coptos, que observan con desolación la deriva islamista del país. Pero todos ellos han quedado relegados al anonimato por los medios de comunicación de masas, pese a que se han producido decenas de muertos en los enfrentamientos con radicales islamistas.
Sin embargo, lo más lamentable no son las consecuencias internas que se están produciendo, sino las consecuencias a nivel regional que esta islamización premeditada podría llegar a provocar. Porque tras la islamización de la sociedad, los tribunales y la policía, se ha iniciado ya la de la institución más importante del país desde su independencia: el Ejército.
A primera vista, pudiera parecer que la islamización del Ejército significaría un grave peligro para Israel, y eso es lo que venden los medios hegemónicos y los intelectuales orientalistas occidentales, que empiezan ahora a entender que la “Primavera Árabe” no era más que un invierno enmascarado. Pero nada más alejado de la realidad, ya que el Ejército egipcio depende financieramente, logísticamente y armamentísticamente de Estados Unidos y las petromonarquías del Golfo, con lo cual es imposible un ataque a Israel.
La islamización de Egipto y su Ejército responde realmente a una fase más en la estrategia regional anglosionista elaborada y puesta en práctica por la CIA y el Mossad desde hace tiempo, con el apoyo de las citadas petromonarquías sunitas. El objetivo final sería provocar una gran guerra regional entre el chiismo y el sunismo.
Esta estrategia fue inaugurada con la ocupación de Irak y la introducción de Al Qaeda en el país, consiguiendo que lo que fue un país laico esté a día de hoy totalmente sectorizado. También forman parte de la misma estrategia el fomento constante de la inestabilidad política en el Líbano, y desde hace dos años, la infiltración de miles de yihadistas sunitas en Siria para provocar una guerra civil.
A su vez, las llamadas a la Guerra Santa contra el chiismo son cada vez más frecuentes por parte de imanes radicales sauditas, y el objetivo final sería la destrucción final del eje chiita que se extiende desde Irán hasta el Líbano pasando por Irak y Siria. De esa manera se eliminaría el poder emergente de Irán como líder regional y máximo exponente del Islam chiita, además de ser la mayor amenaza de Israel a corto plazo.
Una guerra regional correría el riesgo de extenderse a nivel mundial, y los geoestrategas impulsores son conscientes de ello. Por ello se esperará a islamizar al que es el país más importante de Oriente Próximo, y al momento más adecuado para maximizar los posibles beneficios y minimizar las amenazas. No hay que olvidar que Egipto es esencial para iniciar esa guerra, porque como dijera Kissinger: “No se hace la guerra en Oriente Próximo sin Egipto, ni la paz sin Siria”.
Nagham Salman es jefa de proyectos europeos de investigación y analista política especialista en asuntos de Oriente Medio.
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