Antes de sentarme a escribir, de repente me di cuenta de algo. Seguramente siempre lo he sentido, pero no me había dado cuenta de lo mucho que disfruto cuando las letras fluyen, abriéndoles espacio a los nuevos paisajes que se vislumbran más allá de la espesura de palabras e ideas. Son imágenes que se abren frente a los ojos de alguien, quien vuela y es capaz de unir su mirada y el viento que lo acompaña convirtiéndose en una sola cosa, un viento y una mirada que también sostienen y provocan. Y también me pasa que cuando sé que debo escribir algo, pero me quedo pensando, me distraigo, invento otras ocupaciones y preocupaciones y no logro despegar: la escritura en ese momento se convierte en una tortura, como cualquier trabajo que se hace sin amor y es más fácil hacer cualquier otra cosa física, mecánica, agobiante, cualquier cosa, lo que sea, solo para no acercarse a la palabra cuando ella está sin ganas de ser tocada.
No soy religioso, pero aunque a ustedes y hasta a mí me parezca extraño, para expresar mejor lo que siento, tendré que citar la Biblia. Su parte inicial, que tal vez todos conocen: "En el principio ya existía la Palabra; y la Palabra estaba junto a Dios y era Dios. Ya en el principio estaba junto a Dios. Todo fue hecho por medio de ella y nada se hizo sin contar con ella. Cuanto fue hecho era ya vida en ella, y esa vida era luz para la humanidad…".
No sé si existió alguna vez una forma más poética y matemáticamente precisa de definir el rol del verbo en el génesis de la humanidad. No era solo una herramienta, un medio de comunicación o un puente entre los seres humanos. Era Dios. Pero tal vez no solamente era un puente y Dios, sino algo totalmente humano, crudo, imperfecto… como un barro para que de por vida esculpiéramos nuestras propias estampas con sus pisos, pozos, techos, ejes y chimeneas. No hay una sola cultura humana que no otorgue a la palabra poderes mágicos, transformadores, sobrenaturales. De una manera extraña y sorprendente, dentro de cualquier cuadro del mundo, por más racional que fuera, la poesía siempre abría ventanas a otros niveles de la búsqueda y la comprensión, elevando deseos y miradas.
Estoy totalmente convencido de que el proceso actual de deshumanización, librado a escala mundial por los falsos profetas del neoliberalismo, empezó con la guerra contra la palabra.
Nos están ofertando un sueño sin sueños, un juego de emojis en vez de los libros de poesía, una solución racional y práctica de todas nuestras inquietudes, como una pasta (pastilla) tranquilizante para los humanos, para que adormecidos obedezcamos más y molestemos menos.
El sistema está creando nuevas generaciones humanas que no necesiten de poesía, que desconozcan por completo el sabor y el placer de la palabra bien encontrada, eliminando por completo la dirección de la búsqueda de lo humano. ¿Qué futuro pueden construir personas con su sensibilidad castrada o secuestrada por una estética que apunta a la negación de lo que somos? La riqueza del lenguaje siempre iba de la mano de la complejidad del pensamiento, porque el hallazgo de las verdades, las más simples y las más grandes, siempre fueron resultado de un larguísimo camino de búsqueda ética y estética. Han sido los caminos más fascinantes del mundo.
La creación es el acto más subversivo en la historia. Son el pecado, la herejía y la soberbia juntos. El acto de creación puede ser todo, lo que es capaz de poner en duda lo establecido o más bien, lo que se atreve a ser capaz de ponerlo en duda. Sobre todo, en un mundo arriado por los filántropos hacia el mismo abismo, los que dan la plata para las ONGs que pertenecen a las corporaciones, que son propiedad de los filántropos.
El acto de creación es la palabra, la que existía junto a Dios y era Dios. Por eso pudo transformar el mundo. Todo su pecado, su herejía y su soberbia, las de nombrar y las de hacer preguntas libremente, fuera de los libretos de los dueños de la prensa. La creación ha sido el acto más revolucionario de la historia. Por eso, las revueltas que se hacen con el apoyo de las redes sociales, usando los memes y los emojis, no pueden llegar a ser revoluciones. Por más violento o escandaloso que suelan sonar los discursos de sus líderes, ellos no son ni subversivos ni mucho menos revolucionarios, no transforman nada, por dentro todo está vacío, porque carecen de la capacidad divina y creadora de la palabra.
Cada vez mientras escribo, el algoritmo insiste en corregirme mis incorrectas formas de decir las palabras, de organizarlas, de conjugarlas. Advierte que me rebelo de su esquema básico de máquina con el que le dice a la mayoría o con el que la mayoría de 'escribidores' le han enseñado a escribir. Precisamente por qué le molesta tanto lo metafórico, los símiles, o las conjugaciones y tiempos verbales que estén lejanos del inglés calcado que advierte como 'lo correcto'. Tampoco le gustan nuestras tildes, que dan otros sentidos totalmente distintos a las palabras. Pero sobre todo no le gusta lo infinito que hay en ellas y por eso busca reducirlo todo a un solo sentido, a una sola manera que lo anula todo.
Por eso, la destrucción de nuestra memoria colectiva sería una tarea imposible sin quitarnos el recurso mágico de la palabra. La prohibición de los idiomas indígenas en todo el mundo, por los conquistadores de todas las épocas, era para cortar la principal raíz que une a nuestros pueblos con su tierra y su tiempo. Por ejemplo, la guerra contra el idioma ruso en los territorios de Ucrania y en las repúblicas del Báltico no es solo un capricho o idiotez de sus respectivos gobiernos nazis, sino un perfecto plan económico y demográfico para despoblar y procesar el botín de guerra del 'mundo civilizado'. Eliminando la palabra, se anula la posibilidad de la resistencia. Se pierde algo muy potente, lo que la gente religiosa llama "lo sagrado".
La humanidad, hoy mortalmente amenazada por el sistema, puede sobrevivir y triunfar solo abordando esta dramática realidad desde su complejidad. A la humanidad le están arrancando la lengua, junto con los sueños, armas, proyectos, valores y recuerdos. Se necesitará la magia de la palabra, la que sea capaz de volver a ser 'luz para la humanidad', no solo para que los ejércitos de emojis dejen de enterrar la poesía, sino para que la palabra vuelva a existir y a iluminarnos el camino.