Cada 9 de mayo las plazas y calles de Rusia se visten de imágenes en blanco y negro. A través de ese espejo de décadas pasadas se revelan los rostros de abuelos y bisabuelos que, cuando todavía eran casi niños, entregaron sus vidas para salvar al mundo. En Rusia, el Día de la Victoria sobre el fascismo es la celebración más íntima y más sagrada de este pueblo, que casi no tiene una sola familia que no haya llorado en esa guerra a alguno de sus seres queridos.
La Segunda Guerra Mundial, que para la antigua Unión Soviética es y será por siempre la Gran Guerra Patria, le costó a su pueblo 27 millones de vidas. Es el momento en el que el solemne discurso oficial se une indivisiblemente con lo más hondo de la memoria histórica, familiar, espiritual, absoluta. Recuerdo cuán difícil me era explicarles a los jóvenes visitantes extranjeros, educados con el discurso pacifista (que en algún tiempo lejano estuvo tan de moda), lo que significan los tanques erigidos en nuestras plazas, y por qué los niños de nuestra tierra les ponían flores.
El 9 de mayo de Rusia y de todos los pueblos soviéticos hoy es objetivo militar del 'mundo civilizado'. Es imposible destruir los países sin acabar antes con la memoria de sus pueblos. En pleno apogeo de la Perestroika se nos habló mucho de la necesidad de la 'reconciliación' como un acto mínimo de generosidad y humanismo.
Para Ucrania y varios países europeos de la OTAN esta idea les pareció perfecta para reemplazar una fecha 'soviética', siempre asociada a la bandera roja con la hoz y el martillo, por algo neutro y conciliador, conforme a las tendencias de los tiempos del 'fin de la Guerra Fría'. Sin importar que 'memoria' y 'reconciliación' no caben en una misma fórmula forzada, que recuerda más bien esos discursos de 'perdón' después del paso de las dictaduras sudamericanas a las tibias y asustadizas democracias, cuando los soberbios verdugos, orgullosos de su 'misión patriótica cumplida', exigían el perdón de sus víctimas acusándolas de ser violentos y agresivos por no querer olvidar ni reconciliarse.
Por si alguien no lo recuerda o no se ha dado cuenta, la actual destrucción bárbara y cobarde de los monumentos a los héroes antifascistas en varios de los países exsocialistas de Europa comenzó con la idea de celebrar el 'Día de la Reconciliación' y otros festejos parecidos. Durante todas estas últimas décadas, se intentó cocer nuestra conciencia como una rana a fuego lento, de cinismo e hipocresía, para que en el momento decisivo ya no le quedaran fuerzas para saltar fuera de la olla infernal. Hoy, la fina capa de la escama del civismo, que resultó ser no más que un maquillaje, se le está cayendo de la piel a la bestia nazi. El cuerpo viscoso de una criatura prehistórica, que arrastra a la humanidad a las cavernas más hediondas de la prehistoria, queda al descubierto.
Nunca dejaré de asombrarme por la ingenuidad de quienes no entienden que la destrucción de los monumentos a los soldados soviéticos en los países del Este de Europa es también la destrucción de esos mismos países y una declaración de guerra a cualquier conciencia de sus pueblos. O a lo que queda de esos pueblos y de su conciencia. Todo discurso patético antirruso en este caso no es ninguna causa, sino una excusa. Y el objetivo no es la destrucción de Rusia, sino la de todos. Por eso en el 'mundo civilizado' nunca habrá je suis un soldat soviétique.
Por todo esto, el arma más segura para defender la posibilidad de un futuro humano, para todos, es rescatar los rostros de nuestro pasado, iluminar con la claridad el blanco y negro de nuestra memoria en estos tiempos de tanto baile con espectáculos de luces y colores.
Creo que no existe ningún otro país en el mundo donde, al pasar casi 80 años de una guerra, la memoria de sus héroes y mártires esté tan viva, tan sagrada y tan absoluta como en Rusia. Donde se siga prestando tanta importancia a quienes dieron sus vidas en la lucha contra el fascismo. A pesar de las mil diferencias obvias entre la Rusia actual y la Unión Soviética, a pesar de las diversas y legítimas discusiones políticas de estos tiempos, el día 9 de mayo es un minuto de silencio para dejar de lado todo lo secundario y pasajero.
El desfile militar en la Plaza Roja, donde hace 79 años los estandartes nazis cayeron a los pies del Mausoleo de Lenin, hoy sigue siendo escenario de la ceremonia de la victoria. Comienza con la salida del legendario tanque soviético T-34 izando la bandera roja y con la música del himno no oficial de la lucha de la URSS contra las hordas hitlerianas, 'La Guerra Sagrada' (música y letra prohibidas para este 9 de mayo en varios países europeos, seguramente por poco conciliadoras con el fascismo). Se la vive como una ceremonia casi religiosa de amor a la vida y a la humanidad.
Este 9 de mayo en Rusia ha sido muy especial. Nunca antes en los últimos 79 años de la historia de Europa el continente ha estado tan cerca de una guerra total, y esta vez con armas nucleares, suficientes para destruir todo nuestro mundo varias veces. Como nunca antes, los adversarios de Moscú se quitaron las máscaras y hablaron abiertamente de la necesidad de una guerra de exterminio de las tierras y las culturas que no acepten ser sometidas.
Vladímir Putin estaba sentado entre dos veteranos, héroes de la Gran Guerra Patria: el coronel del Ejército Rojo Yevgueni Kuropátkov, héroe de Stalingrado y participante del Desfile de la Victoria de 1945, y la famosa francotiradora Alexandra Alióshina, que fue a la guerra como voluntaria a sus 17 años.
Creo que no hay otro país en el mundo con más razones para odiar las guerras que Rusia, ya que ningún otro tuvo tantas en su territorio ni puso tantas vidas para lograr la paz. Si tuviera que elegir el día más antibelicista y el de más amor a la vida del año, seguramente sería el 9 de mayo. Es por eso que ahora el pueblo ruso, con el dolor y la generosidad de siempre, sigue entregando las vidas de sus hijos y de sus hijas para la noble causa de la salvación de la humanidad contra la mayor amenaza.