De camino a Perm en el famoso tren ruso Transiberiano (segunda parte)

Bruno Troso

Se subió una gitana que apenas hablaba ruso y que justo se instaló en el camarote de mis ya ex compañeros de viaje. Comentó que había llegado de un funeral y que por esa razón llegó con 5 inmensas bolsas llenas de enseres que le habían legado como herencia. Pero lo que más me llamó la atención fue la facilidad que tenían estos viajeros para contar los detalles más íntimos de su vida a extraños. Tal vez al saber de antemano que puede ser que nunca más nos volvamos a ver en la vida sacamos a flote todo lo oculto que tenemos y al final nos damos cuenta que no somos tan lejanos después de todo, seres humanos al fin y al cabo. Que el idioma, las costumbres y maneras son solo una especie de máscara que simplemente aprendimos por haber nacido en un determinado pedazo de tierra.

Como ya no había espacio donde colocar esos pesados bultos, la gitana empezó a sacar las cosas y las acomodó como pudo en todos los compartimientos vacíos que encontró, obviamente molestando la paciencia y sueño de todos los demás pasajeros. Pero, a ella ni le importaba. Una vez se estableció en su lugar, llenó la mesa de comida. Una mezcla de pescado, pollo, azafrán, y aceite rancio refrito. Era una masa amorfa, olorosa como ninguna. Sentía que yo incluso podía probarla sin haber siquiera tomado bocado alguno. Me ofreció un poco. Me negué amablemente y la mujer insistía e insistía. Le agradecí, pero me negué de nuevo. Por suerte entendió y no lo hizo más. Me imaginaba las consecuencias que podría tener la ingesta de semejante comida.

Mientras devoraba con placer lo que para ella eran unos manjares, empezó a contarme sobre su vida con la boca llena de comida. Me dijo que estaba yendo a Vladivostok, que tenía muchas cosas importantes que hacer allá. Que era comerciante  y que se sentía orgullosa de haber aprendido ruso en sus días en el mercado, y que lo aprendió por necesidad, ya que leía la suerte de las manos a todas aquellas mujeres que se encontraban de compras. Todo aquello sin que yo le hiciera una simple pregunta. El monólogo continuó así por unas 2 horas. Al final, lo único que escuchaba era un murmullo sordo. Fue hasta arrullador, tanto que me quedé dormido.

Cuando me levanté, la gitana parlanchina ya se había dormido, faltaban apenas 30 minutos para llegar a mi destino y ver a mi amiga que me estaba esperando en la estación. Me tomé un tecito y me senté a ver como aquel blanco paisaje invernal quedaba atrás. En ese momento entendí el por qué del tema recurrente de los trenes en la literatura, cine y música. Verdaderamente el encanto que tienen es envolvente.


Desde la ventana del tren

Al estar en ese tren recordé el primer capítulo de la novela de Dostoevski, 'El Idiota', en el que esta clase de conversaciones suceden entre los personajes en los vagones del tren, y me hicieron recordar las pintorescas aventuras que yo mismo he tenido en los trenes de Rusia. Si usted no ha leído 'El Idiota' se lo recomiendo. Le ayudará a entender un poco más la mentalidad de los rusos y su manera de ver la vida.

Finalmente llegué a la estación. La gitana todavía dormía, pero la desperté para despedirme. Ya en ese momento me dijo que tenía un gran corazón, y que tendría mucho éxito en la vida. Me dijo también algo que me sorprendió mucho. Estaba casi segura que sangre gitana corría por mis venas. Me pareció gracioso, pero ya no podía ahondar en detalles ya que el encargado del vagón por poco me empuja para que me bajara. Mi amiga Nina ya estaba esperándome allí en la plataforma. Y mi experiencia en Perm estaba por comenzar.

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