El Capitán ultraderechista de Brasil, Jair Bolsonaro, está muy cerca de perder el control del barco, ya que los cariocas son hoy un país amotinado contra su capitán, sobre el que se ciernen múltiples dudas y no pocas amenazas. Una situación crítica en la que las élites económicas exigen cabezas y la cúpula militar exhibe su descontento de forma abierta e históricamente desafiante. El puño de acero de quien en el pasado proyectara su campaña electoral como una operación militar –y una cruzada ideológica y religiosa– pareciera hoy una mano enferma. Porque Brasil zozobra entre sacrificios públicos de políticos para contentar a los mercados, desafíos de altos mandos militares y concesiones políticas poco edificantes. Y ello en mitad de un escenario pandémico sin precedentes.
El pasado 30 de marzo, con el país carioca convertido en el principal foco pandémico mundial, Bolsanaro cedió a las presiones económicas y políticas y forzó la renuncia del ministro de Exteriores, Ernesto Araujo, al que sustituyó por Carlos França, con un perfil más pragmático. No era la única exigencia de los potentados brasileños, que también anhelaban la cabeza del ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, que de momento conserva su gaznate político intacto, veremos a ver hasta cuándo, pero sí fue un gesto de debilidad. Un gesto de evidente impotencia de un ultraderechista trumpiano muy poco acostumbrado a las concesiones.
Quizás por ello, para distraer sobre su propia flaqueza, el vaquero Bolsonaro asestó un golpe encima de la mesa cuyas consecuencias, seguramente, no fueron calculadas cuando desde el ministerio de Defensa se señalaba lo que es un secreto a voces a nivel mundial: la necesidad de aislamiento social y uso de mascarilla para evitar lo que en Brasil sería la tercera ola. Una tercera ola que va camino, a tenor de las cifras, de convertirse en un tsunami. La intolerable insubordinación, casi un sabotaje descarado, porque en el Brasil de Bolsonaro cualquier razonamiento lógico es una insubordinación, fue respondida con la destitución fulminante del ministro de Defensa, Fernando Azevedo –general, para más señas–, con el que la tensión no dejaba de aumentar en los últimos meses. Además, Bolsonaro renovó hasta seis ministros en un intento por recuperar la autoridad en un gabinete en el que hay más generales que mujeres y en un gobierno en el que seis militares ocupan cargos.
Pero el intento de sofocar el amotinamiento del cuartel brasileño, que parece haber perdido la fe en su líder, se convirtió en un incendio cuando los jefes de Tierra, Mar y Aire brasileños, es decir los mandamases del Ejército –Edson Pujol–, la Armada –Ilques Barbosa– y la Fuerza Aérea –Antônio Carlos Bermudez– dimitieron en bloque, lo que constituye un hito histórico. Y un desafío público. Ello, a pesar de ser nombrado el general Walter Braga Netto, otro alto mando militar más, como sustituto del ministro de Defensa. Y es que nunca antes habían renunciado en Brasil a la vez tanto la cúpula civil como la militar del ministerio de Defensa, pues por lo común una suele cercenar a la otra. Pero Brasil es un país tan militarizado que la ausencia de lindes entre políticos y altos mandos militares provoca escenas insólitas como la acaecida. Casi nadie sabe ya dónde terminan los cuarteles ni dónde comienzan las administraciones públicas.
En el peor momento
Por si fuera poco, no parece el mejor momento ni para Bolsonaro ni para Brasil. El excapitán todavía se encuentra bajo los efectos de la resaca de la cloroquina, tras casi un año de infame embriaguez –a principios de febrero de este 2021, Bolsonaro se retractó en cuanto al uso de la cloroquina–. Una borrachera científico-alucinógena que ha condenado a muchos brasileños a la muerte. Y Brasil, debido seguramente a ello, se encuentra en uno de los peores momentos de su historia: más de cuatro mil muertos diarios –un total de 4.195 el 6 de abril–, más de trescientos mil fallecidos –en total, 337.400–, más de trece millones de contagios, tan solo veinte millones de vacunados con una primera dosis –solo un 10% del total, con unos 211 millones de ciudadanos– y la sensación de continuar en caída libre en el abismo –en doce días se ha pasado de superar los tres mil muertos a superar los cuatro mil–.
Los tétricos números de Brasil solo son empeorados por Estados Unidos, donde hasta hace poco gobernaba el estrafalario Donald Trump, pero el nivel de vacunación en el país norteamericano dista mucha de los registros del país carioca: en Brasil solo el 2,16% de la población ha recibido las dos dosis de la vacuna y el 7,75% al menos una de ellas, porcentajes que en Estados Unidos se sextuplican.
Insubordinados al insubordinado
Quebrado por su pésima gestión, la hipnosis cloroquina y el resurgir de Lula da Silva tras las tétricas sombras de Sergio Moro y el caso Lava Jato, con unas elecciones a la supuesta vuelta de la normalidad, en 2022, Bolsonaro tiró de galones y ordenó la entrada del Ejército en el campo de batalla político el pasado 8 de marzo cuando afirmó que "mi Ejército" no obligaría a los ciudadanos a quedarse en casa. En contraposición, claro está, de las medidas, más o menos restrictivas, que proponen múltiples gobernadores por todo el país y que, en mayor o menor medida, suponen cierres de colegios, comercios e incluso playas, así como confinamientos ciudadanos. Medidas que han surgido no tanto de la racionalidad como de la desesperación de un país cuyos hospitales están saturados y la muerte avanza sin control.
En este dramático contexto, el Ejército brasileño se insubordinó al antaño insubordinado Bolsonaro, que abandonó el Ejército tras ser juzgado por insubordinación al organizar protestas por los precarios salarios de la tropa. Una ironía del destino que encuentra su explicación en los paradójicos recelos de la cúpula militar hacia quien más protagonismo les ha otorgado. Bolsonaro es el presidente más castrense de la endeble democracia brasileña, hasta el punto de haber convertido el Gobierno casi en un cuartel militar, pero también es ese capitán que un día se insubordinó contra su cúpula militar. No es uno de ellos. Y en el Ejército siempre hubo clases y clases. Y lo de recibir órdenes de un inferior, de un simple capitán, no suele ser del gusto del generalato.
Desesperación presidencial
Con Brasil sumido en el colapso sanitario y económico; con los hospitales saturados y el subsidio a los más desfavorecidos implantado por la pandemia suspendido; y con Lula Da Silva emergiendo en mitad del naufragio brasileño mientras Sergio Moro camina hacia el embarque en galera por las sombras del caso Lava Jato, Bolsonaro es un capitán a la deriva capaz de aferrarse al más maldito de los clavos. Y ese no es otro que el de la corrupción, pues el nombramiento de Flávia Arruda como Secretaria de Gobierno no es más que el nombramiento de una mujer que fue denostada por el propio Bolsonaro en el pasado y cuya pareja ha sido condenada por corrupción. Todo lo que haga falta con tal de mantener el cargo presidencial intacto de peticiones de destitución y de investigaciones incómodas.
Una maniobra desesperada que, junto a los cambios ministeriales, pretende contentar a las élites económicas, arrinconar a la cúpula militar menos dócil y seducir en la medida de lo posible el Centrão, esa amalgama de partidos políticos, desconocidos incluso dentro de Brasil por la alta fragmentación política, que se sitúan en un centro político conservador y liberal dispuesto a ofrecer sus votos al mejor postor, a izquierda o a derecha, y que, a día de hoy, resultan esenciales para sostenerse en el Gobierno. Una maniobra que pretende conceder tiempo a un Brasil que zozobra y a un capitán, Bolsonaro, que parece haber perdido el control.