(Advertencia: Esta es una historia de ficción y los personajes no necesariamente existen o existieron, por lo que cualquier semejanza con la realidad es “pura coincidencia”. Etcétera, etcétera).
¿Se imagina usted lector(a) a que corresponde la foto que antecede estas líneas? Probablemente, puede que la relacione inmediatamente con el título de esta nota. Y está en lo cierto: esta impresionante panorámica del centro de San Petersburgo fue captada por el autor desde un mirador de la catedral de San Isaac el 1 de junio último.
Se trata, por cierto, de una vista fabulosa. Evidentemente, un relato sobre estos parajes podría abundar en adjetivos calificativos alusivos a la belleza. Un cronista no muy esforzado podría fácilmente referir que vio “una soberbia escultura” en el centro de “ese magnífico parque” caracterizado por “sus cuidados y elegantes jardines” en el que “se alzan unas magníficas flores” cuyo colorido “contrasta con la noche profunda” y “la luna misteriosa y llena de encanto”.
Así, sería fácil.
Sin embargo, hay ciertas ciudades que gozan de una gracia indescriptible. Algo impalpable, indefinible, casi supraterrenal. Es como si hubiesen estado –discúlpesenos la mención futbolera- “tocadas por la mano de Dios-“. Es decir: zonas en cuya creación, crecimiento y madurez pareciera estar involucrada directamente la artesanía divina. Una búsqueda deliberada de la perfección… en este mundo.
Pienso, claro, en San Petersburgo. Y me recuerdo -sólo hace algunas semanas- rodeado de fantasmagorías muy cercanas al ensueño. Y en el aire: sonidos inarticulados, pero sumamente sugestivos. Y ahí estaba el río Nevá y puentes: algo que iría convirtiendo en una obsesión durante mi visita registrada entre el 28 de mayo y el 3 de junio.
REFLEXIONES PLUMÍFERAS
Recorro las calles con Mario, el guía paraguayo de 26 años que me acompañará durante los 5 primeros días. Genuinamente interesado en concentrar mi atención, dice cosas del tipo: “frente a esta catedral y en esta plaza Lenin daba sus discursos ante el pueblo durante la I Guerra Mundial”, o “este es el famoso monasterio de Alejandro Nevski”, o “en aquel departamento que ves ahí vivió sus últimos años el poeta Alejandro Pushkin”, o “este es el edificio de la compañía Singer. Fíjate en lo hermoso de su construcción y la escultura en su cúpula. ¿Habías visto algo como esto?”. Claro que no había visto nada como eso. Sin embargo, además de impresionado, también me asaltaban acuciantes preguntas: “¿Dónde esta la FEALDAD y la decadencia propias de cualquier ciudad? ¿Es que acá todo es armónico, prolijo y limpio? ¿Es que acaso acá no existe la vejez y todo el mundo es bello, sano y completamente rebosante de estilo? Barajaba una opción: que en alguna parte de la ciudad hubiera una suerte de gigantesca “alfombra” bajo la cual estuviera escondido todo lo complejo, duro y doloroso… Aunque, a todas luces, era una idea bien poco racional.
Y aquí comienza mi (in)completo informe sobre aquellas jornadas.
La primera noche en San Petersburgo mi corazón estaba vibrando y muy rápido. “Cuando le cuente esto a mis amigos no lo creerán”. Es que no todos los días alguien se va de paseo a miles y miles de kilómetros de casa, sólo y sin que, por cierto, ninguno de sus compatriotas sepa –ni por casualidad- donde está metido. En síntesis: si me pasaba algo verdaderamente peligroso, ya podía ir diciendo “Adiós, Mundo Cruel”… y pensar en una tumba del tipo “el Latino Desconocido”. Lo mejor era olvidad aquello. Estaba vivo y era relativamente joven –34 años no es para echarse a morir-, me sentía feliz y tenía algo de dinero en mis bolsillos. Así es que en aquellos primeros momentos me parecía escuchar a los Beatles. “Free as a bird/ It's the next best thing to be”. Había volado por los aires, pero ¿cómo me había alejado tanto del nido?
JUST FOLLOW THE PEOPLE…
Dije que estaba “solo” ¿no? ¿Suena lindo, no? El “Rambo sudamericano” de ardiente mirada que corre por la estepa siberiana, armado con un cuchillo, un arco y una flecha, que viaja a lo largo y ancho de toda la inmensa Rusia batallando con fieras salvajes mientras soporta estoicamente el frío despiadado, la desazón del cuerpo y el agotamiento de la sangre, el hambre, la agonía y el tedio… todo con el fin de llegar a su meta, ante la que ningún esfuerzo humano podrá oponerse: entrar a San Petersburgo y rescatar a la noble doncella secuestrada por unos captores que van a sufrir la más horrible y justiciera de las muertes…
Pues bien, esa es la visión idílica del viaje. La realidad –como siempre- fue bastante menos romántica y mucho más tosca. Desde el sábado 29 de mayo al 2 de junio estuve acompañado por el guía que mencioné. Mario era un estudiante de medicina que había llegado con sus padres cerca de una década atrás, lo que le permitía conocer a la perfección la ciudad e incluso hablar ruso. Gracias a su ayuda, pude optimizar el tiempo y realizar una excursión bastante exhaustiva. Si lo hubiese intentando apelando sólo a mis medios no habría llegado ni a la décima parte de todos los sitios a los que accedimos. Además, llegamos a un acuerdo de caballeros que nos permitió a ambos quedar conforme en lo monetario.
Es el 28 de mayo. Volvemos a la estación Moskovsky Vokzal. Tras bajar del tren con mi pesado bolso deportivo en el que sólo me faltó llevar mi cama -para “sentirme seguro”- me dieron deseos de fumar. “En Roma haz como los romanos”, pensé, mientras veía a la gente alejarse con sus bultos. La aplicación práctica del refrán: “¿Ves a alguien fumando?”. Sí, vi a más de alguien fumando. “¿Es o son rusos?”. Efectivamente, era o eran rusos. “Entonces ¿puedes ponerte a fumar?” Sí: podía ponerme a fumar. Así lo hice y satisfactoriamente. “En Rusia haz como los usos”, era una inteligente manera de actuar. A veces, hacia bien seguir la sabiduría popular. Y escuchar los consejos de los amigos. Aún me acordaba de las inspiradísimas palabras de mi compadre J. R., cuando en Santiago me clarificó muy bien lo que debía hacer al llegar a Rusia: “¡Sólo sigue a la gente, huevón! ¡Sólo sigue a la gente! ¡No seas huevón!”.
Probablemente, fue el cigarrillo en la mano. O mi “fosforescente” ADN color castaño oscuro… O sencillamente mi expresión de venir saliendo de una capsula espacial lo que me hizo reconocible.
- ¿Francisco?
No tuve dudas.
- ¿Julio?
- Sí, soy yo. ¿Qué tal el viaje? ¿Muy cansador?
- ¿Cuál viaje?
MONÓLOGO INCONCLUSO SOBRE EL ARTE DEL BAILE
El Pectopah (restaurant, en español) “Don Pepe” está situado en la calle Malaya Sadovaya 1/25, perpendicular a Nevsky Prospekt, la principal avenida de San Petersburgo. Caminaba hacia allá junto a Julio Sandoval, costarricense residente en Rusia desde 1986 y a quien contacté gracias a mi colega de Moscú. Además de los exquisitos platos bautizados con nombres en “la lengua de Cervantes”, los viernes y sábado el local ofrecía a sus visitantes fiestas con música y ritmos españoles y latinos.
- ¡Hola, Pepe! ¿Cómo has estado? Este es Francisco. Viene de Moscú.
- ¡Qué tal Paco!
- Muy bien, gracias.
- ¿Te molesta si nos sentamos? El muchacho debe tener hambre…
Mientras me preguntaba donde estaba el Río Nevá, me interesaba también saber donde había un espejo. “Muchacho… ¿Yo?”.
Al rato llegaron nuestros platos, los que, por cierto, estaban riquísimos.
- Julio ¿estas son las “Noches Blancas”?
A mi izquierda, las ventanas del “Don Pepe” dejaban ver un cielo casi diurno. Eran las 23:49.
- Desafortunadamente, llegaste un poco anticipado. Las “Noches Blancas”, como tal, son en unos 10 ó 15 días más, pero esta es una buena introducción.
- Mi eterno problema: nunca llegar “a tiempo”. Por eso estoy soltero y sin hijos.
- Tal vez no sea el momento, piénsalo. Bueno, hoy te llevaré a conocer el Club Oxford. Queda muy cerca de tu hospedaje. No puedes perderte al volver. Si no me equivoco esta noche hay Fiesta Latina.
- ¡Otlichno! Gracias-. (¡Excelente! Gracias,).
- Como tú sabes, hay muchas chicas rusas a las que le gustan los ritmos latinos.
- Lo sé, pero hay un pequeño problema… NO SÉ BAILAR.
- ¿En serio?
- Así es. Puede que suene extraño, pero NO SÉ BAILAR. Se supone que “cualquier” latino debe saberlo y sobretodo en medio de tantas mujeres guapas. Además, puedo equivocarme pero tengo la impresión de que acá –y sobretodo ellas - dan por hecho que cualquier espécimen humano del género hombre nacido en el territorio que va de México a Chile baila salsa, cumbia, bachata, reggaeton, rumba, samba, cha-cha-cha, merengue, paso doble, etcétera, etcétera, cual si hubiera escuchado tales ritmos en el momento mismo de llegar al planeta. Me da la impresión de que en Europa creen que nos ponen algo de Daddy Yankee… y nos salen alas en los tobillos. Personalmente, creo que no es así. Tal vez ello sea valido en Centroamérica donde la gente realmente lleva el baile en la sangre. Desgraciadamente, no es mi caso. A mi lo que me hace vibrar es el rock, partiendo por el clásico “guitarra, bajo y batería”. Ponme algo de los Rolling Stones, un buen “rock clásico” y ahí sí: bailo. Y como loco. Pero ¿un Juan Luís Guerra…? ¿Un Marc Anthony? ¿Héctor el Father? ¿Ricardo Arjona y sus “mujeres que habría escrito Neruda y pintado Picasso”? Me parecen todos respetables, pero no me gustan, ni estimulan a bailar. Pero te insisto: debo cambiar de actitud. Me queda más que claro –para mi desgracia- que la mayor parte de las chicas rusas tienen en mente la siguiente fórmula: LATINO = BAILE. Eso me hace pensar que…
Julio se paró
- Voy a buscar a Pepe- dijo.
NOCHE LATINA EN EL “OXFORD”
Unos 45 minutos después estábamos en el Club Oxford, el que se veía bastante animado esa madrugada de “Noche Latina”. Julio bailaba –lo cortés no quita lo valiente- como los dioses con una atractiva rusa que seguía de la mejor manera que podía los expertos pasos de su acompañante. En tanto, yo me las entendía con el barman:
- ¡UN CUBA LIBRE!- le expliqué bien fuerte para hacerme oír entre la gente y “Suavemente” de Elvis Crespo. También, claro, me animaba sacar provecho de mis “ventajas comparativas” respecto a la población masculina local: yo era un auténtico latino” en Rusia y quería que eso quedara bien claro.
El hombre me miró con perplejidad:
- Ehhhh ¿VIVA CUBA?
Mi cerebro reflexionó con suma rapidez.
- Da- digo, mientras me hago a la idea del singular “rebautizo” ruso que ha tenido el tradicional Ron con Coca Cola.
Cuando recibí mi bebida, noté cierto guiño de complicidad del barman. ¿Se habrá percatado de mi procedencia? DE PRONTO, ME SENTÍ GRANDE. Tanto como para abrazar a Fidel Castro si lo tuviera cerca…
Pasó cerca de 20 minutos o media hora. Julio vuelve a informarme que se va pues en algunas horas debe trabajar. “A las 10 de la mañana, Mario, el guía que encontré para ti, te irá a buscar al hostal”. Ok”, le digo. “Tengo lista la cámara de fotos”.
A eso de las 3 de la mañana ocurre algo muy extraño.
El DJ dice algo en ruso ante lo que las señoritas presentes se muestran muy animadas. Luego –¡oh, sorpresa!- el mismo joven -al parecer, bilingüe- tradujo sus palabras… al español:
“Y ahora, amigos y amigas de Club Oxford, les presento a un amigo nuestro: Matías. El viene de Madrid y va a enseñarnos… ¡a bailar la música con SAAAAAAAAAAAAAAABOR…!”.
Me quedé estupefacto. De piedra. Les juro que aquel DJ ruso dijo: “la música con SAAAAAAAAAAAAAAABOR…”. De pronto, me pareció estar en una salsoteca cubana en América. Más aún con lo que vino. El español se adueñó del escenario. “¡Vamos, chicas! ¡Derecha, izquierda…! ¡Izquierda, derecha…! ¡Derecha…! ¡Vamos bailando! ¡Muevan las caderas! ¡Muevan las caderas! ¡Así, así, asiiiiiiiií…!
Lo único que me faltaba: llegar a San Petersburgo a tomar clases de baile. Porque si de algo estaba consciente era de no olvidar donde estaba. Y tener siempre presente mi misión: llegar al Nevá. El río Nevá, sus aguas y sus puentes, sus magias y misterios. El Río Nevá al amanecer. El río Nevá por la tarde. El río Nevá de noche. A veces, pensaba que me estaba volviendo loco... o que se me había metido el “espíritu” del río en el cuerpo. Lo cierto es que soñaba con sus aguas (si alguien me ayuda con la interpretación freudiana, se lo agradezco).
Mientras miraba al “huracán Matías” hacer de las suyas, me acordé, claro, de los Stones y los Beatles y de no traicionar mi incorruptible credo roquero… pero, finalmente, me olvidé de ellos. Lo mismo hice con mi timidez congénita y la vigencia universal de los puntos cardinales. Dejé sobre la barra mi vaso de Mojito y me puse a bailar canciones de Shakira, Miami Sound Machine -¡se los juro! ¡Miami Sound Machine!- Christina Aguilera, Juanes, Paulina Rubio, Julieta Venegas, Wisin & Yandel y David Bisbal. Entre otras.
De vez en cuando, creí reconocer a una que otra señorita rusa mirarme de reojo con alguna expresión coqueta, aunque -a la vez- muy recatada, mientras movía mi escasa y arrítmica humanidad.
¿Qué pasó después? No me acuerdo (y si fuera cierto, no me acuerdo…).
Bromas aparte, aunque pueda resultar interesante para el lector averiguar lo sucedido (o no sucedido) a este profesional hispanohablante en un club de San Petersburgo rodeado de simpáticas y bellas señoritas rusas, este reportero no se acuerda de nada. Bueno, sí, de algo. De un refrán: “Los caballeros no tienen memoria…”.
MISIÓN POSIBLE
Son las 10:25 del sábado 29 de mayo. Comienza entonces una marcha frenética protagonizada por quien esto redacta y Mario Covarrubias, quien actúa como guía, por el centro, norte, este, sur y oeste de San Petersburgo. El mencionado Mario se presenta puntualmente y ambos salen a la calle, donde –por una casualidad del destino- se celebra el 307 aniversario de la fundación de la ciudad, lo que les permite moverse a diestro y siniestro en medio de las calles repletas de gente en fiesta.
Fue así que durante 5 días y movilizándonos principalmente a pie, aunque también usando la locomoción pública, concretamos un exhaustivo y “metódico” tour encaminado a visitar la mayor parte de los atractivos de la ciudad en tan reducido tiempo. Comíamos al paso y retomábamos nuestro cometido. De vez en cuando, comprábamos helados, bebida o cerveza, ya que el calor era de cuidado. ¡Ese era San Petersburgo en verano! Y yo lo estaba conociendo paso a paso.
El recorrido se prolongaba hasta las 8 de la noche, según convenimos. Lo que yo hiciera después, por supuesto, corría por mi cuenta.
En todo caso, el “sistema” para determinar los puntos a visitar era bien particular. Mario decía:
- Creo que puede ser interesante que conozcas…
Y yo contestaba:
- Vamos.
He aquí los resultados de esa expedición:
Llegamos así al 2 de junio, víspera de la partida.
“QUE PROFUNDA EMOCIÓN / RECORDAR EL AYER…”
Y aquí llega el momento culmine de la historia. A eso de las 20:30 del día volví al hostal. Poco antes, me despedí de Mario, deseándole la mejor de las suertes y absolutamente convencido de que nunca más le volvería a ver en la vida.
Pues bien, Esa era “la” noche. Como despedida de San Petersburgo tenía planificado ir al Nevá, subirme a un barco y dejarme llevar. Hasta altas horas de la madrugada. Y contemplaría aquella inmensidad y aquella claridad del cielo y me sentiría feliz. Podía incluso ponerme a susurrar a Sinatra… Esa era la perfecta culminación de la aventura.
Tras dejar en la mesita del cuarto los souvenires comprados en la jornada, saqué mi billetera y comprobé que me quedaban 600 rublos. Debía sacar dinero de la tarjeta bancaria. Eso era obvio. Con esa cantidad me alcanzaría para el barco y nada más. E incluso puede que ni siquiera para eso. Busque en mi billetera… y la tarjeta no estaba. Probablemente, estaría entre mis ropas. Nada. En el bolso. Tampoco. Sobre la mesa. No. Comencé a desesperarme. En 10 minutos había revisado cada uno de los rincones de la habitación. No aparecía. ¡Qué había pasado! Dos días antes había retirado dinero de un cajero electrónico. Y si… ¡Dios! ¡Si alguien había dado con mi tarjeta y clonado el número… mi suerte en Rusia iba a ponerse muy triste! Llamé inmediatamente a un colega de Moscú y le pedí que por la mañana consiguiera el número del plástico en el trabajo y lo bloqueara. Le recalqué que era urgente. Y le dije –sin tratar de justificarme- que yo era humano y creía que cualquiera podía cometer un error así.
Pues bien ¿iba a amargarme la noche por una trivialidad como esa? No: me iría al río como lo tenía planificado. Si no ¿a qué había venido? Total, de seguro en la mañana encontraría la tarjeta y tendría nuevamente dinero. Se solucionarían, así, todos mis problemas, tal como sucede con todos los hombres modernos: con dinero.
Sin embargo, de improviso, me asaltó un pensamiento terrible: ¿y si no aparecía? ¿Podía, entonces, ser tan irresponsable de gastar mis últimos rublos en aquella diversión y, tal vez, quedarme sin dinero para llegar al terminal ferroviario? La respuesta era un no rotundo: ya era tiempo de comenzar a pensar con la cabeza, más que con el corazón. Y fue entonces que tomé la decisión: no haría el viaje por el Nevá, el que quedaría pospuesto hasta una nueva oportunidad… si la había. Así lo hice, preso de un dolor que me desgarraba.
Salí a dar mis últimas vueltas y volví pasada la medianoche. Bebí una lata de cerveza y me dormí muy pronto. Estaba cansado. Impresionantemente cansado.
A eso de las 10 de la mañana volví a las calles. Por una insospechada razón, el magnífico sol que me había acompañado durante toda mi estadía había desaparecido, velado tras unas nubes tristísimas, herméticas. No pude imaginar un final así. A las 12:35 debía estar en el terminal y abordar rumbo a Moscú. Se había acabado.
Llovía. Y el viento parecía de tempestad. “Game over”. Tal era mi destino: a no mas de un kilómetro del Río Nevá, pero imposibilitado de llegar y ver aquellos puentes fabulosos que tanto había anhelado.
Era el epílogo que merecía por dejar siempre lo importante para el final.
Deambulando por las calles con un paquete de papas Lays en un bolsillo de la chaqueta y un paraguas en la mano, contaba ansiosamente los minutos para que llegara luego el desenlace de todo aquello… ¿No querías agua?
PUES AHÍ LA TENÍAS. AGUA, AGUA, AGUA Y MÁS AGUA.
Adiós, San Petersburgo.