El pasado sábado Primero de Mayo, Día Internacional de los Trabajadores, Iván Duque tuvo la ocurrencia, tras varios días de disturbios, de encomendar trabajo a los militares. Es decir, al Ejército colombiano. Lo denominó "asistencia militar" y aseveró que se prolongaría hasta que cesaran los desórdenes públicos. Sus trabajos, afortunadamente, no se extendieron ni veinticuatro horas, pues los militares y los desórdenes desaparecieron de las calles cuando el presidente colombiano anunció, exhausto, que renunciaba a la imposición de medidas fiscales con las que pretendía recaudar unos 23,4 millones de dólares –algo más de 6.000 millones de dólares– con los que paliar la insoportable pobreza y desigualdad del país, incrementada en los últimos meses por la expansión de la pandemia.
El mayor socio de la OTAN en América Latina, que también es el mayor productor de cocaína del mundo –el 70% de esta droga a nivel mundial se produce en Colombia–, quedó asolado por episodios violentos, minoritarios pero numerosos, generalizados en la mayoría de ciudades del país, muy especialmente en Bogotá, Cali y Pasto. Los disturbios tuvieron su origen en la Plaza de Bolívar y poco después en las proximidades de la residencia de Iván Duque, en la zona norte de la capital colombiana, donde numerosos ciudadanos indignados mostraron su oposición a unas medidas fiscales que no fueron defendidas ni siquiera por el partido político del presidente.
Aunque la mayoría de las protestas fueron pacíficas y festivas, no faltaron las algaradas, incluidos los saqueos en diferentes supermercados, comercios y entidades bancarias, lo que animó a los cuerpos policiales colombianos a usar gases lacrimógenos y tanquetas. Para qué respetar las convenciones internacionales. Estas brutales actuaciones policiales provocaron, según el Defensor del Pueblo, al menos tres muertes relacionadas con las protestas, que pudieran ser más, pues otras tres defunciones se encuentran en estudio. Una conexión que todavía no se puede certificar, pues Colombia, junto a Brasil, es uno de los países con mayor tasa de criminalidad del mundo, por lo que ni en condiciones de extrema violencia se puede aseverar que las muertes violentas perpetradas hayan podido estar relacionadas con las actuaciones policiales.
No son palabras vacías. Ni mucho menos. De hecho, Colombia es uno de los países con mayor índice de muertes violentas, con más de una veintena de homicidios por cada 100.000 habitantes, y el líder, con mucha diferencia, en el asesinato de líderes ecologistas –en 2019 fueron asesinados en Colombia 64 defensores de la Tierra–. Una violencia que solo se atenuó temporalmente durante el pasado año 2020 con los primeros meses de impacto de la expansión de la covid.
La realidad latinoamericana, más allá de Venezuela
Cualquier lector desconocedor de la realidad latinoamericana, ya sea por falta de información objetiva o por exceso de información occidental, lo que en esencia supone casi lo mismo, se preguntará cómo se han podido producir imágenes como las relatadas en un país tan serio como Colombia, el mayor aliado de la OTAN en la región, puesto que para este lector estos acontecimientos dantescos solo son posibles en Venezuela. Nada más lejos de la realidad.
Aunque en gran parte del planeta todas aquellas informaciones relacionadas con disturbios, saqueos, pobreza, desigualdad o brutalidad militar o policial están asociados al gobierno de Nicolás Maduro, lo cierto es que un breve repaso a los últimos acontecimientos relevantes en América Latina revela la terrible realidad latinoamericana.
En Chile, nada más y nada menos que en el 'milagro económico chileno', el Ejército y los cuerpos policiales fueron acusados de violaciones de derechos humanos masivas, incluyendo abusos sexuales y violaciones, tras decenas de días de manifestaciones y disturbios por la subida del precio del transporte en octubre de 2019; situación que se reprodujo en Ecuador en las mismas fechas; y de nuevo en Chile un año después, en octubre de 2020, cuando un joven fue arrojado al río Mapocho en el puente Pio Nono; y en Perú, tanto en diciembre de 2019 como en noviembre de 2020; y en Brasil en enero de 2019, cuando el Ejército se tuvo que desplegar en las calles de Fortaleza… Y siempre con listados de muertos, heridos, disturbios y protestas tan extensos como aterradores.
Y es que existe una América Latina, más allá de Venezuela, en la que la violencia inherente a la desigualdad y la pobreza del modelo capitalista de expolio regional se encuentra en constante ebullición hasta el punto de haber convertido a la región en la más violenta del mundo. No obstante, no solo Colombia es el país en el que más se asesinan activistas ecologistas del mundo, como antes comenté, sino que América Latina es la región que domina esta infame estadística a nivel mundial debido en gran parte al tercer puesto de Brasil, cuyo presidente, el capitán Bolsonaro, ha sido uno de los mayores activistas en cuanto a la criminalización de la lucha ecologista. Y no es anecdótico, pues la región concentra un tercio de las muertes violentas que se registran en el mundo cuando su población no llega ni a una décima parte del total mundial. Los asesinatos cotizan al alza en América Latina tanto como las desigualdades.
Violencia y Ejército, un alarmante círculo vicioso
Estos niveles de violencia han provocado que muchos países, como Colombia, Chile, Perú o Ecuador, hayan recurrido al Ejército en aquellos momentos en los que sintieron la situación desbordada. Incluso ha sido habitual que los presidentes hayan aparecido en actos público junto a sus cúpulas militares para reforzar su posición o que hayan incorporado a militares a sus gabinetes, lo que demuestra el proceso de pretorianización de la política y militarización de los gobiernos. Los Ejércitos cada vez participan más de la política latinoamericana y cada día asumen más responsabilidades en tareas de seguridad interior, lo que, lejos de resolver el problema, ha añadido un nuevo problema al explosivo escenario: la vulneración masiva de los Derechos Humanos.
El balance deja poco margen a la duda, pues los militares latinoamericanos han sido acusados de violaciones y abusos sexuales durante las protestas en Chile; asesinatos de menores en Colombia o Paraguay; asesinatos, masacres y violaciones en Brasil; ruido de sables en México; 'falsos positivos' en Colombia –que parece albergar casi todas las formas de violaciones de Derechos Humanas asociadas a los ejércitos–… Ello por no hablar de la participación de las cúpulas militares en los gobiernos de Perú o Brasil; la participación en la seguridad ciudadana, como en Brasil o México; el sostenimiento de gobiernos, como el chileno o el ecuatoriano; o el derrocamiento de estos, como el boliviano. América Latina se ha militarizado.
Sin embargo, los ejércitos no han demostrado ser la solución, porque difícilmente las armas pueden subsanar las deficiencias relacionadas con la carencia de alimentos o medicamentos, infraestructuras o equipamientos, docentes o sanitarios… La pobreza y la desigualdad difícilmente pueden ser abatidas por los proyectiles, si acaso acrecentadas por sus impactos.
Una prueba de ello la encontramos en el abatimiento en Colombia de más de cuarenta líderes criminales, lo que se exhibe como un logro desde el gobierno cuando hace décadas se ha demostrado como inoperante. Eliminar a los líderes de organizaciones, sean ilegales, ecologistas o criminales, no termina con estas, pues no ataca el origen de las mismas, la pobreza y la desigualdad, la falta de estructuras estatales... Por ello, Colombia, ni ningún otro país, nunca resolverá la criminalidad a base de plomo, sino de distribución de los recursos, pues son los alimentos, los medicamentos, los médicos y los profesores los que combatirán estructuralmente a la violencia, no los militares. Los ejércitos pueden ser remedios de emergencia, pero jamás podrán ser tratamientos efectivos ante tan terrible epidemia. Baste señalar las actuaciones policiales en las manifestaciones de noviembre de 2019, cuando un ciudadano fue asesinado, o septiembre de 2020, donde fueron abatidos una decena de manifestantes, que aumentaron todavía más la explosiva situación.
Otra evidencia no menos contundente del fracaso de la militarización de la seguridad y la política la encontramos en el aumento del 'vigilantismo' en Colombia, denominación que recibe el ajusticiamiento ciudadano de delincuentes, los cuales son atropellados o tiroteados. Sin duda, escenas propias de un Estado fallido. Porque Colombia, el mayor aliado de la OTAN en América Latina y el mayor productor de cocaína del mundo, aunque muchos no lo crean, es un Estado fallido.