Sociedad
¿Trastorno ficticio o enfermedad orgánica? Conozca cómo viven las personas burbuja
España se convirtió la semana pasada en el sexto país en catalogar de enfermedad la sensibilidad química múltiple que sufren las 'personas burbuja'. La Organización Mundial de la Salud continúa calificando el síndrome de 'psicosomático'.
"Vivo sin contacto con nadie… No puedo trabajar, salir a la calle, relacionarme... No puedo ducharme sin un filtro en el baño, beber agua del grifo, leer cosas con tinta como un folleto, usar ropa convencional", cuenta a BBC Mundo María José Moya por correo, frente a la imposibilidad de contactar con alguien en persona. En términos generales, Moya es alérgica al ambiente intoxicado. Sufre de olores, intolerancias alimentarias y tiene fotofobia.
La sensibilidad química múltiple apareció paralelamente a la industrialización y la sufren personas con predisposición genética para ello, con diez veces más frecuencia en mujeres que en hombres, insiste Joaquim Fernández-Solà, coordinador de la Unidad de Fatiga Crónica del Hospital Clínic de Barcelona, a la BBC. "La situación de estas personas es muy difícil", destaca Carlos de Prada, presidente del Fondo Español para la Defensa de la Salud Ambiental (Fodesam), según recoge el diario 'ABC'. Por un lado, su intolerancia a los sintéticos rutinariamente empleados en la sociedad los obliga a vivir confinados en su hogar y a ponerse mascarilla las pocas veces que salen. Por otro lado, el hecho de que hasta ahora no fueran reconocidos administrativamente les ponía "muchas trabas". "Lo que hace falta es que se dé a conocer y que se apliquen todas las consecuencias derivadas de esta catalogación", subraya De Prada.
Cualquier impacto de sustancias químicas cotidianas, por más mínimo que fuera, como perfumes, productos de limpieza, ambientadores, aditivos alimentarios o la colada colgada por los vecinos, le provocan a Moya reacciones poco comunes. "Los síntomas pueden ser migrañas, vértigos, problemas intestinales, dolor generalizado o erupciones cutáneas", comenta, y detalla que cuanto más tiempo se exponga a estas sustancias peor, ya que el cuerpo se sensibiliza. La intolerancia a los medicamentos agrava aún más la situación.
Hace tiempo Moya dejó de llevar una vida corriente. Desde hace ocho años vive sin casi salir de casa. Su único contacto personal con el mundo exterior es un ayudante que acude a su domicilio y que debe someterse cada vez a una rigurosa asepsia. La española ha lanzado una página web dedicada a la socialización de los afectados por el la enfermedad.
El primer especialista que propuso la catalogación del síndrome fue Theron G. Randolph en 1950, pero no encontró mucho apoyo en la sociedad científica: poco antes le habían expulsado de la Escuela Médica de la Northwestern University (EE.UU.) por una polémica con sus clases. Más de medio siglo después, solo seis países consideran el síndrome una enfermedad: Alemania, la pionera en 2000; Austria, que la siguió un año después; Japón, desde 2009; Suiza desde 2010, Dinamarca desde 2012 y ahora también España, que la ha incluido en el grupo de "alergias no específicas".
Para la Organización Mundial de la Salud, la sensibilidad química múltiple sigue siendo un fenómeno psicosomático y no una enfermedad orgánica. El argumento es la falta de criterios específicos para el diagnóstico y de pruebas científicas objetivas: varios ensayos clínicos mostraron que los pacientes reaccionaban de la misma manera a las sustancias químicas y a los placebos.
La sensibilidad química múltiple apareció paralelamente a la industrialización y la sufren personas con predisposición genética para ello, con diez veces más frecuencia en mujeres que en hombres, insiste Joaquim Fernández-Solà, coordinador de la Unidad de Fatiga Crónica del Hospital Clínic de Barcelona, a la BBC. "La situación de estas personas es muy difícil", destaca Carlos de Prada, presidente del Fondo Español para la Defensa de la Salud Ambiental (Fodesam), según recoge el diario 'ABC'. Por un lado, su intolerancia a los sintéticos rutinariamente empleados en la sociedad los obliga a vivir confinados en su hogar y a ponerse mascarilla las pocas veces que salen. Por otro lado, el hecho de que hasta ahora no fueran reconocidos administrativamente les ponía "muchas trabas". "Lo que hace falta es que se dé a conocer y que se apliquen todas las consecuencias derivadas de esta catalogación", subraya De Prada.
Cualquier impacto de sustancias químicas cotidianas, por más mínimo que fuera, como perfumes, productos de limpieza, ambientadores, aditivos alimentarios o la colada colgada por los vecinos, le provocan a Moya reacciones poco comunes. "Los síntomas pueden ser migrañas, vértigos, problemas intestinales, dolor generalizado o erupciones cutáneas", comenta, y detalla que cuanto más tiempo se exponga a estas sustancias peor, ya que el cuerpo se sensibiliza. La intolerancia a los medicamentos agrava aún más la situación.
Hace tiempo Moya dejó de llevar una vida corriente. Desde hace ocho años vive sin casi salir de casa. Su único contacto personal con el mundo exterior es un ayudante que acude a su domicilio y que debe someterse cada vez a una rigurosa asepsia. La española ha lanzado una página web dedicada a la socialización de los afectados por el la enfermedad.
El primer especialista que propuso la catalogación del síndrome fue Theron G. Randolph en 1950, pero no encontró mucho apoyo en la sociedad científica: poco antes le habían expulsado de la Escuela Médica de la Northwestern University (EE.UU.) por una polémica con sus clases. Más de medio siglo después, solo seis países consideran el síndrome una enfermedad: Alemania, la pionera en 2000; Austria, que la siguió un año después; Japón, desde 2009; Suiza desde 2010, Dinamarca desde 2012 y ahora también España, que la ha incluido en el grupo de "alergias no específicas".
Para la Organización Mundial de la Salud, la sensibilidad química múltiple sigue siendo un fenómeno psicosomático y no una enfermedad orgánica. El argumento es la falta de criterios específicos para el diagnóstico y de pruebas científicas objetivas: varios ensayos clínicos mostraron que los pacientes reaccionaban de la misma manera a las sustancias químicas y a los placebos.
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