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Felipe González, historia de una decepción arrogante

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Felipe González, historia de una decepción arrogante

Los recuerdos familiares son un almacén muy propicio a las anécdotas, esas pequeñas historias entre lo sorprendente y lo humorístico. También son un lugar donde volver cuando nuestro presente nos resulta hostil: hay unos años de nuestra vida, que suelen coincidir con la infancia, en el que todo parece inalterable. Pero además, esas experiencias compartidas, son una buena manera de explorar por qué somos como somos. Si los nobles tienen blasón nobiliario, a los demás nos queda completar nuestro escudo con los momentos más cotidianos que nos enseñaron valores que nunca se olvidan.

Aunque tenemos herramientas que nos ayudan a abrir voluntariamente el camino a nuestros recuerdos, como las fotos, más a menudo de lo que pensamos esta senda a nuestro pasado se desvela por el estímulo más inesperado. Un olor que percibimos en el autobús, la forma concreta en que la luz ilumina una habitación a mitad de octubre, una canción que hace años que no escuchamos. Mientras que los recuerdos que despertamos a propósito acaban siendo contaminados por nuestras percepciones actuales –todos somos un celoso guionista de nuestra vida–, los que llegan sin avisar son como una explosión que nos sitúa en otros lugares e instantes sin apenas darnos cuenta. También al lado de otros. Duele cuando no están.

El caso es que el otro día uno de estos recuerdos que nos toman al asalto se me activo de la forma más inesperada y seguramente menos lírica. No hubo atardecer, ni tacto de lencería, ni tampoco esa silueta de espaldas en una avenida llena de gente que brilla entre la multitud, evocándonos a alguien que durmió muchas noches a nuestro lado. Esto fue mucho más prosaico y probablemente desconcertante. Las declaraciones de un expresidente me hicieron recordar mi primera adolescencia y a mi abuela.

Esto me advirtió de dos cosas. La primera es que quizá, a pesar de mi profesión, la actualidad informativa está demasiado presente en mi cotidianeidad. La segunda es que dejamos en los demás una huella que la mayoría de las veces es totalmente ajena a nuestros deseos. Por ejemplo, esas parejas que ya no lo son, incluso cuando apenas podemos recordar el sonido de su voz, dejaron en nosotros manías como la forma de apretar el tubo de pasta de dientes, la disposición de los calcetines en el cajón de la mesilla o la fruta que preferimos para la mermelada. Las trivialidades son todo lo que suele quedar de nosotros, por mucho que nos empeñemos en creernos conquistadores de vidas.

Daniel Bernabé, escritor y periodista
Daniel Bernabé, escritor y periodista
Felipe González fue, para muchos españoles, más que un líder, un político o un presidente. Fue, para millones de trabajadores y trabajadoras, para toda esa gente que el franquismo consideró durante cuatro décadas un enemigo interno a vigilar, la constatación de que el país había cambiado realmente

Sitúense en el Madrid de principios de los noventa, en una pequeña casa situada en el populoso barrio de Lavapiés, que por aquel entonces no tenía turistas con maletas rodantes sino señoras viudas que llevaban allí más de la mitad de su vida. En esas estancias de abuela –confío en que esto sea algo internacional– solía haber unos muebles de madera oscura donde ellas solían construir una especie de altar a todo lo que querían, a todo lo que les recordaba tiempos donde el bastón no era necesario.

A mí, que estaba en esa edad indefinida donde dejamos de ser niños y caminamos hacia la adolescencia, me fascinaba ese pequeño museo construido con la paciencia que da tanto el tiempo como la casualidad. Mi abuela tenía una cantidad incontable de pequeños objetos decorativos, desde unos hipocampos disecados –con unos ojitos brillantes de cristal–, hasta un muñequito flamenco tocando la guitarra en una silla de taberna. Desde los souvenirs que le traíamos tras las vacaciones de verano, hasta un almirez de cobre que a mí me parecía un tesoro. Y por supuesto fotos. Del marido que falleció más joven de lo que merecía, de sus hijos casándose y por supuesto de sus nietos. Lo fascinante es que en medio de aquella exposición de toda su vida estaba la foto de aquel presidente.

La mujer había recortado la imagen de una publicidad electoral que le había llegado en las últimas elecciones, le había colocado un marco y le había hecho parte de aquello, junto a la familia y las estampitas de santos y vírgenes. Pensar en nuestro presente que alguien pueda mostrar la foto de un político en su casa suena a poco más o menos que distopía a lo George Orwell.

Les sitúo. Mi abuela era una mujer perfectamente normal, en el sentido de que nunca había militado en ningún partido ni había sido aficionada a leer ensayos sobre política. Mi abuela era una mujer que aprendió con esfuerzo las letras y los números en la posguerra española, en un pueblo andaluz de Sierra Morena, y que se fue a la capital –arrancada de su tierra– para servir en casa de unos señores. La hija mayor, apenas pasados los catorce o quince años, era considerada por la fuerza de las circunstancias una adulta que tenía que trabajar para aportar algo de dinero a su familia, que era numerosa y campesina, esto es, de una pobreza notable.

Mi abuela nunca aprendió ciencia política, pero vivir la durísima España de los años cuarenta, con una posguerra de frío, cupones de racionamiento y represión fascista, le hizo aprender para siempre todo lo que necesitaba. Ya en los ochenta, cuando rememoraba su juventud en aquel pueblo de Jaén, se le saltaban las lágrimas al recordar a sus hermanos pequeños pasando hambre. Hambre, repito, en la civilizada Europa. Aunque la Segunda Guerra Mundial ya había terminado, siendo Hitler y Mussolini derrotados, los Aliados occidentales consideraron que España era un país demasiado levantisco. Prefirieron el antiguo socio de sus enemigos a la posibilidad de una revolución. De nada valió que fueran españoles los que liberaron París.

Para acabar de completar el fresco familiar, mi abuelo, al que ella conoció ya comenzados los años cincuenta, era uno de aquellos españoles que había luchado a favor de la República. Para ellos ya no fue sólo perder una guerra frente a los terratenientes, los banqueros, la iglesia y un ejército traidor que abrazó el fascismo. Tampoco el pasar por campos de trabajo donde los vencidos que no fueron fusilados pagaron su osadía revolucionaria con trabajo esclavo. También fue pasar toda una vida con la sensación de estar vigilado, de no librarse del miedo, de sentir que en cualquier momento una delación de un vecino envidioso podía hacer que dieras con tus huesos en la cárcel.

A día de hoy pienso que mi abuela tenía una concepción del mundo mucho más certera que bastantes de mis coetáneos que llegaron a la universidad. Sabía que con el banco había que tener el menor trato posible, sabía ser discreta pero no dejar que nadie le faltara el respeto, sabía cuál era su papel en el mundo, no sólo el suyo propio, sino el de su clase. Sabía cómo funcionaba el mundo. Y probablemente también sabía unas cuantas cosas como mujer, pero en aquel momento esas experiencias, en aquellas mujeres, se guardaban para sí mismas.

Aquella imagen que mi abuela tenía en un marco, en su pequeño altar personal, correspondía a Felipe González, el tercer presidente del Gobierno de la democracia española por el Partido Socialista Obrero Español, que fue Ejecutivo del país desde 1982 a 1996, siendo el Gobierno más prolongado y con mayores índices de aceptación y voto durante una buena parte de sus legislaturas.

Daniel Bernabé, escritor y periodista.
Daniel Bernabé, escritor y periodista.
Felipe, como se le llamaba popularmente, no sólo era respetado, sino que consiguió que mucha gente se sintiera representada por él. Muchos españoles no eran tan sólo sus votantes eventuales, sino que se sentían parte de su proyecto. No votaban a Felipe, eran de Felipe

Felipe González fue, para muchos españoles, más que un líder, un político o un presidente. Fue, para millones de trabajadores y trabajadoras, para toda esa gente que el franquismo consideró durante cuatro décadas un enemigo interno a vigilar, la constatación de que el país había cambiado realmente. Un joven abogado sevillano, que vestía con chaquetas de pana y piel vuelta, había llevado al PSOE de nuevo a dirigir el país. No era sólo la victoria de aquel político, era su victoria, la de todos los que le habían votado.

No es el momento de contar con precisión cómo el Partido Socialista que llegó al Gobierno no era exactamente el mismo que permaneció en el exilio décadas, ni tampoco las presiones de EE.UU. y la Alemania Occidental en las postrimerías de la Guerra Fría. Tampoco de aquel proceso llamado Transición, que transformó un régimen dictatorial en una democracia equiparable a la de cualquier país europeo. Se consiguió, pero por el camino muchos quedaron exentos de sus crímenes contra los derechos humanos y pasaron en una noche a ser demócratas de toda la vida. La derecha cedió algo en aquel pacto, lo justo para salvar los muebles. Los comunistas, que querían ser como sus camaradas italianos, cedieron hasta acabar prácticamente desaparecidos. Supongo que hasta puede sonar injusto fiscalizar aquella etapa desde hoy. Supongo que lo que sucedió dista mucho de lo que nos contaron.

No es tampoco intención de esta historia analizar los Gobiernos socialistas de los años ochenta y mitad de los noventa. Una época contradictoria donde se consiguieron notables avances sociales mientras que se empezaba a transformar España en un territorio sin industria, periferia europea. Donde los socialistas metieron al país en la OTAN, aunque prometieron no hacerlo. Donde se consiguieron buenos resultados en la creación de infraestructuras, hospitales y colegios, pero también donde se coqueteó con la corrupción en algo que alumbró la "España del pelotazo". Los socialistas fueron además quienes nos integraron en Europa, un hecho que se percibió como el fin definitivo de aquella España que, periódicamente, sufría un alzamiento militar. Aquella integración, por otro lado, fue también el motivo de que ahora seamos parte de esa Europa que está, lo quiera o no, dentro de la esfera de influencia alemana. González fue quien modernizó progresivamente al ejército y policía franquistas. También el presidente bajo el que tuvo lugar el terrorismo de Estado.

Pero al margen de la historia de aquellos años, lo que queremos destacar en esta historia es la enorme autoridad que alguien como Felipe González llegó a tener. No de ese tipo que emana de la represión de los cuerpos de hombres armados, sino de esa autoridad que se ejerce cuando al hablar la gente confía en ti. Felipe, como se le llamaba popularmente, no sólo era respetado, sino que consiguió que mucha gente se sintiera representada por él. Muchos españoles no eran tan sólo sus votantes eventuales, sino que se sentían parte de su proyecto. No votaban a Felipe, eran de Felipe.

Aunque González decepcionó a muchos de ellos en sus dos últimas legislaturas, su retirada fue aún por la puerta grande. Incluso sus detractores le veían como una institución andante. Pero lo peor todavía estaba por llegar. Desde hace al menos una década, con especial intensidad, el expresidente se manifiesta públicamente en líneas netamente derechistas, con unas tendencias claramente liberales en lo económico y unas posiciones respecto a temas como Cataluña, las relaciones con Latinoamérica o los cambios en el panorama político, de una ideología no sólo conservadora, sino incluso bordeando lo reaccionario.

Daniel Bernabé, escritor y periodista
Daniel Bernabé, escritor y periodista
Es triste ver cómo alguien que significó tanto para tanta gente les ha dado la espalda de una manera tan arrogante. Al principio pensaron, en una especie de disculpa para salvar su recuerdo, que la vida cómoda de expresidente le había cambiado. Luego empezaron a asumir, sin confesarlo en público, que quizá es que siempre había sido así

Esto, que al principio creó estupefacción entre la gente que aún le seguía admirando, ha ido evolucionando estos últimos años hacia una decepción que se siente casi como personal. Entregados defensores de aquella etapa, cambian el canal de la tele cuando González –ya nadie le llama Felipe– aparece soltando alguna de las suyas. A mí, más allá del análisis político, me apena. Es triste ver cómo alguien que significó tanto para tanta gente les ha dado la espalda de una manera tan arrogante. Al principio pensaron, en una especie de disculpa para salvar su recuerdo, que la vida cómoda de expresidente le había cambiado. Luego empezaron a asumir, sin confesarlo en público, que quizá es que siempre había sido así, que su papel en los años ochenta fue el de aplacar y conducir unas ansias de libertad y progreso, que iban mucho más lejos de lo permitido por Washington, Berlín y la mirada torva de los banqueros, hacia una sombra de lo que pudo ser. La realidad es que muchas cosas cambiaron a mejor, también que se pusieron las bases para que siguieran mandando los de siempre. ¿Cómo sentirse ante algo así?

Cuando hace unas semanas González soltó una de las suyas, diciendo que no se veía representado en el actual Gobierno socialista, sobre todo por ser un Ejecutivo de coalición con Unidas Podemos, una coalición que incluye a la organización dirigida por Pablo Iglesias y al Partido Comunista, el recuerdo de aquella foto en el mueble de mi abuela recorrió el tiempo y se mi hizo presente. Aquellas declaraciones, en boca de alguien que había representado tanto para tantos, me resultaron, además de mezquinas y gratuitas, de una naturaleza paradójica terrible. Casi un insulto. Si había alguien que no tenía derecho a hacerlas era precisamente él.

Pensé, fantasiosamente, que los personajes públicos deberían estar sometidos a alguna ley que les impidiera denigrar su propia figura en una vejez resentida, incluso que tuvieran prohibido revelar a su verdadero ser oculto. No se trataría en el fondo de defenderles de ellos mismos, se trataría de defender a la gente que confió en ellos, que una vez se sintió representada. Luego pensé que, probablemente, de esta manera la gente no podría sacar conclusiones sobre cuál suele ser el verdadero fondo de la política y el poder. Lo triste es que llegamos a entender todo demasiado tarde, cuando la vida ya no da para querer cambios bruscos.

Luego pensé en Iglesias y los suyos, que hace unos años despertaron un sentimiento en mucha gente muy parecido a aquel que despertaba González en sus mejores momentos. Y me dio miedo. Porque son mi generación y, aunque sólo sea por eso, quiero que dejen algún tipo de huella en mi país. Una que no sea la que dejó aquel expresidente de la foto. Tienen derecho a equivocarse y fracasar. Probablemente lo hagan, sobre todo por los poderosos enemigos que tienen enfrente. A lo que no tienen derecho es a ser como Felipe González. Nunca, en ningún caso.

Quizá eso sea lo mejor que tiene la sombra del antiguo presidente, ese hombre canoso que suele ocultar su mirada por la calle tras unas oscurísimas gafas de sol. Que sin pretenderlo vale como faro de lo que nunca hay que ser. Algo que incluso trasciende sus opiniones derechistas. Algo que pertenece a ese tipo de personas enamoradas de sí mismas que no soportan que su tiempo haya pasado. Algo de ese tipo de personas que son capaces de olvidar que mucha gente, esa gente que mueve el mundo pero que nunca pasa a la historia, se sintió representada por él.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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