La consulta “no definitiva” de independencia de Cataluña del pasado 9 de noviembre ha dejado un vencedor insospechado: un abstencionismo que nos retrotrae a la figura del anarquista Buenaventura Durruti.
Aunque la participación ha sido “masiva” en el plano del simbolismo, no es menos cierto que la cifra de los que se desentienden del asunto supera el 65% del censo electoral de Cataluña, lo que nos deja con una lectura invariable: el ansia de separación --o a decir de la histriónica Pilar Rahola, el porcentaje de catalanes que viven “mentalmente fuera de España”-- es de alrededor del 30%. Un pico histórico, sin duda, pero insuficiente en términos cuantitativos. El 9N, con toda su alharaca legislativa a un lado y a otro, y con todo el apoyo de la Generalitat de Cataluña a través de los movimientos sociales, no ha sido capaz de llegar al alma de todo el conjunto catalán, que ha vivido ajeno a lo que es demasiado conflictivo, radical y de consecuencias imprevisibles.
Uno y otro lado saben por tanto cual es la realidad de la región, que sigue siendo uno de los motores económicos de España, aunque en menor medida que antes. Resulta sin embargo curioso que desde el separatismo catalán se siga pensando en que es posible ampliar el porcentaje hasta el resultado “perfecto” de un 50% del censo que vote “sí a la independencia”.
Apartidismo, no apoliticismo
El anarquismo fue en los estertores del siglo XIX e inicios del XX una ideología de carácter romántico y libertario que dejó una profunda huella en España. Las potentes ideas del ruso Mijaíl Bakunin o del francés Pierre-Joseph Proudhon calaron más que en ningún otro lugar en este país, y con mayor fuerza en la Cataluña industrial.
El sindicato Confederación Nacional del Trabajo (CNT) llegó a tener cientos de miles de afiliados, quizá más de un millón. Y un líder destacado: Buenaventura Durruti, hoy aparentemente “olvidado”. Fue esta una figura poliédrica que ganó fama en Barcelona al lograr frenar el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, tras haber concitado el odio de las versiones más “estatalizadoras” del nacionalismo catalán, así como de las patronales hiper-desarrollistas y de los sectores comunistas entonces al alza (una lucha que venía desde los tiempos de la Primera Internacional).
El “durrutismo”, si se puede decir así, ponía y quitaba a presidentes, daba o retiraba apoyos, iba al frente de guerra o no iba, en función del cumplimiento de las “promesas” electorales y del trato humano al obrero. Sin dar por sentado que un bando u otro fueran a tener la razón absoluta en sus prerrogativas. Así eran aquellos anarquistas españoles, que se regían por un sentimiento apriorísticamente apartidista y combativamente obrerista, también con una dimensión agraria de apego a la naturaleza y a la tierra, hecho que generó no pocos odios en aquella época e intentos de “compra” por parte de otros líderes de la izquierda (marxistas, republicanos, etc.)
En la actualidad, un sustrato durrutiano no explicitado, ni organizado, se ha propuesto no ir a votar el 9N, en la creencia fundada de que tal movimiento social independentista no es verdaderamente representativo de los problemas reales del individuo de a pie. Que la dimensión mítica de una Cataluña fuera de España no es sino la representación de un partidismo feroz, en el que no se tienen en cuenta los afectos, apetencias y ligazones, que, de concretarse una ruptura, generaría nuevos e irresolubles problemas. Y que, además, lo fía todo a una supuesta suficiencia económica de Cataluña por sí sola en los fríos mercados internacionales, creída a pies juntillas por asesores del 9N como el ex consultor del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, Xavier Sala-i-Martin.
Conclusión: de momento, no se vota, ni se participa. Queda por ver si el “neo-durrutismo” otorga su apoyo a determinadas formaciones que funcionan muy bien en las redes sociales, pero carecen de pedigree real entre aquél o aquella al que se le pide, desesperadamente, el voto. No debería darse tampoco por sentado.