Nos despertamos muy temprano. Más o menos a las 6 de la madrugada, porque aún no había amanecido (…) El tiempo pasaba muy lentamente. La sed mataba. Y la debilidad, no había ganas ni de moverse. Vi que algunos tenían vasijas con líquido amarillo; al principio no me enteré de que era orina. Todo este tiempo Zarina estaba cerca de su primo, que tenía que empezar la primaria. Ella estaba muy preocupada por él. Al tercer día él estaba demasiado flojo, todo el tiempo pedía agua. Entonces ella sacó de algún lado un estuche medio roto y lleno de orina, y le dio poco a poco, mojando la cara del niño y la suya.
Yo no pude superar mi repugnancia o mi sed no era lo suficientemente fuerte como para tomar esto. Zarina sólo me mojó la cara y los labios. No parecía tan asqueroso en aquel momento, no. Cerca había un niño que evidentemente ya estaba histérico. Nos pedía que le dijéramos nuestros números telefónicos, los quería recordar y marcar cuando saliéramos de allí. Y cuando vio el recipiente con la orina, lo lanzó por los aires y empezó a gritar que no tomáramos ese ‘aceite’. Yo tenía unas ganas tremendas de dormir. Ya no soñaba con la liberación, más bien con la muerte, porque parecía el desenlace más probable. Al tercer día todos querían una sola cosa: el fin. Cualquier fin, sólo que se acabara todo.
Débil y con ganas de dormir me caí al suelo, pero los terroristas anunciaron que iban a fusilar a todos los que se desmayaran. Entonces mi mamá dijo: “Tenemos que levantarnos”. Yo y Zarina nos apoyamos en nuestras espaldas, y así conseguimos sentarnos porque ya no nos quedaban fuerzas; mi mamá también estaba muy débil. Zarina me preguntó qué hora era. Todo ese tiempo yo tenía puesto mi reloj preferido de color rojo que me había regalado mi hermana. Era la una de la tarde. Luego sonó el teléfono. De vez en cuando llamaban a los terroristas y ellos nos contaban todo lo que les habían dicho. “Retiran las tropas de Chechenia”, dijeron. “Si esta información se confirma, empezaremos a liberarles poco a poco”. En ese momento por primera vez en aquellos tres días sentí ganas de llorar porque surgió la esperanza de que íbamos a salir de ahí. Y más tarde… yo simplemente me desmayé y cuando me espabilé vi el techo ardiendo encima de mí, todo se caía, la gente estaba tirada por todos lados. Y lo primero que vi cuando me levanté fue el cadáver carbonizado de uno de los terroristas… en una silla, portando una munición detonada, y a otro terrorista tirándole agua. Ellos empezaron a gritar que todos los vivos se levantaran y salieran del gimnasio al pasillo. No sé por qué, pero mi mama y yo nos levantamos y fuimos. Llegué a notar una herida en la mano izquierda y me tranquilicé de que no hubiera otras. Mi mamá tenía un agujerito pequeño en el omóplato derecho. En el camino hacia la salida traté de ir con cuidado, por todas partes había cuerpos, fragmentos del techo, pedazos de madera... Cerca de la puerta vi algo que hasta el día de hoy da vueltas en mi cabeza cuando pienso en el atentado… Vi el cuerpo de una niña pequeñita y muy flaca, y cuando miré un poco más arriba de su cuello me di cuenta de que no tenía una parte del cráneo… un amasijo medio blanco medio rojo encima de una carita linda, pero muerta. Fue el momento más terrible y más espantoso, creo que es cuando tomé conciencia de que todo esto era real.
Los terroristas nos llevaron del gimnasio al comedor. Allí los rehenes podían tomar agua de barriles y unos niños tragaron galletas con glotonería. No muy lejos de mí había un hombre con un niño en los brazos. El niño tenía puesto un pantalón y una camiseta blanca en cuyo centro había un gran círculo rojo. Respiraba muy mal, más bien parecía el ronquido de un animal raro. Mi mamá me preguntó: “¿Quién es? ¿Mi Vóvka?”. Yo creo haberlo reconocido, pero en aquel momento no podía estar segura de nada, como si mi vista me hubiera estado engañando. Y en el comedor una niña se tiró encima de mi mamá y no paraba de pedirle: “Galina Hadshíyevna, le conozco. ¿Me va a llevar a vivir con usted? Mi mamá y mi hermana murieron. Seguro, salía sangre de su boca... Yo quiero vivir con usted, sé vestirme sola, y bañarme, por favor.” Mamá sólo movía la cabeza, la trataba de tranquilizar y la agarró de la mano.
Luego ‘Ellos’ obligaron a los rehenes a poner a los niños en los alféizares para que saludaran a los soldados con trapos blancos y les gritaran que no dispararan. Las mujeres no quisieron poner a los niños y decidieron ponerse ellas. Todos estaban tirados en el suelo (a mí casi me aplastaron, pero mi mamá me ayudó a salir de la montaña de cuerpos). Luego escuchamos una nueva explosión, muy potente. Yo miré al techo y una ola caliente me cubrió entera. Pensé: “Ahora sí, llegó el fin. Ahora seguro me he muerto”.
Me desperté. La palma de la mano estaba colgando, mi reloj manchado de sangre. Miré mi pierna y vi que de la herida debajo de la rodilla me sobresalía algo blanco, brillante, parecido a un hueso. No sentí para nada el dolor, simplemente me costaba levantar la mano y la pierna. Vi tirada a mi mamá cerca mío. “La pierna”, me dijo. “Vete”. Nunca me voy a poder perdonar haber obedecido, darme la vuelta e irme. No sé que fue. De dónde salió esa traición.
Me arrastré a cuatro patas hacia la ventana rota. Cerca de la ventana vi algunos hornos, llegué hasta el alféizar. Encima de uno de estos hornos había dos pequeños cadáveres de niños desnudos y muy delgados. Eran similares, como hermanos. Sus ojos… al parecer los pusieron con los trapos en las ventanas… o simplemente querían escaparse.
Me faltaba poco para llegar a la calle, cuando mi pierna cayó en una grieta. Yo casi no la sentía, no la podía encontrar, la trataba de sacar… no podía hacer nada. Abajo ya me esperaban los soldados. Me gritaron: “Vamos, tesorito, vamos, solete!”. Y yo no podía. Por este sentimiento de debilidad y desesperanza empecé a llorar. La primera vez en los tres días. Luego junté todas mis fuerzas y liberé la pierna. Me agarraron, me pusieron en una camilla, entraron en una ambulancia y me llevaron a algún lado. En la ambulancia iba una mujer que no paró de tomar agua en ningún momento. Y a mí me daba igual. Ya no tenía fuerzas para alegrarme.
Más tarde me encontrarían mis familiares; más tarde me llevarían al hospital de Vladikavkaz, donde estaría en la misma sala con mi mamá, pero sólo lo sabré después. Más tarde sería cuando me intentaría autoconvencer de que no sigo en cautiverio. Más tarde leería los mensajes de texto en el teléfono de mi hermana y encontraría uno en el que le daban el pésame por mi mamá. Más tarde por teléfono me dirían que Dzerochka falleció. Que Arsen no está más. Que Alanka pereció. Que a Sabina la velaron en un féretro cerrado después del peritaje. Que Albina Víktorovna sacó a los niños. Que los más nobles y los más fuertes se murieron, se ahogaron, se desangraron. La memoria es sorprendente: siempre trata de borrar lo peor, lo más espantoso, doloroso.
Cada día, un nuevo ‘después’. No sé qué hay que hacer para que algo así jamás vuelva a pasar. O algo diferente, pero también horroroso. Les cuento mi historia. Todo lo que pasó, pasó en mi querida escuela, con mis familiares y mis amigos y creo que tengo todo el derecho a contarles sobre mi dolor. Me privaron de algo que yo llamaba ‘vida’. A algunos les privaron incluso del derecho a la vida. Es mi verdad, quizá demasiado sincera. A veces, incluso, cruel y repugnante.
Gracias por su atención.
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