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    I ♥Nescafé (III parte)

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    I ♥Nescafé (III parte)

       Fines de octubre de 2009. Estoy en el asiento del copiloto del automóvil que me lleva al departamento que voy a ocupar en Moscú. La carretera está expedita y el vehículo corre a unos 120 kilómetros por hora. A mi lado, un ruso de unos 35 años está bastante animado pues, probablemente, le agrada la idea de tener a todo un “personaje” cerca suyo; es decir, a un latino que no habla ni una sola palabra de ruso y que deja a su familia y país atrás para “buscar su destino” al otro lado del mundo.

       Y, como no, tarde o temprano el “personaje” se revelaría como tal:

       - ¡Hey, socio! ¡Qué es eso que acabo de ver! ¡ESTOY SOÑANDO ACASO! ¿Puede ser que ahí estuviera escrito Brooks…? ¿Y que ahí diga Nokia? ¡Alabado sea Dios: ahí veo con claridad que dice Fanta! ¡Fanta! ¡Fanta! ¡Fanta: con lo que a mi me gusta la Fanta! ¡Hey, amigo: vi una publicidad de Nestlé! ¿Qué dice ahí: Duracell? ¿Dice Duracell? Jesuschrist!!!- esos eran mis comentarios a medida que veía las gigantografías publicitarias a derecha e izquierda-. ¡Ariel! ¡Santo Dios! ¡Ahí dice Ariel: lo veo y muy bien!

       Tal era mi MONÓLOGO EN ESPAÑOL.

       El hombre sonreía y me miraba de reojo. De seguro, nunca había conocido a un pasajero tan “entusiasta”. En todo caso, de pronto pareció intuir porque el extranjero le hablaba y hablaba sólo de marcas: aquel sudamericano se había percatado de que entre los infinitos letreros publicitarios en cirílico habían algunos con letras que le debían ser familiares. De ahí su éxtasis.

    ¿De vuelta al futuro? Sí, definitivamente me había equivocado: este no era el Moscú de 1965 ni remotamente…

       - Da! Da! Ariel! Ariel…!- comentó unos 30 segundos después.

       Yo seguía absorto con mi visión estelar:

       - ¡Sprite! ¡Sprite! ¡Tienen Sprite aquí, hombre! ¡Maravilloso: Sprite!

       ¿Qué clase de terrorífico ritual es este…?

       El conductor guardó silencio. Por mi parte, yo seguía obnubilado frente a las numerosas huellas de la economía receptiva que advertí durante mis primeros minutos en Moscú.

       Sin embargo, en cierto momento, decidí calmarme y moderar mi efusividad. Es que el rostro del hombre se había vuelto progresivamente serio y circunspecto. Por cierto, de vez en cuando, me dejaba ver una amplia sonrisa. Así, a modo de ejemplo, se mostró particularmente complacido cuando le hice notar con un guiño lo guapa que estaba la conductora del Audi que habíamos dejado recientemente atrás: el “morenito” –reflexionó, probablemente- había advertido la impresionante belleza de la mujer rusa. Y eso le había gustado.

       Pese a ello, también me resultaba evidentemente que en otros momentos se notaba preocupado, incluso distante… Y no era para menos. Su inquietud era plenamente justificada: “¿A qué clase de indígena incivilizado le había tocado transportar?”. “¿Era maya, azteca, inca… o zulú?”. “¿Porqué hablaba tan rápido y con una entonación tan frenética?” “¿A qué se debía que moviera tanto las manos?” “¿Estaba tratando de comunicar algo con la agitación de sus brazos?” “¿Hablaba… o llevaba a cabo un misterioso ritual de sus tierras?” “¿Por qué mencionaba marcas de zapatillas y bebidas si eso era algo tan normal?” “¿Qué le llamaba tanto la atención que no dejaba de hacer exclamaciones cual si estuviera poseído?” “¿Sería posible que en su país la gente anduviera descalza y bebiera sólo agua u otros líquidos desconocidos…?”

       Aunque la meditación fundamental que se traslucía en su inexpresividad era otra y más rotunda:

    “¿es que acaso este chico nunca ha estado en una nación desarrollada

    que hace tales preguntas y comentarios?”

       Un café, pero “amargo”, por favor

       Al igual como se calma la ancestral emoción que sentimos cada vez que nos acercamos al mar, con las semanas mi desasosiego iría dando paso a una cada vez mayor familiaridad con las letras cirílicas, lo que tenía lugar con un fenómeno paralelo: corroborar el contraste existente con las del alfabeto latino al que yo estaba acostumbrado.

       En todo caso, sí logré cierta certeza en aquellos días: si un producto tenía una marca que me pareciera reconocible podía “esperar” que sus características y/o funcionamiento sería similar al que yo conocía. Un ejemplo puntual: si en un supermercado llegaba a la sección que me “parecía” Lácteos, perfectamente era factible que estuviera horas frente a los productos bautizados en alfabeto cirílico… sin entender en lo más mínimo lo que tenía ante mí. No obstante, si lograba advertir una caja cuyo contenido era un litro de líquido y su diseño me parecía reconocible, todo lo que, por añadidura, venía ratificado por una marca familiar –“Parmalat”, por ejemplo-, y si yo tocaba aquella caja y la consistencia que percibía tenía un cierto “espesor” también habitual, entonces mi mente podía sumar 1 + 1 +1 +1 = 4 ¡y ahí la tenía: una maravillosa caja de leche fresca y nutritiva! ¡LISTA PARA SACAR Y LLEVAR!

       En resumidas cuentas, si utilizaba tal estrategia extendiéndola a cualquier otro producto cuyos creadores hubiesen emprendido la conquista planetaria… podía sentirme tranquilo: probablemente accedería a algo en lo que podía confiar.

       De esta manera y paradójicamente las “marcas” que tanto menospreciaba en el pasado podían constituirse en una suerte de “faro” que me permitiera guiarme mejor en Rusia, al menos en los primeros tiempos y mientras no aprendiera a leer en ruso.

     

    Tres verdaderos “clásicos” tanto aquí… como allá

       La iluminación absoluta llegó en mi segundo recorrido a un supermercado de Moscú. Ahí estaba: caminando por los pasillos con una cesta de compras mientras escuchaba el disco Dinamo de Soda Stereo en el MP3. Dedicado a descifrar el enigma de los nombres de los productos que estaban a mí alrededor y sus eventuales características… vi un frasco de vidrio que decía NESCAFÉ. ¡Casi me desmayé de la emoción! ¡Nescafé en Rusia! ¡Nescafé en Moscú! ¿Podía entonces tomarme una taza de buen café al igual como hacia en mi país? Era una emoción muy intensa y me quedé observando detenidamente. Sin embargo, no podía aguantar las ganas de estirar la mano y echar ese frasco al cesto, pagar… ¡e irme a casa a prepararme un buen tazón de ese líquido excitante!

       Era la felicidad absoluta. El nirvana. El camino de la redención. La llegada a un plano superior de existencia. El fuego, el misterio y la magia de los dioses. El segundo inicial del universo. La caída de la primera hoja de un árbol arrancada por la brisa que sacudió los primeros instantes del planeta en que vivimos.

       Era eso y más. 

       Me quedaba, sin embargo, la parte difícil: el reverso del amor, la libertad y la alegría… ¡Cómo diablos se escribía “azucar” en ruso!

       Mis primeros cafés moscovitas, lo reconozco, fueron un tanto “amargos”.

    Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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