Del expolio colonial al fracaso internacional: Haití como paradigma de la pobreza y violencia que nunca acabaron
Haití es el paradigma de las consecuencias del saqueo occidental y de la posterior irresponsabilidad de los saqueadores que, en mayor o menor medida, toda América Latina —y la mayoría del planeta— ha padecido. Un expolio, en forma de conquistas, colonizaciones y múltiples intervenciones internacionales, militares y económicas, que han convertido al pequeño país caribeño en un inframundo de pobreza, desigualdad y violencia. Haití es un país de muerte, un país de mala muerte. Y de peor suerte: la vecindad de Estados Unidos. Una potencia que alegó defender la democracia en 1994 cuando enviaron a 15.000 militares a restablecer el orden y, tres décadas después, en 2021, persiguió y apaleó, incluso a caballo, a 15.000 haitianos en su frontera. Pocos episodios son tan contradictorios y, a la vez, tan reveladores.
Un desastre
Sin embargo, aunque pudiera parecer imposible, dentro del pozo que es Haití existe un lugar todavía más oscuro, tenebroso y siniestro llamado, paradójicamente, la 'Ciudad del Sol', Cité Soleil. Nada más y nada menos que el barrio más pobre del país más pobre de América. Y dada la estrecha relación entre pobreza y violencia, quizás el lugar más violento del planeta. De hecho, en el año 2004, la ONU lo calificó como el "lugar más peligroso del mundo". En ese año, según el Instituto Universitario de Heidelberg, hubo más de doscientos conflictos en el planeta, incluidos tres países en situación de guerra —Irak, Sudán o Congo— y otros muchos convertidos en auténticos desfiladeros de la muerte —Afganistán, Somalia, Etiopía…—. Ninguno de estos infiernos se acercaba, según la ONU, a la violencia del ortogonal barrio de cochambrosas chabolas situado al norte de Puerto Príncipe, entre el aeropuerto y la bahía.
Según la ONU, en solo cuatro días, entre el 8 y el 12 de julio, la guerra entre las pandillas en este barrio de muerte provocó un mínimo de 234 muertos. Una masacre que, unida a las habituales, tanto en Cité Soleil como en el resto del pequeño país situado en la parte occidental de la isla La Española, registran en lo que va de año un mínimo, según otros informes de Naciones Unidas, de 934 asesinatos, 684 heridos y 680 secuestros.
Por contextualizar: si en España hubiera sufrido un nivel de violencia que el padecido en Cité Soleil, habrían tenido que ser asesinadas más de 41.000 personas entre el 8 y el 12 de julio. Más de cuarenta mil muertos en cinco días. Cuatro veces más que todos los homicidios perpetrados en España en las últimas tres décadas, desde 1990. A lo que habría que añadir una destrucción y un pavor pocas veces visto: casas quemadas y miles de personas encerradas sin agua ni alimentación mientras que las fuerzas policiales no son capaces ni de poner un pie en la barriada.
Para hacernos una idea de la dantesca situación: la Ciudad del Sol sería, con más de 12.000 habitantes/km2, la segunda más densa de Europa, solo por detrás de la Ciudad de la Luz, París, con más de 20.000 habitantes/km2, solo que en la capital parisina abundan los edificios en altura y en Cité Soleil apenas existen edificios de más de una planta. Imaginen el nivel de hacinamiento.
El expolio de Francia, en el origen
La situación en Cité Soleil, y en Haití, es tan catastrófica que, en realidad, ni siquiera nadie sabe con exactitud el número de vivos ni el número de muertos. Es como si fueran fantasmas. Una condición heredada del origen de la mayoría de los haitianos, África, y de la raíz de la situación actual: el expolio de Francia y Estados Unidos durante siglos. Porque explotar africanos no solo ha sido una práctica occidental durante décadas, sino que pareciera que todavía tiene, por desgracia, algo de vigor: si Robert Lansing, secretario de Estado norteamericano, afirmó en 1914 respecto a Haití que "la raza africana carece de toda capacidad de organización política", Colin Powell aseveró en 1994 que "Haití es un país indigno y miserable que solo puede gobernarse con el ejército" —Las grabaciones de Bill Clinton, Taylor Branch—.
Sin embargo, si repasamos la historia de Haití, encontramos que su independencia, la primera de un país latinoamericano (1804), constituyó, en realidad, un auténtico desastre humanitario y económico.
Humanitario, porque es muy probable que jamás una independencia fuera tan gravosa para una población como en el caso de Haití, una colonia francesa en el siglo XVIII habitada por medio millón de personas, la mayoría negros. Cientos de miles de negros que trabajaban en condiciones infrahumanas para que unas pocas decenas de miles de franceses vivieran al contrario de lo que escribían Voltaire, Rousseau o Montesquieu.
Tras tanto látigo lacerando espaldas y tanto abuso, la revolución haitiana, en la década de 1790, fue tan sangrienta que uno de cada cuatro haitianos falleció. Perder a 125.000 personas —100.000 negros y 25.000 blancos— de una población de 500.000 habitantes fue un golpe demográfico casi letal durante generaciones. Para que se hagan una idea del desastre: fallecieron veinte veces más personas que en la Guerra de España entre 1936 y 1939.
El coste económico no fue menor. A poco que se racionalicen las cifras, no resultará nada complicado imaginar el escenario de Haití en el primer cuarto del siglo XIX: un país devastado intentando recuperarse de siglos de opresión y expolio francés. En ese contexto y conscientes de su superioridad militar, en 1825, Francia envió un buque de guerra para exigir una reparación. Haití tenía que reparar a la Francia de Carlos X —por haber sido expoliada durante siglos— con la cantidad de 150 millones de francos franceses. Como el país no podía pagar lo exigido, le obligaron a pedir préstamos a bancos franceses con los que pagar la reparación. "Doble deuda", lo llamaron. Estuvo 64 años pagando. Se estima que Haití podría haber crecido por más de 100.000 millones de dólares de no haber sido por este inasumible e indecente pago.
La Liberté, Égalité, Fraternité no acabó ahí. Tras los extenuantes pagos durante más de medio siglo, los franceses consideraron que todavía no había sido suficiente. Por ello, crearon el Banco Nacional de Haití, que en realidad era una sucursal de un banco parisino que se dedicó a desviar millones y a endeudar todo lo posible al país. Por ejemplo, en 1875 se quedaron con el 40 % de un crédito. Una comisión fraternal, por llamarla de alguna manera.
Estados Unidos también saqueó Haití
El comienzo del siglo XX tuvo como consecuencia la pérdida de hegemonía de Europa, en especial de Francia y Reino Unido, las cuales, además, en 1914 se embarcaron en una contienda mundial espantosa. En esta situación, parecía que la suerte, al fin, había sonreído a Haití, aunque fuera mediante la macabra destrucción de Europa. Nada más lejos de la realidad. Una emergente potencia tomó el relevo del expolio francés: los Estados Unidos de Norteamérica. La joven nación americana, imbuida de los más profundos valores europeos, como la libertad —la libertad de expoliar—, se puso manos a la obra. Pero a su estilo.
The American way, más explícito y menos refinado que el francés, no creía muy conveniente perder el tiempo con trapicheos bancarios para desangrar Haití, por lo que, alentados por Wall Street, invadieron Haití en 1915. Y lo primero que hicieron para librar al país de "la anarquía, el salvajismo y la opresión", porque así justificaron la invasión militar, fue entrar en el Banco Nacional de Haití, limpiar hasta el último lingote de oro —en total 500.000 dólares en oro— y depositarlo en una cámara acorazada en Wall Street. Un pequeño paso hacia la 'doctrina Monroe' que se completó cuando en 1920 el National City Bank compró el Banco Nacional de Haití por 1,4 millones y la Haitian-American Sugar Company pagaba 20 centavos por día de trabajo, nueve veces menos que en Cuba. Y no es que Cuba fuera, precisamente, el sueño americano.
La caída de Aristide, tras reclamar reparaciones a Francia
Tras el brutal saqueo y la pseudoesclavización de la población haitiana, Estados Unidos siguió manteniendo el control norteamericano de facto del país, incluso después de abandonar sus militares la costa oeste de La Española. Y es que no hay dictador ni presidente que haya conocido Haití, como le ocurre a la mayoría de los países americanos, que no haya contado con el beneplácito de Estados Unidos. Y si alguno hubo o alguno se salió del guion, fue eliminado. Es el caso de Jean-Bertarnd Aristide, que tuvo la ocurrencia en el año 2003 de explicar lo que había pasado en el país en sus doscientos años de historia y pedir una reparación a Francia. Una intolerable petición habida cuenta de lo que supondría para Francia con su historial colonizador. Aristide se convirtió en un caso insólito, ya que no solo fue depuesto por Estados Unidos —y Francia— en 2004, sino que, una década antes, en 1994, había sido repuesto en el cargo tras el golpe de 1991.
El asesinato de Jovenel Moïse, 'made in' Estados Unidos y Colombia
Como ni Estados Unidos ni Occidente conocen límites, hace justo un año, el pasado 7 de julio, el presidente del país, Jovenel Moïse, fue asesinado en la casa presidencial. Nada más y nada menos que por un comando que, casualidades de la vida, fue organizado en Estados Unidos y se nutrió de militares colombianos de élite. Casualidad, claro.
Por todo lo relatado, y porque Haití ha sido azotada con tanta dureza por la naturaleza como por los norteamericanos y los europeos, hoy las pandillas G9 y GPEP se enfrentan a tiros por las calles de Cité Soleil en una batalla campal por el control del territorio. Una batalla campal que solo constituye una de las muchas que han acontecido y acontecerán porque la violencia en Haití tiene que ver con la corrupción sistémica del país, una corrupción que poca relación tiene con la raza africana o el clima caribeño, como a demasiados les gusta pensar, sino con el expolio de las potencias occidentales y el fracaso de los organismos internacionales.
Un fracaso más de la ONU
Porque Haití también es el paradigma del fracaso de las misiones internacionales y la incapacidad de la ONU. Una incapacidad marca, ante todo, por los intereses de las tres grandes potencias que mayor influencia tienen en Haití —Estados Unidos, Canadá y Francia—, las cuales siguen haciendo de las suyas e intentando controlar el país sosteniendo el gobierno interino de Ariel Henry, cuya merma de legitimidad entre los haitianos y los grupos de poder cada día es mayor.
Así, entre la incapacidad de la ONU y los intereses turbios de las potencias occidentales, la situación actual en Haití podría ocasionar una nueva crisis humanitaria que aumentaría la crisis ya de por sí existente en todo el continente, en el que varios millones de haitianos se encuentran emigrados y, muchos de ellos, vagando sin solución cual fantasmas.
Y es que la ONU tan solo ha pedido que las transferencias de armas ligeras al país sean prohibidas, lo que queda muy lejos de la petición de China, que solicita una fuerza policial de apoyo de países de América Latina en Haití como primera medida para terminar con la violencia. Además, junto a la petición de prohibición, la ONU ha exigido el cese inmediato de la violencia de las pandillas y la actividad delictiva y ha anunciado que preparará un informe que presentará el 15 de octubre. Dos medidas, absurdas, incluso extravagantes, para un país en el que, la esperanza de vida solo llega a los 64 años y, sin casi haitianos vacunados —159.303 vacunados de 11,5 millones—, resulta más letal la violencia en seis meses que la COVID durante toda la pandemia —934 fallecidos por 867—. A Haití esperanza y tiempo es lo que les falta y muerte, lo que les sobra porque es un país de mala muerte y de peor suerte.
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