Medioevo europeo: derribando la memoria

Oleg Yasinsky

Desde los tiempos más antiguos, la función de los primeros monumentos de la humanidad fue la de recordar lo más importante. Los seres humanos convertidos en piedra dejaban de ser mortales, se convertían en deidades, entraban a competir con el tiempo. La eternidad se percibía encarnada en las figuras de mármol o granito, que parecían capaces de preservar la memoria intacta "hasta el fin de los tiempos", según la creencia del lugar y de la época.

Los monumentos, en varios idiomas llamados también "memoriales", tienen como sentido el recordar. Pero el acto de recordar es posible solo mientras existe la memoria. Cuando el último recuerdo se pierde, los monumentos se mueren, convirtiéndose en objetos arqueológicos.

En los últimos años, en diferentes continentes y latitudes, fuimos testigos de la caída en masa de los monumentos más diversos. En medio de la crisis civilizatoria, la vida tranquila se acabó no solo para las personas de carne y hueso, sino también para las estructuras de cobre, granito y mármol que durante siglos o décadas representaron la estabilidad de ciertas creencias que ya no existen.

Cuando la Perestroika produjo la restauración del capitalismo en la URSS, en su fase terminal e irreversible esto generó el derrumbamiento de miles de monumentos de los líderes comunistas, que eran acusados desde la nueva (¿realmente nueva?) perspectiva histórica de todos los crímenes y pecados imaginables. Poco tiempo después, la conmemoración de los 500 años de la llegada de los europeos a América produjo un estallido de la memoria de los pueblos indígenas y un masivo ataque a las estatuas de los conquistadores y sus cómplices, desde México hasta la Araucanía. No comparo los hechos, solo describo el paisaje histórico. Después, las inolvidables imágenes de la destrucción del monumento a Saddam en el Bagdad ocupado por el invasor norteamericano y hace solo unos pocos años, durante los disturbios raciales en los EE.UU., el derrumbe de las estatuas de los militares y políticos blancos estadounidenses acusados de ser esclavistas.

Al ver estas crónicas y reportajes, siempre sentí una contradicción. No puedo compartir el simplismo de algunos que creen en los actos mágicos, cuando destruyendo los elementos de la escenografía del pasado podemos reescribir nuestra historia, y, por otra parte, existen personajes realmente siniestros, como Hitler o Somoza, que simplemente no merecen ser parte del entorno donde juegan nuestros hijos. Sin embargo, la lucha siempre desigual entre una turba enardecida contra una figura de piedra me parece un acto de poca lucidez, que en vez de liberar nuestra imaginación, inevitablemente, nos ancla al pasado y sus rencores.

A fines del 2013, cuando en el país que alguna vez se llamó Ucrania, los vándalos nacionalistas empezaron la destrucción masiva de los monumentos a Lenin, una de sus primeras víctimas fue una hermosa figura del líder proletario en pleno centro de Kiev. Cuando la turba estaba botando el monumento, alguien de los estudiosos se acordó en broma de que su autor, el destacado escultor Serguéi Merkulov, era primo del famoso místico ruso Georgui Gurdjíev y que si pasaba algo con el Lenin de Kiev, el espíritu de Gurdjíev lo vengaría de la forma más terrible. Parece que no sabían cuánta razón tenían... También me acuerdo de una caricatura de esos días, en la que monos derribaban un monumento a Darwin.

Y ahora, al grano. Hasta ahora hablamos de monumentos y esculturas que tenían una importante dosis de carga ideológica, o sea, representaban miradas controversiales dentro de la sociedad y, sin justificar ni en lo más mínimo la barbarie de su destrucción, se puede por lo menos comprender que la estupidez descrita puede tener cierta lógica de lucha política. Tal vez eso sea un agravante, pero por lo menos se comprende un poco. Pero lo que ha sucedido en estos meses (¡cuidado, empezó mucho antes del 24 de febrero!) en Ucrania, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia y algunos otros países de Europa Central, simplemente no tiene nombre.

Hay un ataque estatal, sistemático, planeado y definitivo contra dos tipos de objetivos militares: los monumentos a los soldados soviéticos que liberaron a los pueblos de Europa del nazismo alemán y todo tipo de memoriales relacionados con la cultura rusa. No nos engañemos, no es contra el actual Gobierno ruso, es contra todo y contra todos los rusos.

Una persona en su sano juicio y con todo su derecho a discrepar de la política de Putin, o incluso considerarlo su enemigo personal, no puede pisotear la memoria de los soldados soviéticos que murieron liberando a su país del fascismo... o mucho menos eliminar de su paisaje y mundo cultural a Pushkin y a Dostoyevski por ser rusos. Creo que el error más peligroso es presentar estos hechos como "actos de estupidez" o "falta de criterio". Es exactamente todo lo contrario, un minucioso cálculo político realizado por las élites gobernantes para seguir castrando cultural e históricamente a sus pueblos, dividiéndolos, esclavizándonos e idiotizándonos.

Hace tan solo unos años atrás, el triunfo de la humanidad sobre el fascismo hitleriano, que tuvo como su primera línea al Ejército Soviético, parecía ser uno de los pocos consensos mundiales entre el este y el oeste, el norte y el sur, el capitalismo y el socialismo. La memoria a los caídos en esta lucha parecía ser sagrada para todos, sin peros ni cuestionamientos. Pero se creó una cultura 'light' de puros relativismos y pseudolibertades, basada más que nada en la ignorancia y en el individualismo extremo, y los monumentos a los héroes caídos en la guerra por la humanidad dejaron de ser un tema.

Cuando se mata la memoria, ya no son más memoriales, son objetos arqueológicos de un mundo lejano y extraño que se puede demoler y desocupar ese lugar para hacer algo más útil, como un centro comercial o una discoteca. Algo parecido sucede también con la cultura rusa.

Cuando los gobiernos de Ucrania y de otros países geográfica e ideológicamente cercanos proceden a destruir los últimos vestigios de la cultura rusa en sus territorios, entonces ya saben con certeza que no hay quien la defienda, que sus medios de comunicación y programas educativos ya crearon a esas otras generaciones que, en el mejor de los casos, simplemente no entienden que es imposible la existencia de la cultura ucraniana sin la rusa o, aún más, ni siquiera saben para qué les sirve la poesía, la pintura o la música.

Por eso insisto en que esto no es ni una guerra entre Rusia y Ucrania, ni tampoco es la de Occidente contra Rusia. Esta es una guerra contra la cultura, contra la memoria y contra nuestra capacidad de narrar la historia, de conocerla, de transmitirla a través de la tradición oral, como un día comenzó.

Es contra cada uno de nosotros, es decir, contra la humanidad, que para poder resistir, deberá apagar el televisor o el computador, da lo mismo, porque con sus documentales y series históricas transmiten un seudoconocimiento manipulado y falseado. Deberá leerse los libros y dejar de oírlos en resúmenes de diez minutos, contemplar más y recordar sus propias imágenes y cuentos que alguna vez escuchó de sus maestros, padres, abuelos o conocidos y entonces así, elaborar su propio criterio, y por tanto su identidad, que le otorgue sentido de pertenencia y lo aleje del sinsentido existencial en el que la mayoría vive hoy.