Placas geopolíticas en Eurasia (I parte)
Desde hace tiempo se remarca el ascenso del Asia-Pacífico como espacio concentrador de acontecimientos de alcance no solamente local o regional, sino también global. Se estima que para 2050 las tres principales economías del mundo estarán situadas en dicho espacio, donde, según un reciente trabajo de Kishori Mahbubani, se está reubicando el centro del poder mundial.
Desde la perspectiva histórico-geográfica, el dato significativo del ascenso del espacio Asia-Pacífico radica en la conclusión física de un protohistórico ciclo de acontecimientos y dinámicas trascendentes que se iniciaron en el espacio del Mediterráneo, continuaron en el espacio euroatlántico septentrional, y se completan ahora en la región de Asia-Pacífico.
No obstante la importancia y dinámica de este territorio, es necesario tener presente que la reconfiguración más definida del orden internacional del siglo actual depende de cuestiones de naturaleza (centralmente) geopolítica que abarcan el espacio aludido, sin duda, pero también de otras complejas situaciones que, a manera de placas tectónicas, se encuentran en movimiento más allá de éste y pueden comprometer las relaciones interestatales entre actores mayores, ya sea manteniendo y profundizando la fragmentación o, en el peor de los casos, abriendo peligrosas grietas.
Consideremos tres movimientos principales que tienen lugar en el espacio Eurasia
LA PLACA OTAN-RUSIA
Creada en 1949 para afrontar un reto que se disipó hace más de veinte años, la OTAN no solamente se mantuvo como organización política-militar de Occidente, sino que desde los años noventa sucesivamente ha venido ampliando su cobertura a los países del Este, el Norte y el Sur de Europa. En 2008, cuando parecía inminente un nuevo ciclo de ampliación a países que formaron parte del espacio de la ex URSS; Rusia, a fin de preservar sus intereses, intervino militarmente en Georgia, entonces uno de los desamparados estratégicos más OTAN-maníacos.
Moscú recurrió a la guerra, la más riesgosa técnica en materia de maximización de poder internacional, pero también la más provechosa cuando se consigue la victoria: en este caso, el casi inmediato aplazamiento del Plan de Acción para la Adhesión a Georgia y Ucrania (MAP, la antesala a la membresía plena), debido a que, según el propio Secretario General de la Alianza, en el país transcaucásico “aún no estaban dadas las condiciones necesarias que habilitaban la adhesión”.
Desde entonces, si bien la cuestión relativa a la ampliación de la OTAN pareció dejar de ser una prioridad de Occidente, al tiempo que la nueva administración demócrata sostuvo que la relación rusa-estadounidense se basaría en un diálogo constructivo, ello no implicó que la percepción de Washington se haya modificado en relación a Rusia: en ocasión de la reunión ministerial de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, celebrada el pasado año en Dublín, la entonces secretaria de Estado Hillari Clinton (una moderada en política exterior) advirtió sobre un plan geo-comercial ruso cuya finalidad era sovietizar países de Europa del Este y de Asia Central, al tiempo que sostuvo que se encontraría la manera eficiente de ralentizar o frenar ese proceso.
En otras palabras, la suavización o la sutileza de la política exterior de Estados Unidos en tiempos de Obama es efectiva en relación al enfoque y práctica militarista y pro-hegemónica del período Bush, es decir, respecto de la etapa de guerra global contra el terrorismo, pero no lo es demasiado en relación a otras cuestiones de orden interestatal, más allá de la insistencia de la administración demócrata en que se favorecerá el multilateralismo y el asentimiento con los poderes emergentes.
Desde estos términos, el enfoque estadounidense hacia Rusia no se ha modificado en relación al enfoque predominante de los años noventa, cuando Estados Unidos, con el fin de impedir que la Federación Rusa (el Estado continuador de la Unión Soviética) pudiera convertirse en un nuevo reto, prolongó su victoria más allá del final de la contienda bipolar y la desaparición de la URSS, logrando (con la asombrosa prestación de la propia dirigencia rusa) importantes resultados respecto de aquel fin.
Entonces, la diplomacia rusa situó la relación con Estados Unidos en un nivel de cordialidad y de sentimentalismo que no registraba precedente alguno, tratándose Rusia de un actor que tradicionalmente se mantuvo como preeminente por su concepción realista de la política interestatal.
Pero desde fines de aquella década, una Rusia más robustecida modificó sensiblemente su percepción respecto de Occidente, adoptando un patrón de política exterior y de defensa de cuño más tradicional, es decir, de defensa activa de sus intereses nacionales, siendo la intervención en Georgia la expresión más contundente de dicha política.
Actualmente Moscú considera que Occidente mantiene su política de fuerza, siendo la OTAN y el sistema integrado de defensa contra misiles las dos principales estrategias de anti rehabilitación de Rusia, si “como se expone” bien que esta última no está dirigida contra El sistema de defensa de misiles, que se encuentra en camino de la segunda Fase de Adaptación, podría implicar un serio reto para la capacidad estratégica de Rusia hacia fuera, puesto que (según expertos rusos que consideran que dicho sistema sí está dirigido contra su país) podría afectar uno de los activos mayores de poder de Rusia, sus misiles estratégicos, es decir, su capacidad de disuasión. Pero una eventual nueva ampliación de la OTAN al Este del Este de Europa afectaría la capacidad estratégica de Rusia hacia dentro, puesto que la privaría de su activo tradicional de defensa y de victoria: la profundidad estratégica, un factor que tal vez perdió relevancia en algunos espacios del globo pero definitivamente no en el caso de un país-continente como Rusia.
En su interesante libro Pronósticos para el siglo XXI, el especialista George Friedman es más que preciso en relación a las amenazas a lo que aquí denominamos capacidad estratégica de Rusia hacia dentro. Advierte el presidente de Stratfor que si Ucrania y Bielorrusia se incorporaran a la OTAN, “Rusia estaría en peligro de muerte. Moscú está a sólo poco más de trescientos kilómetros de la frontera con Bielorrusia, y Ucrania a menos de trescientos de Volgogrado (antes Stalingrado ). En cuanto a Georgia, su pérdida alejaría a Rusia de una zona de interés y de tradicional rivalidad con Turquía, un actor en ascenso, miembro de la OTAN y con potencial ascendencia en las ex repúblicas soviéticas centroasiáticas.
En breve, los movimientos de placas geopolíticas que tienen lugar en esta zona de Eurasia obedecen a un patrón de presunción que considera que la reparación del poder de Rusia podría volver a ser un reto a Occidente. Por tanto, es necesario constreñirla al máximo a fin de estrechar márgenes de maniobra; es decir, siguiendo lógicas de poder como las que proponen autores como John R. Dunn, editor consultivo de American Thinker, afectando debilidades o preocupaciones clave de Rusia en relación a sus niveles mayores de seguridad, en este caso, su tradicional complejo geopolítico de encerramiento o en circulamiento.
En buena medida, esta situación de amenaza casi directa explica la política rusa de rearme en todos los segmentos de su poder militar.
Por otro lado, la percepción de amenaza de Rusia explica los vínculos que ha venido estrechando el Kremlin con dirigencias de ex repúblicas soviéticas como Armenia, Tadjikistán e incluso con aquellas entidades refractarias a propuestas de complementación planteadas por Moscú, como es el caso de Ucrania, país con el que recientemente se acordó prorrogar hasta 2042 la presencia de la Flota Rusa en Sebastopol.
Asimismo, dichas amenazas conducen a que Rusia utilice, a manera de anticipación, técnicas de poder consistentes en excitar las incompatibilidades étnicas en ex repúblicas soviéticas a fin de lograr, invocando la defensa de intereses nacionales, influir decisivamente en las mismas. Dichas técnicas, algunas de ellas denominadas en Occidente modelo Abjasia, es decir, utilización de apoderados locales para generar conflictos con la entidad política-territorial dominante, ha reportado a Moscú, aún en tiempos de profunda debilidad nacional, importantes ventajas o ganancias relativas de poder dentro de su espacio de interés geopolítico inmediato.
Finalmente, las percepciones rusas respecto de la inevitabilidad de una estrategia de cerco la han llevado a reconsiderar concepciones relativas al espacio euroasiático, es decir, a replantear la necesidad de configurar un espacio de confluencias de actores regionales mayormente críticos con Occidente. Este es otro de los movimientos de placas geopolíticas en Eurasia que merecen consideración.
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