Nicaragua: una foto al lado del retrato de Sandino
Cuando en diciembre de 1988 bajé del avión de Aeroflot en el Aeropuerto Internacional Augusto Cesar Sandino, en Managua, los termómetros en la capital nicaragüense marcaban +33º C, y en Moscú, de donde habíamos salido, hacían 32º C bajo cero. Recuerdo que, durante el vuelo, tenía la sensación de que era la Tierra la que giraba bajo el avión, donde los jóvenes maravillados y emocionados por este viaje fumábamos (todavía se podía fumar en los aviones) y, con una complicidad de compañeros, compartíamos con los otros pasajeros de toda Europa y de nuestra edad nuestros sueños e ideas de cómo debería ser el mundo. En aquel vuelo, nueve años después del triunfo de la Revolución Sandinista, casi todos los que íbamos en ese avión estábamos enamorados de Nicaragua y cada uno traía un pedacito de solidaridad a su pueblo desde tierras y nubes tan lejanas.
Me acuerdo que después de mis primeros tres o cuatro pasos por el suelo latinoamericano, al lado de la escalera del avión, sentí un viento caliente y seco y me pregunté: ¿cómo esta gente lo soporta? Pronto me di cuenta de que estaba frente a uno de los motores del avión, que me tiraba a la cara el chorro de aire caliente.
El aeropuerto nicaragüense tenía frente a la pista un pequeño edificio de madera que se parecía más a una terminal de buses provinciana que a un aeropuerto. En la carretera, para confirmar que no nos equivocamos con nuestro destino, se erigía un gigantesco cartel con el lema: "¡Reagan se va, la Revolución se queda!". Aquella Nicaragua era para nosotros mucho más que un país, era el Universo donde cabían todos nuestros insomnios, ingenuidades y sueños.
Luego, antes de ir a 'cortar' (como decían los nicas) café a la Unidad Productiva Santa Marta, en los alrededores de Matagalpa, estuve buscando en Managua el mejor retrato de Sandino con sombrero, entre varios que veía, para que me sacaran una foto al lado de él. Parece que entre tanta ansiedad e indecisión, me quedé sin la foto con Sandino.
Al pasar del tiempo, la memoria, con la nitidez del último detalle, rescata sus tesoros.
Un viejo campesino en un destartalado bus en Managua, leyendo 'El Principito', volteando las páginas con sus manos callosas y casi negras. Los niños jugando en las plazas, todavía con destrozos del terremoto de 1972 y de la guerra de 1979. Frente al maravilloso mercado de artesanía en Masaya, el volcán activo que tragó con su boca de fuego y humo a los sandinistas a quienes tiraban vivos al cráter desde helicópteros en los tiempos de la tiranía de Somoza. En el paisaje nicaragüense descubrí que el color verde puede tener tantos matices y no era que la literatura exagerara la exuberante naturaleza, sino que la naturaleza latinoamericana siempre exagera con la literatura. Concluí que, viviendo entre esas formas de las raíces, troncos, hojas y colores, de esas flores y atardeceres, era imposible no convertirse masivamente en poetas. El aire de Managua por las noches olía a naranjas, a la caca de perros y a la esperanza.
Recuerdo que, al volver de Nicaragua a Kiev (de aquella Nicaragua, a aquel Kiev de entonces), me puse a escribir el mejor libro sobre Nicaragua, su gente y su revolución. Alcancé a terminar unas siete páginas hasta que encontré 'Nicaragua, violentamente dulce', de Julio Cortázar, y entendí de inmediato que mi gran obra ya no era necesaria. En mi pensamiento, agradecí a Cortázar por saber expresar todo lo que yo quería y bastante mejor.
La Revolución Nicaragüense, que cumple hoy 45 años, fue la pista de despegue de los sueños de toda mi generación en diferentes partes del mundo, que en varios idiomas leíamos 'La montaña es algo más que una inmensa estepa verde', de Omar Cabezas, acompañándolo en las trochas guerrilleras entre los infinitos paisajes de su país y del mundo que había que cambiar. Lloramos la muerte de Leonel Rugama y de Julio Buitrago y aprendíamos español leyendo los poemas de Ernesto Cardenal y escuchando las canciones de los hermanos Mejía Godoy. Más allá de tantas cosas que iban a suceder después, esto para siempre llegó a ser parte de nuestras vidas.
Aquella vez viajamos a Nicaragua como representantes de la juventud soviética para hacer trabajo voluntario, cosechando café, mientras el país seguía resistiendo la invasión de 'los contras'. Creo que la presencia de muchos extranjeros, incluyendo a los del 'Primer Mundo' que iban a Nicaragua con diferentes misiones internacionalistas e ideas de solidaridad, por lo menos sirvió como algún tipo de escudo para disminuir los ataques y las masacres perpetradas por los terroristas a sueldo de EE.UU., que actuaban desde Honduras. A diferencia de los tiempos actuales, en el mundo occidental existía todavía algo de prensa crítica e independiente, y hasta gobiernos tan asesinos como el de Ronald Reagan cuidaban a veces su imagen.
En aquellas semanas insomnes en Nicaragua, hice amigos para toda la vida. Después de cortar café todo el día, viviendo en una barraca (la 'covacha') con voluntarios de otras tierras, tomábamos 'cususa' (un destilado de caña, que sobrevives sólo si tienes 20 años) y hacíamos veladas temáticas presentando a los compañeros la cultura y la historia de nuestros países. Como pocos soviéticos hablaban español, me tocaba traducir casi todo el tiempo. Siento un orgullo especial como intérprete por una larga noche en que hicimos el concurso internacional de chistes cochinos, donde llegaron a la final los equipos de Brasil y de la URSS; después de un largo duelo empatamos. El equipo soviético fue presentado por Semión, ginecólogo de especialidad… Lamentablemente, hace poco supimos de su temprana partida.
Una vez, acompañando a nuestros médicos, viví uno de los episodios más fuertes de mi vida. Ellos, en el tiempo libre de sus labores agrícolas, es decir por las noches, atendían a los campesinos de la zona. Unos campesinos trajeron a su bebé en estado muy grave. Después de revisarlo, el doctor Oleg (que fue el director de una clínica oncológica en Moscú y seguramente estaba acostumbrado a ver de todo), me pidió que yo les explicara a los padres que los médicos harían lo posible, pero que a su hijo lo habían traído ya muy tarde, que era muy poco probable que lo pudieran salvar. Yo, tartamudeando, traté de encontrar palabras para explicarlo. "Ah, se va a morir", dijo su padre con toda la calma… Luego ellos envolvieron al niño todavía vivo en una manta y en silencio se fueron en medio de la noche. Miré la cara de Oleg. Él estaba llorando. Estábamos por primera vez conociendo algunas realidades del Sur Global y la despiadada violencia de su cotidianidad, que puede ser cambiada sólo por vía revolucionaria.
Una de esas noches, caminamos varias horas hacia el mar, cruzando las milpas, los pueblitos, los cerros, y llegando por fin a una playa solitaria del Pacífico. Allí nos quedamos por un rato entre olas, palmeras, estrellas y la luna que alumbraba nuestro silencio. Fue nuestra despedida de aquel rincón que llegó a ser nuestro.
Mi Nicaragua es el punto de encuentro de la gente buena de todo el mundo. Su lema oficial de aquellos tiempos debería ser 'Locos de todo el mundo, uníos'.
Por eso, después de todo y a pesar de todo, sigo buscando mi inexistente foto al lado de un retrato de Sandino con sombrero.
Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.